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Padme.

Padme se movía con una gracia que desmentía su fragilidad. Su cuerpo, ahora parecía más etéreo, como si estuviera hecho de sombras.

Su piel tenía la palidez de la luna, un lienzo blanco que resaltaba las venas azules que se dibujaban debajo, en una ramificación de líneas. Era como si la vida misma se hubiera desvanecido de su cuerpo. Sus ojos parecían más profundos, más sabios, más solitarios.

Había una tristeza en ellos que no podía ser disimulada. Su cuerpo era delgado, casi esquelético, pero había algo en ella… una resistencia.

Relamió sus labios secos por el viento y bajó la vista hacia sus manos. Giró el anillo entre sus dedos, hasta lograr encontrar sus iniciales grabadas en el metal. Miro a su alrededor, solo quedaban unos pocos viajeros envueltos en sus abrigos, esperando la última parada de la tarde. El viento soplaba con fuerza, haciendo que las luces de la calle parpadearan.

Pensó en él, en cómo su presencia había llenado su vida de calor. Pero también pensó en cómo su ausencia dejaba un vacío, un silencio que parecía resonar en cada rincón de su existencia.

Asintió para sí misma, llegando a una conclusión; tal vez era cierto, tal vez le estaba robando demasiado tiempo. Pero a pesar de todo, no podía evitar desear que las cosas fueran diferentes, que fueran como antes.

Cerró sus ojos confundida, recordando la última conversación que habían tenido con él, recordó la tensión en el aire, la forma en que sus palabras habían resonado en la habitación vacía.

- No te preocupes por mí -comentó entre lágrimas, apretando el corte en su mano para que dejara de sangrar.

- ¡Entonces no seas un maldito problema al que hay que arreglar! -gritó. Nuevamente estaba molesto.

Me quedé en silencio por un momento.

- Siempre estás tan ocupado tratando de arreglarme –murmuré-. Que nunca te das cuenta de que no estoy rota.

Frunció el ceño, claramente frustrado.

- No es eso lo que quiero decir -respondió, pero su voz sonaba vacía.

- Entonces, ¿qué es lo que quieres decir? –pregunté apenas en un susurro.

Él no respondió, y el silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra que pudiera haber dicho, fue más certero que cualquier respuesta. Sin embargo, asentí, como si hubiera obtenido la respuesta que necesitaba.

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- No puedo seguir así –Comentó. Observe desesperada cómo agarraba su maleta, aquella que siempre tenía preparada en caso de un viaje de negocios imprevisto.

- No lo hagas –pedí. Estaba dispuesta a rogar por su compañía. – Tenemos que hablar.

Suspiró aturdido. Caminé hacia la habitación detrás de él y sin pensarlo demasiado tomé su mano.

- Creo que estoy embarazada –comenté sin levantar la mirada. Realmente no me atrevía a mirarlo a los ojos. Sentía culpa. Sentía que lo había decepcionado por completo. Pero lo que había dicho, no parecía importarle demasiado.

- No es el momento adecuado –respondió indiferente –. Le diré a mi secretario que transfiera dinero a tu cuenta bancaria, deshazte de él –ordenó, soltándose con facilidad de mi agarre.

- No lo haré –respondí segura.

- ¿Podrás criarlo sola? –preguntó sonriente -. A caso, ¿tienes un techo en el cual criarlo? ¿dinero para pagar sus gastos? Todo lo que ves a tu alrededor es mío. Y yo decido no tenerlo.

Lo amaba, lo amaba con cada milímetro de su alma, con cada hueso, con cada gota de sangre que recorría su cuerpo. Era un amor difícil de comprender. Pero lo amaba, a pesar de todo. A pesar de las noches en vela esperándolo, de las lágrimas derramadas, de las promesas rotas.

Conoció una vez, a un hombre cuya dulzura era tan palpable como el aroma de las flores en primavera. Su forma de hablar era suave y reconfortante como las bolsitas aromáticas de la feria cargadas con lavanda, como una brisa fresca. Tenía una risa contagiosa que podía iluminar una habitación entera, cómo un faro en el mar. Un hombre, como cualquier otro, con dos piernas, dos brazos y un par de ojos azules cómo los ríos del pueblo. Tan igual, tan único, tan él.

Gale Prisman, reportero, jefe de una de las empresas más importantes y renombradas dentro de la industria de las noticias.

Sin embargo, con el paso del tiempo la luz en sus ojos comenzó a desvanecerse cruelmente, su risa ya no resonaba con la misma alegría. La transformación fue lenta, casi imperceptible al principio. Pero con cada día que pasaba, el hombre que ella conocía y amaba parecía desvanecerse un poco más, y en su lugar, quedaba un extraño. Un extraño que llevaba su rostro, su nombre, su olor.

El hombre que ella había conocido y amado ya no existía.

Y con esa realización, vino un nuevo tipo de dolor.

Sus ojos ahora eran una tormenta, un huracán que amenazaba con destruirla. Sin embargo, se aferraba a él, a los recuerdos del hombre que había conocido, del hombre al que había amado. Pero esos recuerdos se volvían borrosos, cada vez más difíciles de percibir. Dependía de él, estaba dispuesta a perdonarle todo, incluso cuando cada acción suya parecía ser una nueva traición.

Recordaba una y otra vez el día que llegó impregnado con el perfume de otra mujer. Esa noche, su cuerpo olía a algo más, a algo que lograba romperla en partículas. Y todo aquello que ocurre una vez, vuelve a ocurrir cada vez.

Cada día se convirtió en un constante esfuerzo por ignorar las señales, por cerrar los ojos ante la evidencia. Vivía en un estado de miedo, temiendo que todo terminara, que él la dejara. Pero lo que más temor le daba era la verdad, que ya lo había perdido, y, que sin importar cuánto buscara, no podía hallarlo. Cada noche, mientras el mundo dormía, se preguntaba por qué.

¿Por qué, a pesar de todo, seguía amándolo?