- ¿Dónde baja? –preguntó una voz detrás de ella.
Secó rápidamente algunas lágrimas que aún recorrían su rostro y giro lentamente hasta verlo.
- Hoy es un día lleno de coincidencias –comentó el hombre de traje –. Veo que no la perdió –mencionó indicando la bufanda en su cuello. Carraspeo su garganta y suspiró. Entendió al instante que no estaba dispuesta a dialogar y curiosamente, descubrió que había algo mal en ella.
– Es la última parada, ¿Qué hará?
- Olvidé bajarme –Respondió preocupada observando la oscuridad del exterior.
- También olvidé hacerlo –indicó sonriente -. ¿Quiere bajar conmigo? Me dirijo hacia el centro del pueblo.
Asintió desanimada, sin dudarlo y sin emitir palabras.
- ¿Le ayudo a bajar? –preguntó al verla dudar en los escalones. Dejó el maletín en el suelo y extendió sus manos cómo apoyo.
No hizo preguntas en todo el camino. Fue lo que más llamó mi atención. Sin embargo, había algo extraño en él. Me detuve, me miró, lo miré. Fue un ida y vuelta de sensaciones.
- No es de este lugar –murmuré.
- ¿Se nota demasiado? –consultó.
Asentí reiteradamente. Su expresión era fría, no demandaba otra emoción más que preocupación. Busqué mi reflejo en sus pupilas, ignorando el color verde de sus ojos. Un verde claro, ligero, cómo los sauces en primavera.
- ¿No olvidó bajarse, o si? –pregunté. Cuando sonrió sutilmente, supe la respuesta.
- Realmente no –respondió indiferente.
- ¿Lo hiciste por pena? –consulté usando ahora un tono más informal para dirigirme a él.
Frunció el ceño y luego levantó ambas cejas, sorprendido.
- ¿Por qué sentiría pena por usted?
Lo observé sin saber que decir.
- La preocupación y la pena son dos términos diferentes –explicó –. No se bajó en ninguna parada, no despegó su vista de la ventana, no se preocupó en detener su llanto… parecía estar hipnotizada en el recuerdo –comentó –. Entonces, ¿debía dejarla allí?
- Lo siento –susurré, sin embargo, nunca supe si logró oírme.
- Sígame –pidió. Lucía bastante seguro de su petición, por el contrario, me cuestioné si hacerlo o no -. Se congelará si no empieza a caminar –regañó.
Suspiré y acabé cediendo. Entramos a un local que casualmente quedaba a pocos metros de la parada del autobús. Me quedé esperando en la puerta, sin entender lo que pretendía hacer. Habló con una mujer mayor, quien rápidamente volteó a verme.
- Espere sentada –comentó.
Había algo en él que llamaba mi atención. No podía dejar de observarlo y cada tanto, él tampoco apartaba su mirada de mí. Quizá me atraía su forma de hablar tan formal o el perfume desconocido que se desprendía de su traje.
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- Es para usted –alegó, entregándome una caja cerrada. Lo miré desconcertada. Sin embargo, no hice ninguna pregunta y me dediqué a buscar la rendija para abrirla en silencio.
- No puedo aceptarlo –susurré sin mirarlo.
- Debería hacerlo –sugirió con un tono de voz calmado -. Es perjudicial caminar con las zapatillas mojadas en invierno.
Lo miré con desconfianza. Sin embargo, acabé aceptando su gesto.
- Gracias.
- No tiene que agradecerme —respondió—. ¿De cuánto tiempo está? –preguntó repentinamente.
Levante la vista sorprendida. Era imposible que se notara.
— Perdón si soy indiscreto —continuó. —, pero a pesar de haber estado llorando todo el camino, nunca sacó la mano de su vientre. Entonces supuse que está esperando un hijo.
Asentí lentamente, sin saber cómo reaccionar. Aunque inevitablemente una sonrisa casi imperceptible se formó en mis labios, era desalentador que un completo extraño sea una de las primeras personas en saberlo.
— Tengo pocas semanas —admití finalmente, con la voz quebrada.
— Felicitaciones —dijo con sinceridad, pero no respondí.
Cuando salimos del lugar, él se adelantó algunos pasos. Yo, en cambio, no despegaba la mirada de las zapatillas blancas que acababa de regalarme.
- Si no mira hacia adelante tropezará –comentó sonriente - ¿Hacia dónde debo acompañarla?
- Compraré comida –respondí apartando la mirada– Hay un puesto allí –señalé.
En aquel instante finalmente me di cuenta de que yo también había cambiado después de todo. No era la misma mujer que antes. Mis ojos estaban rojos por el llanto, mis labios secos por el frío y mi piel era blanca. Solo blanca. No encontraba ningún punto de comparación para tal palidez. Aunque faltaba el factor más importante que no me atrevía a mencionar aún.
- Te devolveré el favor –comenté observando mis pies.
El hombre asintió y encontré en su rostro, una pizca casi imperceptible de diversión
- Yo invito la cena –declaré entusiasmada. Había pasado ya algún tiempo desde que había cenado en compañía y me parecía emocionante la idea de hacerlo, aunque fuera con alguien que no conocía.
- Parecía estar emocionada por comprar mariscos y pasta –mencionó sonriente –. Aunque al parecer solo le agrada la pasta.
- Tenía que verificar el mal gusto de mi pareja –Murmuré. Su sonrisa desapareció al instante –. Lo siento, arruiné el ambiente.
- No arruinó nada –tranquilizó mirándome fijamente –. Dígame, ¿ya pensó en algún nombre?
Negué casi al instante.
— No me animo a nombrarlo —confesé —. Temo perderlo.
- Cómo médico no debería decir esto, pero, cuanto más le teme a algo, más lo atrae -Explicó.
<< Por eso se dirigía al hospital >> pensé. << Quizá lo transfirieron hace poco tiempo, o está haciendo algún tipo de residencia >>.
- ¿Tiene miedo de algo más? –preguntó bebiendo un sorbo de café.
Asentí, no tarde mucho en hacerlo. Todas las personas tienen miedos, miedos que recorren las puntas de sus dedos y los bordes del corazón. Yo también tenía miedo de muchas cosas en realidad. Pero lo que más temía en mi interior era no volver a sentir el calor del sol en mi rostro, de no ver brotar la vida en la tierra, ni escuchar a los pájaros cantar con gracia… Un Jilguero, un gorrión, un Martín Pescador. Temía que el invierno fuese el que se llevara mi alma.
- Tengo miedo de no volver a ver la primavera.
El hombre suspiró, como si hubiese leído cada fragmento de mi mente y husmeado en mis pensamientos, entrometiéndose en mis miedos, en mi deseo y en mis secretos.
- Podrá hacerlo –comentó.
Sin embargo, a pesar de que sus palabras intentaron convertirse en un dardo tranquilizante, comencé a preguntarme si realmente podría verla.
- Gracias nuevamente, por acompañarme –comenté mirándolo a los ojos. - Y por las zapatillas –recordé.
No sabía exactamente lo que sucedía en su mente y estoy segura de que nunca estaría cerca de saberlo. Las luces del alumbrado público acabaron apagándose, como de costumbre. Nuestros ojos tardaron algunos segundos en acostumbrarse. Su respuesta también tardó en salir de sus labios, sin embargo, utilicé el tiempo para percatarme de que ocultaba algo detrás de aquellas pupilas dilatadas por la oscuridad.
- No hay nada que agradecer –Respondió seguro.
Aunque no podía ver correctamente sus facciones, imaginé en su rostro una ligera sonrisa.
- Debería irse –comentó -. Es tarde y seguramente la están esperando.
Asentí reiteradamente y pensé si sería correcto preguntarle su nombre. Pero ya me había alejado lo suficiente de él como para no ver ni si quiera su silueta marchándose.