Estaba parada en la esquina de la calle, mirando el mapa en mis manos. No pasaban muchos autos por aquel sector y los que pasaban no se detenían. Comenzaba a marearme por el calor. Miré el cielo y observé los rayos radiantes del sol. Estaba despejado, ni si quiera había una nube próxima a cubrirlo. Comencé a maldecir instantáneamente en voz baja y me detuve cuando llegó él. Solo veía con claridad sus zapatillas, eran de una marca reconocida, negras con detalles en blanco y aunque intenté, no pude pasar por alto los cordones mal amarrados.
- ¿Necesitas ayuda? -preguntó, con una sonrisa amigable en su rostro-. Pareces un poco perdida.
Levante la vista preocupada y asentí con la cabeza. Ni si quiera me percaté del tipo de hombre que tenía frente a mí. Su piel era blanca y dada su expresión burlesca ante la juventud, supe enseguida que era mayor que yo.
- Sí, creo que sí. Estoy tratando de encontrar la estación del tren, pero este mapa no es muy claro.
El hombre sonrió suavemente. Acomodó su cabello y luego guardó sus manos en los bolsillos del abrigo.
- El mapa es claro, solo que no sabes leerlo. –comentó divertido acercándose-. No te preocupes, la estación está a solo unas cuadras de aquí. Te puedo mostrar el camino.
Su energía parecía estar en desacuerdo con la tranquilidad del Sur. Pero había algo en él que no podía ignorar; sus ojos. Eran de un azul profundo, desconcertante. Me recordaba a los ríos que había recorrido días antes. Ríos que se desvanecían a través de paisajes verdes y exuberantes con sus aguas azules. Cada vez que lo miraba a los ojos veía las corrientes que se retorcían y giraban, las olas que chocaban contra las rocas, el brillo del sol en la superficie del agua. Veía la llamada de lo desconocido, la belleza de la naturaleza en su forma más pura.
Siempre me pregunté si aquel encuentro había sido parte del destino o mera casualidad.
El Sur no solo escondía sus paisajes, sino que también escondía a su gente. Los tenía envueltos en un manto impenetrable, alejados del mundo. Entre toda esa gente, estaba él. Parecía estar acostumbrado al suelo irregular de las calles de ripio, se adelantaba algunos pasos y me esperaba algunos otros. Cada tanto giraba y sonreía.
Los kilómetros se volvieron millas bajo el sol, aunque el calor no era tan fuerte como en la ciudad.
Varios caballos pasaron por mi lado aquel día. No podía dejar de verlos.
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- ¿Nunca los viste de cerca? -preguntó.
Negué reiteradamente.
-Solo fotos, en internet –aclaré, viéndolo sonreír.
-Ya veo –murmuró–. Entonces… ¿vienes de la ciudad?
- ¿No tienen dueño? –consulté, cambiando de tema.
-Sí, tienen, pero ellos solos saben a dónde ir -respondió.
- ¿Y a dónde van?
Se encogió de hombros y suspiró.
- Suelen buscar agua o sombra. Con las crías no pueden ir muy lejos –explicó.
- Es increíble -murmuré, más para mí misma que para él. - ¿Cómo saben a dónde ir?
Él sonrió suavemente, una risa que sonaba como el murmullo del viento a través de los árboles. Alzó ambas cejas, entretenido con mi curiosidad.
-La naturaleza es la vida misma, tiene sus propios caminos -dijo-. Nosotros, los humanos, tendemos a complicar las cosas. Pero los animales... ellos simplemente siguen sus instintos –indicó-. Saben lo que necesitan y saben cómo conseguirlo.
Aquellas palabras resonaron en mí. Por un momento, sentí una especie de envidia. Envidia de la simplicidad de su existencia, de su conexión con la naturaleza, de su libertad.
- ¿De dónde vienes? –preguntó. Su insistencia era encantadora.
-De algún lugar… de por ahí -susurré agitada.
- ¿De algún lugar de por ahí? - repitió, su ceño se frunció ligeramente. - Eso es bastante vago.
Asentí mirando hacia el horizonte.
- Sí, es vago - admití finalmente. No me sorprendió el hecho de que haya notado al instante la falta de esfuerzo por responder.
- ¿Vienes sola?
Ignoré su pregunta y seguí adelante. Pero su voz no me dejaba ir mucho más allá.
- No lo mal interpretes -pidió -.
Entonces, detuve mis pasos y giré hacia él mirándolo a los ojos. Asentí sin hacer más.
- Es extraño ver personas de tu edad sin sus padres -susurró.
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- Tengo edad suficiente para andar sola -mencioné levantando ambas cejas.
- Aun así -murmuró-. Ten cuidado, no te dejes engañar fácilmente.
-Es extraño que lo digas cuando te estoy siguiendo, en medio de la nada -declaré.
- ¿Ves eso? -preguntó, indicando una cabaña a lo lejos. Asentí inmediatamente. -Es un bar, puedes correr allí si te sientes insegura en este momento.
- Olvídalo -susurré.
- Entonces... Dime, ¿estás escapando de algo?
Sonreí divertida ante la absurda sugerencia.
- No, no estoy escapando de nada –tranquilicé –. Busco algo.
-Este es un buen lugar para hallar cosas –murmuró, cómplice.
Y así fue como entendí, que estaba cerca de encontrar lo que buscaba. Una sensación, un sentimiento. La paz que venía con la aceptación, la alegría que venía con el descubrimiento, la satisfacción que venía con la realización. Había llegado de alguna manera al Sur, buscando algo, sin saber exactamente qué.
Cada primavera en el Sur parecía un milagro. Cada noche, antes de dormir, le rogaba a dios que me dejara vivir eternamente. Mis sentidos jamás se cansarían de la primavera. No sabía con certeza si mis oraciones eran escuchadas, pero seguía rezando, seguía esperando una respuesta divina. Sabía que, mientras pudiera vivir las primaveras, mientras pudiera ver las flores florecer y escuchar el canto de los pájaros, tendría la fuerza para seguir. Tenía la esperanza de que no importara lo que sucediera, siempre tendría las primaveras del Sur consolándome.