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La estación

- Llegamos -susurró, mirando el tren que se detenía en la estación-. Recorre todo el pueblo, va y viene -explicó, su mirada estaba perdida en la distancia-.

- Gracias por acompañarme –agradecí, moviendo mi mano en forma de despedida.

Él me miró como si tuviese una pregunta en sus ojos y me detuvo cuando avancé algunos pasos.

- Entonces... ¿hacia dónde vas? -preguntó, su voz era apenas audible sobre el ruido del tren.

- Luego decidiré –comenté–. No tengo ningún lugar en vista aún.

- ¿Dónde has estado parando hasta hoy? –consultó curioso.

- ¿No dicen por ahí que la curiosidad mató al gato? –pregunté sonriente.

Suspiró derrotado y asintió.

- Los niños de hoy tienen buenos refranes para usar -murmuró agobiado.

- Soy mayor de edad -recordé frustrada cruzándome de brazos.

- Dime cuantos años tienes -pidió levantando ambas cejas.

Negué reiteradamente. No pensaba hacerlo por más que insistiera.

- Por el corte de cabello, la ropa que usas y el modo tan relajado de hablar, puedo notar que ni si quiera tienes 20 años -mencionó divertido.

Mordí mi labio inferior desconcertada, y como si fuese un reflejo toqué las puntas de mi cabello. Al igual que él, yo había descubierto su edad hace un rato, sin embargo, no me parecía relevante mencionarla. Pero al parecer, era importante para él saber la diferencia que existía entre nosotros. Analicé su traje negro, su camisa blanca y la corbata mal puesta. Su cabello tenía una cantidad importante de algún producto fijador, y los lentes de sol lo hacían lucir mucho más grande que lo que era.

- ¿Y tú? Pareces bastante viejo -retruqué.

-Supongo que necesitarás un guía que pueda enseñarte todo lo que oculta este pueblo -dijo, cambiando de tema al instante con una sonrisa juguetona en su rostro-. Además, es un recorrido largo… ¿Qué te parece?

No pude evitar sonreír ante su propuesta. No conocía gran parte del pueblo, a decir verdad, apenas conocía lo esencial. La pérdida aún dolía después de años y no había tenido tiempo de conocer el lugar.

- Es una extraña manera para decirme que me acompañarás –alegué–. Bastante original, por cierto.

- Suelo ser creativo –comentó –. ¿Por qué no me cuentas algo sobre ti?

<< ¿Algo sobre mí? >> Pensé.

Juntos comenzamos abriéndonos paso entre la multitud de la estación mientras hablábamos. Cuando las puertas del tren se abrieron, subimos en el último vagón. Nos sentamos enfrentados, cada uno en un extremo del compartimento. No despegué mi vista del paisaje que se desplegaba ante mí, mientras él me enseñaba cada lugar. Las casas y los árboles pasaban en un borrón de colores. Pero a pesar de la belleza del paisaje, sentí que él no despegaba su vista azul de mí. Sentía que el río me consumía y me hundía en sus remolinos de agua, me arrastraba hacia el fondo y cuando estaba a punto de ahogarme, me sostenía en la orilla con su sonrisa.

- Olvidamos presentarnos –murmuró–. Me llamo Gale Prisman –comentó extendiendo su mano.

Fruncí el ceño y supuse que notó la expresión en mi rostro.

- Supongo que me conoces -balbuceó apenado.

- Un gusto –Susurré, sin decir nada más.

<< Gale Prisman, ¿Realmente es él? >> me pregunté, sin dejar de observarlo.

- ¿No me dirás tu nombre? –preguntó entretenido.

- ¿Debería? –consulté, sacando una sonrisa de sus labios. – Padme.

- Entonces, Padme, ¿cómo llegaste al Sur?

De golpe, cómo si hubiera despertado de un sueño hipnótico, sacudí la cabeza, tratando de aclarar mis pensamientos y comencé a caminar nuevamente. Estaba aturdida, mi vista no terminaba de aclararse y mis pasos eran torpes.

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- Lo siento -dijo el extraño que había chocado conmigo, pero sus palabras apenas llegaron a mis oídos.

Un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando una ráfaga de viento se llevó mi bufanda. Sin pensarlo, comencé a correr tras ella, esquivando a la gente en mi camino.

- Lo lamento, permiso…

Volaba cada vez más lejos. Extendí la mano en un intento desesperado de atraparla sin éxito. Sin embargo, a lo lejos, observé una silueta que se agachó y recogió la bufanda del suelo. Me detuve sin aliento, mientras él se acercaba a mí.

<< ¿No debía ser yo quien corriera hacia él? >> Pensé.

Era el único hombre de traje en medio de la nieve. Llevaba un sombrero negro de alas anchas que contrastaba con el blanco inmaculado a su alrededor. En su mano, tenía un maletín que parecía contener algo importante. Alzó la bufanda roja, como un faro, indicando que estaba a salvo. Sus ojos se encontraron con los míos y una sonrisa ligera se dibujó en su rostro.

El viento soplaba con fuerza, pero él a cambio de mí, no parecía inmutarse. Con cada paso que daba, sentía cómo mi corazón latía con más fuerza, sin razón.

- ¿Se encuentra bien? –preguntó, tomándose el atrevimiento de sacudir los copos de nieve que se habían acumulado sobre mis hombros. No respondí–. La nieve no penetró la lana, tiene un tejido cerrado, no se preocupe –comentó tranquilizándome.

- Gracias –respondí extendiendo mi mano para tomarla.

- Veo que ha comenzado el invierno con el pie izquierdo –murmuró-. Procure envolverla bien –aconsejó echándole una mirada rápida al cielo.

Sonrió ladinamente, cómo si él fuese el que estaba agradecido y comenzó a caminar en dirección contraria, hacia el hospital. Parecía muy tranquilo yendo al lugar del que yo huía. Mis ojos no dejaban de buscarlo.

No parecía apresurado, ni preocupado por el frío. Al contrario, su mirada se perdía en la distancia, como si estuviera esperando algo. Envolví la bufanda en mi cuello, sintiendo el rose de la lana contra mi piel nuevamente. Una fricción a veces dolorosa a veces placentera. La acaricié con mis dedos y no la solté. Continué mi camino hasta llegar a la señal que decía "alto" en la estación de tren. El aire frío se mezclaba con el humo del tren que se acercaba, creando una neblina que parecía envolverlo todo.

Miré ansiosa la pantalla de mi celular, esperando su mensaje. Pero la pantalla permanecía obstinadamente en negro. Cada vez que el teléfono vibraba, mi corazón saltaba, solo para caer de nuevo cuando veía que era otro correo electrónico sin importancia. No había ninguna palabra de consuelo, ninguna promesa de que todo estaría bien. Solo el silencio ensordecedor de la ausencia. Quizá se debía a la falta de palabras, pero todo era bastante evidente. A veces, las palabras pueden parecer insuficientes para expresar lo que realmente sentimos, en otras ocasiones, las palabras pueden ser demasiado, llenando el silencio con ruido innecesario. Me di cuenta de que, a pesar de todo, seguía esperando algo que llenara el vacío.

El tren se detuvo con un chirrido. Subí a bordo, encontrando un asiento vacío junto a la ventana. Mientras el tren comenzaba a moverse, observe cómo la estación se alejaba. Y mientras el paisaje pasaba rápidamente, no pude evitar sentir una punzada de tristeza.

Saqué el celular de mi abrigo y finalmente marqué su número, pero no contestó. Lo intenté una y otra vez, pero nadie respondió. Miré el sobre en mi mano y suspiré, sintiendo un nudo en el estómago.

El tren llegó a la estación y me bajé apresurada, con la esperanza de llegar a tiempo a la parada del autobús que me llevaría hasta el barrio donde vivía. El frío del invierno se colaba por cada rendija de mi abrigo, pero no me importaba lo suficiente para preocuparme. Después de una hora, el cielo se oscureció completamente y tras ello, el autobús llegó.

Subí buscando refugio del frío. Apoyé la frente en el cristal de la ventana empañada por las respiraciones de los pasajeros. Saqué mi celular y dudé algunos segundos. La duda era la sensación más temida en el mundo y la más racional en nuestra relación. La línea sonó, una y otra vez, con la diferencia, de que ahora respondió.

- Deberíamos salir a caminar bajo la primera nevada –comenté con lágrimas en los ojos.

A lo largo de nueve años, la voz de Padme se convirtió en una constante en la vida del hombre. Era una voz que nunca cambió, que siempre permaneció igual. Una voz suave, como una brisa de primavera, que siempre parecía bailar al ritmo de un violín invisible. Era una melodía que podía hacer que el mundo se detuviera, que podía hacer que todos los que la escuchaban se quedaran en silencio, cautivados por su belleza. Y aunque pasaron los años, su voz siempre permaneció igual. Siempre suave, siempre melodiosa. Como si el tiempo no tuviera poder sobre ella. Él sabía que sin importar lo que pasara, sin importar lo que dijese, siempre tendría la voz de Padme para su consuelo.

- ¿Por qué llamas a esta hora? –preguntó. Parecía molesto.

- ¿Estás ocupado? –murmuré refregando mis ojos.

- Siempre lo estoy. No tengo tiempo para hablar –comentó –. ¿Llamaste por algo en particular?

- ¿Cuándo vendrás a casa?

- No lo sé.

- Tengo que decirte algo –confesé–. Es importante.

- ¿Puede ser otro día?

- ¿No volverás a casa? –consulté preocupada, sin obtener respuesta –. Haré la cena, no tienes que preocuparte por nada, cocinaré tu plato favorito…

- Padme…

- Sólo vuelve –supliqué.

<< ¿Qué era lo que estaba haciendo? >> Pensé. << ¿En qué momento de la vida comenzó a suceder? >>.

- Realmente no puedo regresar esta noche –respondió molesto nuevamente.

Quizá se debía por aquella voz tan irritable, o por la sensación de ser amado.

– No cocines, mejor compra comida hecha… No quiero que tus manos se ensucien –declaró. Mentía.

Padme levantó la vista y vio sus ojos reflejados en el vidrio del autobús. Acomodó su cabello y notó aquella pequeña sonrisa que apareció en su rostro. Dejó el sobre blanco en el asiento vacío que estaba a su lado, y acarició el anillo que descasaba en su mano derecha, en el dedo anular.

- Estás con alguien –afirmó en un susurro apenas audible. Lo sabía porque su intuición nunca fallaba. Escuchó con atención la voz ocupada del otro lado del teléfono, y luego, solo silencio. Había colgado la llamada. Insistió nuevamente, pero no respondió. Rápidamente tecleo un mensaje; Siento molestarte, te amo.