El maestro Rumu estaba sobre el estanque de peces, levitando a pocos palmos de este en medio del jardín, rodeado de lotos, cerezos y bambúes.
Era un hombre bajo y fornido, con una barba entrecana que cubría solo su mentón. Tenía los ojos cerrados y las piernas cruzadas, pero Mahía sabía que no dormía. Se habría despertado varios minutos antes, cuando la sintió venir.
Abrió sus ojos rasgados con parafernalia y saludó a Mahía. Luego descendió del aire con la elegancia de un gato para pararse al lado de su discípula, mientras se movieron pequeñas ondas sobre la superficie del estanque.
—Hoy te has levantado mucho antes de lo habitual, hija. —le dijo, con la misma tranquilidad con la que le habría pedido un poco de té.—Aunque a juzgar por tus ojeras, no has descansado. Recuerda que hoy celebraremos tu ritual de ascensión, por lo que debes estar tan lúcida como puedas. ¿Es que has tenido una pesadilla?
—No señor, algo peor que eso… pero creo que lo mejor será que salgamos para hablar de ello.
El veterano la miró con perspicacia. Aunque tenía una túnica ancha que lo hacía parecer un hombre corriente, ella sabía que debajo había unos brazos musculosos y el pecho de un toro. Con sus habilidades podría doblegar a cualquier guerrero de la región que lo superara en estatura, pero su aspecto casi era tierno.
En poco tiempo, estuvieron dando un paseo por la tranquila vereda en la que estaba el templo, rodeado solo por algunas casas pequeñas de madera alrededor del edificio.
Varias cercas contenían rebaños de ovejas, cabras y vacas, que pastaban y observaban a los dos hombres, maestro y alumna, con indiferencia.
—Muy bien, hija. Aquí es poco probable que nadie nos escuche. Puedes decirme lo que te perturbó del sueño.
—Fuego, maestro Rumu. En las montañas. Pero no un fuego cualquiera, producido por un incendio o una chispa. He divisado a través de los ojos de Akuru una fogata en las cumbres de Nungah.
El monje guerrero permaneció en silencio por un instante que a la mujer le pareció infinito. En otro tiempo la habría bombardeado con un sinfín de preguntas, pero se limitó a hacer una.
—¿Sabes lo que eso significa, verdad?—le dijo, mientras pasaban por las barracas donde dormían los elefantes, caminando con tranquilidad y respirando el aire sereno de la madrugada.
Ella se tomó también su tiempo para responder.
—La profecía.
—En efecto, la profecía.
Mientras seguían caminando en silencio, Mahía reflexionó en el vaticinio que se repetía una y otra vez en el Libro de los Cielos Cambiantes.
En él se hablaba que en el momento más convulso del reino de Jognun llegaría un enemigo externo por el lugar menos pensado.
«Las cordilleras de Nungah». —pensó ella, observando los escarpados montes que se alzaban sólo a pocas leguas de la vereda donde estaba el Templo de la Montaña, la orden a la que pertenecía desde que era una niña.—Un lugar del que nunca han venido más que animales salvajes, como gatos montañeses y cabras.
Con una ligera punzada de temor en el pecho pensó en el libro sagrado de nuevo, y que en él se mencionaba una y otra vez que lo único fijo en el mundo era el cambio. Las cordilleras nunca habían sido franqueadas por hombres desde el sur. Pero aquella fogata que con toda seguridad había visto a través de los ojos de su pantera, eran el indicio de un cambio.
Mientras el sol poco a poco se empezaba a alzar a través del oriente, justo en la otra dirección de la cadena de montañas, Mahía y su maestro bordearon el lago Sazik, que le proveía de alimento y bebida al templo y su aldea desde varios siglos atrás, cuando se había levantado en las Épocas del Emperador Dorado.
La mujer observó su reflejo en el agua, mientras su maestro seguía caminando en silencio con las manos en su espalda. Ya era una mujer adulta, que había sobrepasado los veinte. Su cuerpo delgado pero esbelto a causa de años de entrenamiento lucía armonioso en el reflejo del amanecer.
Su piel era blanca como la leche de cabra, aunque sus cachetes eran ligeramente rojizos, seguramente por años tomando el sol en las alturas de la cordillera, a la que ascendía de forma periódica para patrullar con sus voraces ojos rasgados. Rumu, el bajo y musculoso veterano, le había enseñado el arte de la exploración desde que era una acólita.
—Tu cuerpo es ideal para la exploración.—. Le había dicho, cuando era casi una niña. —. Eres delgada y tienes una energía envidiable. A partir de hoy aprenderás a moverte en la naturaleza con velocidad y sigilo.
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Desde entonces había aprendido a cabalgar en caballo y camello montañés, sobre todo en este último, ya que era la montura que mejor se adaptaba a los escarpados y empinados caminos de la cordillera.
—Quiero montar elefantes, maestro. —le había dicho un día al hombretón que ahora caminaba frente a ella en silencio, cuando rondaba los diez años, pero su maestro fue implacable.
—Un hombre y una mujer tienen tiempo limitado para aprender sus disciplinas. Ya he escogido para ti dominar monturas más pequeñas, así como el manejo de algunas armas. Si comienzo a enseñarte cómo manejar un elefante de guerra, pasarán años antes de que lo hagas de forma adecuada, y descuidarás tus otras habilidades. Lo mejor será dejar eso para otros de tus compañeros y compañeras. Tú serás útil para el templo y para el reino perfeccionando sus artes de exploración en monturas más ligeras.
Aún así, nunca había dejado de sentirse fascinada por los enormes paquidermos, y solía pasar su tiempo libre alimentándolos con hojas de bambú, y acariciando sus largas trompas.
—Será mejor que vayas ahora mismo a la cordillera. —dijo finalmente el Sado, después de un buen rato caminando en silencio. Ya habían dejado el lago y ahora se acercaban al establo de los camellos, donde estaría su montura esperándola para su repentina misión. Los barracones se ubicaban cerca del bosque oriental, por donde el camino discurría hacia la campiña de Mei.
—Pero señor, tenemos el ritual…llevó meses esperándolo. —dijo ella, con la voz en un hilo.
—Encontraré el modo de aplazarlo, hija mía. Esto es mucho más importante.
Tras decir esto ingresó en el establo, donde algunos camellos dormían mientras otros comían heno, con indiferencia a los recién llegados.
Al fondo un jovencito con la cabeza afeitada se desperezaba. En cuanto vio al maestro y a la exploradora, abrió los ojos como platos e hizo una reverencia.
—Gran maestro Rumu, exploradora Mahía. Es un placer verlos…tan temprano en la mañana.
Por la cara que puso el joven, ella supo que había percibido su preocupación de inmediato.
—Hola, Hang. —dijo el hombre, aún con las manos en su espalda. —. Alista la montura más veloz que tengas. En un rato volveremos por ella, para que la exploradora Shina Mahía pueda usarla antes que el sol se siga alzando.
—Sí, mi señor.
Después de salir del establo, el veterano maestro del templo condujo a la chica hacia el bosque, a un claro donde hermosos cerezos comenzaban a mudar sus hojas.
—Muy bien hija, sé que no has dormido bien, pero las circunstancias son apremiantes. Intenta observar el lugar en el que has visto la fogata con tu ave exploradora. Pero no gastes demasiada energía en ello. Después necesito que te comuniques con las otras exploradoras para que vengan cuanto antes, y luego empezarás el ascenso.
Mahía se sintió abrumada, mientras observaba el claro, ideal para establecer comunicación telepática.
—Pero señor, ellas están al otro lado del reino en misiones de reconocimiento. Va a ser muy difícil que estén aquí antes de la siguiente luna.
Él hombretón meditó las palabras de la chica por un rato, pero al final habló con su tranquilidad habitual.
—En efecto, por esurgente que las llames. Henna y Li también son rápidas como el viento, y podrán alcanzarte en lo alto de la cordillera cuando menos te lo imagines. Necesitaremos a tantas exploradoras como sea posible, ahora que no estamos seguro de la inexpugnabilidad de Nungah.—El hombre volvió a mirar hacia el claro, mientras su sombrero de mimbre cubría sus ojos negros y rasgados del los rayos del sol.—Pero antes debes observar el área, tanto desde tus bestias, y luego sí invocar a las exploradoras. Mientras tanto, regresaré para asegurarme de que se aliste tu montura y tus armas. Una vez vayas al templo, intenta salir con el mayor sigilo posible, por el camino secundario de la vereda, y comienza tu ascenso cuanto antes. Debes llegar tan pronto como sea posible a las cumbres del cielo, y ver qué está ocurriendo. Buena suerte hija mía.
Tras terminar, el veterano líder del templo comenzó a correr, y desapareció entre los árboles. Una vez que el Sado daba una orden, no había mucho más que decir. Mahía se puso manos a la obra. Con toda la concentración que pudo comenzó a meditar hasta que encontró la mente de su águila, Ju, y la poseyó.
El ave estaba en uno de los nidos calentando tres enormes huevos. Observó las iluminadas cumbres nubosas de Nungah, y los caminos anchos de las mesetas.
Voló con prisa hacia la región en la que había observado la fogata. No tardó mucho en encontrarla. Desde lo alto pudo ver los claros indicios de una fogata apagada recientemente, con varias cenizas y residuos de madera carbonizada al lado de unos pinos silenciosos.
«Maldición. —pensó. —. Esto no es bueno.»
Siguió sobrevolando desde lo alto el camino que conducía hacia el nororiente, y en poco tiempo los vio. Eran seres extraños, que nunca había visto antes.
Descendió con el águila, y de la forma más sigilosa que pudo se ubicó en una de las cumbres, para verlos mejor.
«Son al menos ocho, solo dos hombres, y el resto mujeres.»
Sus cabellos eran rubios y vestían andrajos, ropas verdes y negras en su mayoría que tenían síntomas de no haber sido lavadas en años. Su aspecto era famélico, lo que se podía denotar en su delgadez y en sus ojeras.
Pero son guerreros, pensó, sobre saltada. Los hombres llevaban colgada en sus espaldas una espada larga y una lanza, y las mujeres arcos y cetros.
Una de las arqueras divisó el águila. En cuanto la vió, sacó con la celeridad del viento una flecha de su carcaj, y apuntó al ave, pero Mahía la hizo volar lejos. Aún así el proyectil pasó peligrosamente cerca de su animal.
«Eso estuvo cerca. —pensó con el corazón en un puño. Sin su águila perdería mucha visión, y tardaría varios años en entrenar a otra ave adulta para otear las cumbres. —. Debo darme prisa.»
Después de dejar el águila en su nido, retornó a su cuerpo, y agradeció que su señor ya estuviera preparando el viaje. La situación de verdad era apremiante.
Se concentró lo máximo que pudo para poder comunicarse con sus aliadas. Tardó al menos veinte minutos pensando en Li antes de poder comunicarse con ella. No era fácil entablar telepatía cuando la otra parte esta estaba tan lejos, en el otro extremo del reino.
«Li, ¿me escuchas? Te necesito aquí, en lo alto de la cordillera, junto a Henna. Lleguen como el viento. Es un asunto serio. Transmite el mensaje también a Chah, necesitaremos tanta ayuda como sea posible. Buena suerte. »
En cuanto terminó de transmitir las frases se sintió exhausta, como si hubiera entrenado con la espada por horas y tuvo que recostarse sobre el prado del claro en el que se hallaba por al menos diez minutos más, antes de poderse levantar. Aún así, supo que el mensaje había sido recibido.
Li, otra exploradora un poco más joven que Mahía era una mujer de ojos rasgados y piel morena; hábil con el arco y las dagas. Solía ser muy sonriente, y por ello le caía mejor que Henna, aunque esta última era quien llevaba las riendas de la pareja. Solo era un año mayor, de piel blanca como la de la propia Mahía y un poco más voluptuosa que su compañera; letal con las dos espadas que cargaba cruzadas en su espalda. Ambas eran tan buenas jinetes y cambiapieles como ella.
La otra mujer a la que se había referido el maestro, Chah, trabajaba sola y se especializaba más en la magia oscura que en las armas de daño físico. Estaría a varias leguas de sus otras compañeras pero sería tan útil en la defensa del templo como las demás, si era que conseguía llegar a tiempo.
«Por favor no tarden, hermanas. —pensó, sentándose en medio de las orquídeas que imperaban en el claro. —. La profecía está aquí, y es tan real como la guerra al otro lado de las fronteras.»
En cuanto se pudo incorporar de nuevo se dirigió a toda prisa al establo por su camello. Tenía un largo camino por recorrer.