El viento golpeaba con fuerza en lo alto del árbol.
Mahía se limitó a apretar contra su piel blanca la caperuza naranja que la acompañaba en el inesperado paisaje frondoso que ahora la rodeaba.
Habían pasado al menos tres días desde que se enfrentara a la primera jauría de lobos. Las bestias habían huido espantadas ante sus armas afiladas, pero eso era solo el principio. Los árboles se habían juntado como una cuadrilla de soldados experimentados a medida que avanzaba, lo que daba lugar a que panteras coloridas y serpientes robustas pusieran a prueba sus reflejos.
A esas alturas el cansancio y el temor la habían rezagado a lo alto de aquel roble, donde pretendía descubrir la extensión de aquella selva inesperada.
Poco a poco los rayos del sol iluminaron más el mundo, revelando el paisaje que tenía delante.
«Más árboles, para variar.— pensó, con un suspiro. Decidió bajar a la oscuridad del suelo.— Es hora de seguir. No haré nada aquí parada como un búho.»
No todo lo del nuevo terreno era malo. Le ofrecía mucho forraje para su montura y frutos con los qué alimentarse, pero ralentizaba su avance; lo que sin duda le daba tiempo a los forasteros para perder su rastro.
Mahía se guiaba por el musgo en los árboles que le indicaba que seguía avanzando hacia el sureste, hacía la cumbre de la cordillera.
«Si es que sigo en mi mundo.—pensaba al tiempo que el camello sorteaba un matorral traicionero.—No me extrañaría que en algún punto haya cruzado un portal hacia otra dimensión, hacia un universo paralelo como el que mencionaban los sacerdotes en sus leyendas.»
Lo único que la mantenía anclada a la realidad era su águila Ju, desde la que podía observar las altas cumbres.
En un principio había conseguido observar a los intrusos y los campamentos que dejaban, pero de pronto les había dejado de seguir el rastro, y la conexión con el ave era cada vez más lejana, nebulosa.
Pero había perdido la conexión con Akuru. Después de la segunda noche de avance en el bosque, intentó comunicarse con ella por todos los medios, llevando al límite su concentración y sus habilidades telepáticas, pero por más que había intentado no lograba contactarla en la vastedad de la cordillera.
Después de varias horas de avance el camino se comenzó a ensanchar. Poco a poco el denso bosque que había tenido que atravesar cedía, y se convertía en un valle. Los robles, pinos y arces seguían infestando la zona, cubriendo con sus sombras buena parte del terreno, pero pronto el paisaje dio paso a estanques de flores que se extendían en la distancia. A lo lejos veía pequeños rebaños de cabras, llamas, y ciervos.
Todo habría sido un idilio si el valle no hubiera estado infestado de panteras, grandes como tigres pero de pelaje claro. Algunas intentaron emboscarla pero salieron despedidas con su acero y sus reflejos de guerrera.
Su camello también luchaba golpeando con fuerza a las fieras con sus patas delanteras, y lanzando dentelladas sorpresivas a los depredadores.
Los problemas llegaron cuando fue atacada por un grupo que surgió de una colina baja. Una de las fieras consiguió derribarla de su montura con una sorpresiva embestida, y habría sido su fin, si de manera repentina Rumu, su maestro, no hubiera surgido de entre las altas planicies para interceptar el ataque de la fiera con un largo bastón de madera.
La chica había quedado tan aturdida por el ataque que no pudo ayudar al guerrero monje, pero las habilidades de este en el combate eran inigualables, y se las arregló para espantar a los tres depredadores ápice valiéndose solo de su austera arma, con golpes certeros en sus fauces y hocicos, espantándolas despavoridas.
—Me alegra verlo de nuevo, señor.—dijo ella, mientras se incorporaba, aún sorprendida por el golpe. —. Ha llegado como enviado del Cielo.
—Algo me dijo que debía venir hace dos noches, después de la meditación.
Vestía una sencilla túnica oscura, y viajaba a lomos de un caballo café robusto como los troncos de los pocos árboles que ahora los rodeaban. Las dos monturas se dedicaron a pastar buena parte del día, mientras maestro y acólita encendían una fogata y se alimentaban de la carne que él traía consigo.
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—Todo esto es muy extraño, señor.—dijo ella.—. Hace tres lunas el terreno era yermo como la piel de un anciano, y ahora resulta que un bosque ha surgido de manera repentina.
—También he notado ese pequeño detalle.— respondió él, mientras movía el paso en el que había ensartado un pedazo de lomo.— A pesar de todo me alegra que hayas demostrado tu compromiso con la misión, y hayas continuado.
—Gracias señor, sentí que no había otra chance. Li y Henna han abandonado la frontera norte a cientos de leguas. No vi por qué debía retroceder. Aún así, ha estado a punto de costarme la vida.
El hombre meditó las palabras mientras observaba la carne asarse con sus ojos rasgados .
—Haberte perdido habría sido una auténtica catástrofe. Tu entrenamiento ha sido arduo, y tus habilidades son poco comunes, en especial en una sola guerrera.
—¿Qué hay de tus bestias?—dijo después masticar el primer trozo.
—Aún puedo poseer a Ju, aunque sólo a ratos. De Azuru he perdido total contacto, lo que me tiene consternada. No sé si sucumbió a las alturas, o si los intrusos ahora la controlan.—dijo ella, mientras probaba su propia carne de conejo.—Es otra de las razones por las que he decidido avanzar. Tengo que recuperarla.
Varios pumas intentaron atacarlos mientras comían, pero el camello los alertaba con fuertes ronquidos.
—Tendremos que seguir avanzando, Mahía.—dijo al final su maestro, mientras se incorporaba.—Este lugar no parece querernos.
Después de que los dos hubieron montado y recogido sus pocas pertenencias, él volvió a dirigirse a ella, esta vez hablando con la voz más baja para evitar nuevos ataques innecesarios.
—Puedes poseer a Ju mientras cabalgamos. No nos vendría nada mal saber qué está ocurriendo al otro lado de la cordillera.
Tomó el cuerpo del ave, que en ese momento estaba en lo alto de una rama sin hojas y comenzó a sobrevolar las escarpadas cumbres para observar.
Esta vez no le costó mucho pronto dar con el rastro de los intrusos de cabello rubio.
Manteniendo al ave a una altura prudente comenzó a ver varias fogatas a lo largo y ancho del camino que descendía hacia el valle de Mei, hacía su propio templo.
—Son demasiados. —le dijo al maestro Rumu en un susurro. Casi podía ver su propio rostro lleno de consternación. —. Al principio sólo veía pequeñas fogatas muy esporádicas al lado del camino, pero ahora hay decenas. Creo que viene hacia nosotros un auténtico ejército.
El guerrero veterano permaneció en silencio, mientras seguía cabalgando. Mahía casi pudo leer su pensamiento.
«Está consternado porque justo estamos en la parte opuesta de la sierra, donde menos podremos hacer nada al respecto, tanto si permanecen en la cordillera como si llegan al Templo y lo saquean.»
—No tendremos más remedio que seguir avanzando.— dijo al final.
Al cabo de un par de horas de avance llegaron al borde de un lago humeante. Era ancho y a lo lejos ya alcanzaban a divisar los picos de las cumbres.
Se ubicaron en medio de dos rocas escarpadas que les ofrecían cierta seguridad, mientras las monturas saciaban su sed en las orillas. El maestro Rumu dibujó sobre la tierra un rústico mapa del territorio que habían recorrido, y lo comparó con un mapa más sofisticado de las cumbres hacia las que se dirigían.
—Ya estamos llegando a los picos, por lo que pronto podremos escoger alguno de estos tres caminos para descender de nuevo hacia el valle y con algo de suerte tomar por la espalda a los intrusos de cabellos rubios.—señaló con la punta de madera de su bastón cada uno de los tres lugares.—¿En cuál has visto más fuegos y rastros de campamentos?
—En todos, señor.
El duró un rato pensando, mientras poco a poco la niebla cubría su improvisado campamento.
—En ese caso, puede que los forasteros sean más listos de lo que pensamos. No es muy probable que puedan moverse con tanta facilidad por un terreno tan agreste y que encima no conocen muy bien. No hay duda de que nos quieren confundir usando magia ilusoria.—dijo, mientras no quitaba la vista de los mapas.— De hecho, puede que hasta el bosque que hemos cruzado no se trate más de una mera ilusión.
Mahía quedó perpleja.
—¿Una ilusión? Pero… ¿y las fieras, señor?
—Espejismos. ¿No has notado que el terreno poco a poco está cambiando a uno más familiar? Es probable que en sus filas tengan magos habilísimos que pueden alterar nuestra percepción. No hay forma de saber si nos enfrentamos a un gran ejército, o a una pequeña compañía. Me temo que no tenemos más remedio que seguir avanzando y rezar por que podamos tomarlos por sorpresa antes que ellos a nosotros.
Después de cenar con sigilo ella intentó reconectar su mente con la de la pantera Azuru, pero no lo consiguió.
Sin embargo, cuando estaba a punto de quedarse dormida en medio de la oscuridad y de las cobijas que el maestro Rumu había traído consigo, dentro de la improvisada carpa que habían colocado para protegerse del viento, una voz familiar llegó a su mente.
«Mahía, puedes escucharme, soy Li.»
El corazón de la exploradora se llenó de regocijo al escuchar la voz de su compañera.
«Si, puedo escucharte, hermana. ¿Por qué has tardado tanto en contactarme? Están ocurriendo cosas muy extrañas».
«Lo lamento. Hemos tenido que desviarnos las fronteras de Rihing, ya que el camino principal estaba bloqueado por un ejército juzaita. Ya nos hemos encaminado de nuevo hacia la campiña, pero tardaremos unas cuantas jornadas ¿Cómo va tu misión? ¿Has podido saber más acerca de los intrusos?»
«Todavía no hemos divisado a los forasteros. Una misteriosa selva ha surgido en medio de las escarpadas cumbres. En este momento nos encontramos en la parte más remota y alejada de Nungah, cerca a los límites sin cartografiar. No tarden, necesitamos su ayuda.»
«No te preocupes, hermana. Estamos haciendo marchas forzadas y cambiando de caballos en cada villa. Pero el terreno que nos queda para llegar al Templo es vasto. Con algo de suerte, el Cielo nos ayudará a encontrarnos en el momento preciso. Mantén la fe.»
Esa noche durmió mal, temerosa de la extraña magia de los forasteros.
Los primeros rayos del día comenzaron a proyectarse penetrando la niebla alrededor del lago como un centenar de flechas, cuando Mahía y el maestro Rumu despertaron prestos para seguir su travesía.
Ella habló con la seguridad de una exploradora experimentada.
—Señor, estoy segura de que no nos enfrentamos a un ejército, sino a un pequeño grupo de hombres, misteriosos como la muerte, pero poco numeroso. Será mejor que nos demos prisa. Con algo de suerte podremos cazarlos antes de que alcancen el valle. De ese modo recuperaré a mi pantera y los podremos castigar por el engaño en el que nos han sumido.
Él la miró por un buen rato con sus ojos rasgados, y luego sonrió con ligereza.
—Así será, hija mía.