Cuando entré al departamento, me quité rápidamente la ropa húmeda y la dejé colgada en una silla cerca de la estufa. Volví a marcar su número, pero nadie respondió.
El reloj pronto marcó la media noche.
Parece perdido en su propio mundo, parece no darse cuenta de la realidad que lo rodea, que me ataca y que me destruye. Tal vez en su mente todavía hay tiempo. Quizá ve las primaveras pasadas, los días felices que compartimos en algún momento. Tal vez piensa que esos días volverán fácilmente, que yo estaré a su lado, para siempre.
El departamento parecía extrañamente vacío sin él. Me senté en la mesa redonda, la misma mesa donde compartimos innumerables comidas como una pequeña familia de dos. Miré las dos sillas junto a la mesa. Una de ellas había estado vacía durante los últimos años.
<< ¿Cuánto daño le estaba haciendo mi presencia? ¿Cuánto tiempo más tendría que suplicarle que regresara a casa? >> pensé.
Éste también era su hogar.
Me siento cansada, como si una parte de mí se hubiera ido con él. Lo extraño. Extraño su voz, la forma en que me miraba. Extraño las pequeñas cosas, las cosas que solíamos dar por sentado, nuestra felicidad. El aroma de su perfume en la almohada, el sonido de su risa en la cocina por las mañanas. Extraño su presencia. La sensación de seguridad que sentía cuando estaba a su lado. La forma en que podía hacer que todo pareciera estar bien, incluso cuando el mundo se estaba desmoronando.
El sueño se apodera de mí como una marea que arrastra todo a su paso. Me pregunto si eso fue lo que lo hizo distante, mi ausencia exigiendo su presencia. Mi cuerpo ahora se siente pesado y lento. Cada paso que doy parece llevarme más atrás, más lejos de donde quiero estar. La desesperación se cierne sobre mí, el miedo de no saber qué hacer. Quiero tenerlo cerca nuevamente, quiero correr hacia él y acurrucarme en su cuerpo, pero algo me detiene. Es como si una fuerza invisible me mantuviera en mi lugar, me impidiera moverme.
Es un sentimiento abrumador.
Hace tan solo cinco o seis meses, cada mañana al despertar, veía las píldoras que él dejaba cuidadosamente en la mesa de luz junto a un vaso con agua. Eran para el dolor muscular que había comenzado a invadir mi cuerpo, un dolor que apareció de la nada y que parecía intensificarse con cada día que pasaba. Él comenzó a sospechar que algo no estaba bien. No era solo el dolor, era la forma en que me movía, la forma en que evitaba ciertos movimientos, como si cada gesto fuera un esfuerzo. Al principio parecía entenderlo, pero después de algunos días, nada de lo que me sucedía era comprensible.
Evitaba con esmero las citas médicas, tenía miedo de saber lo que sucedía y al poco tiempo dejó de insistir con llevarme al hospital.
Después de eso, comenzó a ser extraño verlo dos días seguidos en el departamento. Aun así, fingía preocupación cuando estaba junto a mí.
Un día, me encontró en el baño, limpiando rastros de sangre de mi boca. Su rostro palideció al verlo y supe que no podía pretender que todo estaba bien, no cuando había manchas de sangre en el blanco del lavabo. No hizo preguntas y nunca se tocó el tema. Aunque en mi mente, tenía un cúmulo de excusas para esconder lo que me sucedía y no preocuparlo, aunque ni si quiera yo sabía con certeza lo que me pasaba.
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Me preguntaba si algún día sería algo más que solo las voces de mi cabeza.
La mañana siguiente, desperté con un dolor de cabeza que parecía martillear cada rincón de mi cráneo. Mis manos temblaban mientras las frotaba contra mi rostro intentando aliviar la tensión. Había visto varios videos de meditación, pero nada funcionaba. Mis dientes estaban apretados en un intento inútil de contener el dolor. A mi lado, las píldoras que había tomado para dormir yacían dispersas en un rincón de la habitación.
- Lo siento –susurré apoyando una de mis manos en mi abdomen. No quería perder la vida que gestaba en mi vientre, pero los dolores aumentaban en la noche y se volvían insoportables hasta el punto de no dejarme dormir.
Me levanté en silencio. Cada centímetro de mi piel parecía arder con el simple roce de las sábanas. El espejo del baño reflejaba una imagen que apenas reconocía, mis ojos estaban opacos y cansados. Tenía la piel pálida y descolorida. La mujer que me devolvía la mirada era una sombra pretenciosa.
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Con una tranquilidad que desafiaba la urgencia de su vida, caminó de regreso hasta la habitación. Cada paso que daba era medido y deliberado, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Se arrodilló junto a la cama, su mano se deslizó debajo de ella, buscando algo. Finalmente, encontró una maleta. La arrastró cuidadosamente y la abrió en un solo movimiento. El sonido del cierre al abrirse llenó la habitación, rompiendo el silencio que había prevalecido desde hace horas. En su rostro, apareció lo que parecía ser una sonrisa.
Con una reverencia casi ceremonial, acarició el instrumento que yacía ante ella. Era un violín, de un rojo profundo, tan intenso que parecía contener la esencia misma del fuego. La luz se reflejaba en su superficie pulida, creando un brillo que le daba vida propia. Cada curva, cada detalle, parecía haber sido diseñado con un propósito, creando una simetría perfecta que era un deleite para la vista. Pero lo que realmente lo hacía especial era la armonía que transmitía. No era solo la armonía de las notas que podía producir, sino la armonía de su existencia misma. Cada parte del violín trabajaba en perfecta sincronía con las demás, desde las cuerdas tensas hasta el arco.
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Recuerdo cómo solía tocar para él, las melodías dulces y tristes que fluían de mi violín susurraban su nombre. Recuerdo cómo sus ojos se iluminaban con cada nota, cómo parecía perderse en la música o en mi esencia. Tal vez perdí calidez, tal vez ya no transmitía lo mismo, comenzó a odiarlo. Al principio, pensé que era solo una fase, pero con cada día que pasaba, se volvía más frío. Aquella tarde, él me miró con una intensidad que nunca antes había visto. Era una mirada que no podía descifrar por completo y eso me aturdía. Me asustaba pensar que aún después de tanto tiempo existían actitudes que desconocía.
- Tenemos que hablar –aseguró, interrumpiéndome. Fruncí el ceño y sonreí confundida.
- De acuerdo –Murmuré, sentándome a su lado. Busque su abrazo, como de costumbre, pero esta vez no accedió.
- Me iré –comentó indiferente.
Me quedé atónita, incapaz de procesar sus palabras.
- ¿Es un viaje de negocios? -logré preguntar. Mi voz era apenas un susurro.
- No –respondió –. Necesito un tiempo.
Fruncí el ceño confundida y pareció notarlo.
- Simplemente no puedo soportarlo más -admitió, evitando mi mirada.
- ¿A qué te refieres?
- A ti –alegó- A todo lo que eres.
Aquel día, sus palabras me golpearon como un puñetazo en el estómago. Quizás yo acariciaba heridas que no quería recordar. Aquella vez, fue la primera vez que se fue de casa durante días.
Aunque ya habían pasado años, mi mente todavía no borraba sus palabras.
Lo amaba. Sin embargo, comenzaba a cuestionarme si él seguía amándome.