La ceremonia fue más hermosa de lo que había esperado. Se celebró en la sala principal del Templo, con las estatuas de los antiguos guerreros como espectadores silenciosos.
Entre ellas los acólitos y demás exploradores y magos observaban envueltos en túnicas de mangas anchas de seda y lino.
Mahía nunca se había sentido tan feliz. Como indicaba el ritual, vestía toda de negro, y a diferencia de los demás, su jubón y pantalones iban pegados al cuerpo, salvo por las mangas en las muñecas, que eran anchas.
El maestro Rumu, quien usualmente vestía de forma austera, ese día lucía imponente con una vesta mitad negra y mitad dorada, que tenía bordado un dragón de oro sobre su pecho fornido, y su sombrero cónico de plata y con ornamentos también de oro que lo identificaba como el máximo líder del Templo.
En cuanto la chica se arrodilló frente a él, colocó su báculo de oro en cada uno de sus hombros con parsimonia.
—A partir de hoy, Mahía Taksi, harás parte de la Orden de Élite de los Exploradores Templarios. Tus ojos serán los del pueblo llano y el de los guerreros, encargados de mantener a raya nuestros enemigos, visibles e invisibles, y actuarás de modo que le convenga al Estado de Jognun, por encima de tus propios intereses.
—Así será, maestro Rumu.
Aunque duró varias horas, la ceremonia pasó en un abrir y cerrar de ojos para ella. Cuando era una pequeña acólita y otros exploradores eran ascendidos, recordaba bostezar de aburrimiento durante las palabras del maestro. Pero ahora que había llegado su turno se sentía exaltada.
Después del ritual los comedores se llenaron con todo tipo de platos, que iban desde arroz con carne de cabra y vegetales, hasta sopas con fideos y setas.
El vino no faltó, aunque en proporciones pequeñas, ya que ni siquiera en medio de una celebración como aquella era conveniente que los ojos del Templo dejaran de vigilar las fronteras, y menos con los elfos encerrados en lo profundo de las mazmorras. Si bien estaban custodiados por guardias experimentados y hechizos tan antiguos como las épocas del Emperador Amarillo, no se conocía el límite de sus poderes.
Después de varias bromas en la mesa principal, en la que la homenajeada y el maestro cenaban junto a los demás exploradores de élite, el tema giró hacía qué se debía hacer con los cautivos.
—En las lejanas montañas nevadas al norte de Li Ba, en el otro extremo de los Tres Reinos, las mermadas tribus de los Yuk, cazadores y pescadores de las nieves, aniquilan a cualquier oso de garras heladas que se acerca demasiado a sus aldeas sin dudar.—dijo Sheemu, un veterano explorador que había llegado la noche anterior, pocas horas antes que Mahía y los demás. Su cabello llegaba hasta los hombros, y era mitad oscuro, mitad cano. Se jactaba de haber viajado por casi todos los rincones de los Tres Reinos y sus alrededores. — Puede parecer algo cruel, pero los Yuk son gente noble, y lo hacen con un propósito altruista: evitar que más familias de osos estén en pocas semanas en sus aldeas, y tengan que aniquilarlos. Por tanto, sólo se encargan del inquieto explorador. Aunque pueda parecer descorazonado, es lo que se debe hacer con los elfos.
El silencio se hizo evidente en la mesa, a pesar del bullicio de las demás mesas y los instrumentos de los músicos.
Li, que ese día lucía hermosa con una túnica blanca como las nubes de verano, que hacían aún más hermoso su rostro moreno, no estuvo de acuerdo con su colega en absoluto.
—Aunque no deja de tener lógica lo que has dicho, las circunstancias no son iguales. Recuerda que estamos en medio de una guerra, en la que tenemos que usar todas las armas a nuestra disposición. Esta vez los recién llegados no son bestias salvajes con las que no se puede lidiar.—dijo, mientras daba un sorbo de su copa de vino, con sus penetrantes ojos negros y rasgados mirando a todos los presentes.—Se trata de elfos, seres que cuentan con poderes mágicos. Están tan desamparados como una manada de cachorros. Si los ayudamos, y los hacemos parte de nuestra causa, pueden resultar muy útiles contra el poder opresor de Juzai.
—Mañana decidiremos qué hacer con los elfos.—dijo el maestro Rumu, irrumpiendo con su voz gruesa.—Por el momento los mantendremos vivos, aunque tan débiles como podamos, para que no representen una amenaza. Por ahora disfrutemos del momento. Una de nuestras acólitas se ha convertido en una exploradora de élite, gracias a sus habilidades especiales. No dejemos que la ocasión pase desapercibida por los planes que haremos a futuro. Es evidente que una sombra oscura se cierne sobre nosotros desde muchas direcciones, pero estoy seguro que con nuestra pericia y la sabiduría del Libro de los Cielos Cambiantes haremos frente a los problemas a su debido momento.
De modo que continuaron bebiendo con tanto ánimo hasta bien entrada la noche. Después de bailar por varias horas con sus compañeras y compañeros por igual, Mahía decidió que estaba agotada, y como una sombra desapareció del salón principal sin ser vista, aprovechando la distracción de los otros.
Salió a la noche serena y se dirigió a los establos, donde Akuru la estaba esperando detrás de uno de los barracones de madera.
La había controlado para que llegara allí cuando todavía cenaba con los demás.
Recordó cuánto le había costado la primera vez que había poseído a la criatura, cuando apenas era una cachorra. Tenía que pasar horas sentada en un lugar silencioso y tranquilo para poder entrar en la mente de la felina por pocos instantes. Pero no había nada que no superara la práctica constante y disciplinada, y ahora podía dedicarse a otras labores con su cuerpo humano mientras cazaba y exploraba con su pantera al unísono.
En cuanto la vio, Akuro se arrojó sobre ella en tono juguetón, y la hizo caer sobre la tierra arruinando su vestido ceremonial.
No le importó. Mahía se reía como una niña pequeña cada vez que se encontraba con su mascota de exploración, y se retorcía en el suelo como si fuera su hermana natural.
En cierto modo lo era. Aunque se consideraba una humana en toda regla, era innegable que una parte de ella era felina, debido a tantas posesiones sobre Akuru a lo largo de los años. Lo mismo podía decirse de su águila, Ju, que en ese momento estaba llegando hasta ella, después de volar por varias horas alrededor del Templo.
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El ave se posó en una rama cercana y con su pico largo comenzó a rascar su pecho blanco, mientras observaba por momentos a su ama manteniendo una distancia prudente de la pantera.
«Mis pequeñas. —pensó ella, con ternura. Ese día sin duda era uno de los más felices de su vida. Había alcanzado el penúltimo rango de mayor importancia en el Templo, solo uno por debajo del de Rumu, y ahora estaba junto a sus mascotas exploradoras, jugueteando como una infante. — Espero que vivan por muchos años más, y puedan ayudarme a librar esta guerra infinita.»
Un escalofrío recorrió su cuerpo mientras Akuru lamía su cara. Había perdido contacto con los dos animales mientras los elfos vagaban con libertad por la cordillera, y recuperó el control cuando estos habían sido encerrados y privados de sus poderes mágicos.
Sin duda tenían que ver con lo ocurrido, así como con la extraña aparición de la selva en lo alto de las cordilleras.
Sintió el impulso de ir ella misma con su espada y matar a los elfos, para nunca volver a correr el riesgo de perder contacto con sus mascotas.
«No. Soy una exploradora, no una asesina. Mis habilidades deben ser usadas para ayudar a mi pueblo, pero eso no quiere decir que deba acabar con un grupo de seres indefensos. Mis verdaderos enemigos están al otro lado del reino, más allá de sus fronteras: los tiranos de Juzai y sus implacables soldados acorazados. Ellos sí que no temen acabar con los desvalidos. Contra ellos debe ir dirigida mi ira. La ira del Templo»
Siguió jugando por un buen rato con Akuru para tranquilizarse, cuando una voz resonó en su mente.
«Hermana, ¿puedes oírme? Soy Chah. Espero que me puedas escuchar. Llevo varias horas intentando entablar comunicación.»
Mahía se levantó a toda prisa, y se dirigió hacia el campo cercano a las arboledas, para que el bullicio del banquete no le impidiera escuchar a su compañera.
«Si puedo escucharte, hermana.»
«Qué alivio. Pensé que tal vez el vino podría cortar nuestra comunicación. Me alegro mucho que ya hayas ascendido al nivel de élite del Templo. Estoy segura que eres consciente de la responsabilidad que esto conlleva, y ya estás más que preparada.»
Mahía se alegró por las palabras de su compañera. La admiraba como al propio Rumu, ya que no sólo era muy hermosa y sabía usar dicha ventaja a su favor en un mundo regido por hombres, sino que era increíblemente hábil y poderosa. Sus hechizos convertían en polvo a los soldados enemigos.
«Gracias, Chah. Esperaba que pudieras venir. Espero poder verte pronto, las cosas se están empezando a complicar.»
«En efecto.—la voz de la maga sonaba profunda en su mente, como eco en medio de las montañas.—Son tiempos oscuros, y a parte de las huestes de Juzai, los pescadores y campesinos hablan de otras criaturas mágicas y macabras que están causando estragos a lo largo de los Tres Reinos…pero no estamos para esas cosas en este momento. Quería contarte sobre lo increíble del lugar en el que estoy, para despejar un poco tu mente de las malas noticias, a las que tarde o temprano tendremos que hacer frente. Se trata de un poblado en medio del mar. Tal como lo oyes, no una isla o un islote, ¡un pueblo de humanos que vive casi todo el día bajo las aguas!—la voz de la chica denotaba emoción, y Mahía casi podía sentir como si estuviera ahí con ella, hablando en medio de los árboles.—Esta gente puede aguantar la respiración bajo el agua por muchas horas, y sus casas están ancladas al mar, como las casas de los árboles que conocimos en el pueblo del bosque de Nee, en el norte. Tienen crías de peces como nosotros de vacas y ovejas, y buscan a las anguilas y a los tiburones con la misma saña que nosotros buscaríamos a un lobo que amenaza nuestro rebaño. Es increíble.»
«Suena genial, me encantaría estar allí contigo. Pero estoy segura que ya has escuchado sobre la llegada de los extraños elfos desde el sur, a través de las cordilleras. Me gustaría saber tu opinión al respecto. ¿Qué debemos hacer con ellos? El maestro aún no decide si incorporarlos al Templo, arriesgándose a que ejerzan sus poderes sobre nosotros, o liquidarlos sin miramientos».
La mujer duró un rato en responder.
«Ya sabes lo que pienso. Aunque he tenido que liquidar a muchos hombres en mi vida, se trata de gente poderosa, que normalmente va envuelta en sendas armaduras, o de hombres poderosos que controlan a muchas personas desde sus castillos. Pero provengo de un poblado humilde de casas anaranjadas en uno de los rincones del reino, donde todos somos campesinos o leñadores, como mi padre. No está en nuestra sangre matar a gente inocente. Según tengo entendido, han llegado en condición de méndigos, y huyendo de sus propias tragedias. Pienso que debemos darles una oportunidad. Además, ya sabes acerca de la profecía. Desde el sur, llegará un guerrero que nos ayudará en los tiempos más aciagos. Parece que eso se está cumpliendo. En fin hermana. Creo que es hora de irme. Necesito guardar energía para mi siguiente aventura. Espero verte pronto.»
Y así, de manera tan repentina como había llegado la voz de Chah, desapareció dejando a Mahía sóla, en medio de los árboles, sumida en sus pensamientos.
Pensó que la maga tenía razón. Los elfos no merecían morir. Al menos no como los osos que llegaban a los poblados de Yuk a los que había hecho mención Sheemu. Si bien podían ser mucho más peligrosos que dichas bestias, también podían resultar muy útiles como aliados.
Ahora que tenían a unos cuantos a su disposición, lo mejor era interrogarlos hasta decidir si estaban dispuestos a cooperar.
Así se lo dijo al día siguiente al maestro Rumu, que de nuevo estaba envuelto en una túnica oscura y sencilla, meditando sobre el estanque de su habitación.
—Así se hará, hija.—respondió él, con sus ojos cerrados y la voz pausada.—A partir de hoy tú y Li podrán comenzar a conocer a estos extraños. Pero será mejor que lo hagan con prisa.—dijo, esta vez abriendo sus ojos. En cuanto Mahía vio sus pupilas oscuras, supo que algo no iba bien.—El ejército más grande hasta ahora visto, ha cruzado las fronteras al norte. Los juzaitas han lanzado una invasión definitiva.
Después de escuchar esto, Mahía se dirigió al claro en el que solía meditar en las arboledas, cerca al lugar donde había hablado con Chah la noche anterior.
Después de enviar a la pantera a cazar de nuevo a lo saltos riscos de Nungah, en los bosques que para su sorpresa seguían invadiendo las escarpadas paredes montañosas, Mahía condujo a su águila hasta su regazo. La alimentó con granos un rato mientras se limitaba a acariciar su plumaje.
Aunque sentía más cariño por Akuru, admiraba a su ave. Era una cazadora tan sagaz como la pantera, además de poder volar y contar con una vista prodigiosa.
—Tendrás que hacer un largo viaje, hija mía.—le dijo al fin, sin dejar de acariciar su cuerpo frágil y hermoso.
Al fin, la hizo volar. Observó la campiña que se alzaba debajo, a través de los ojos del ave, poco a poco la hizo ir más alto, hasta que el terreno se convirtió como en un pequeño mapa.
Atravesó cadenas montañosas, innumerables ríos y lagos, así como bosques de todos los tamaños. Jognun, si bien era el más pequeño de los Tres Reinos, era vasto y contaba con todo tipo de terrenos, en especial colinas y sierras.
También se fijó en los poblados y las ciudades de los hombres. La primera en avistar, todavía al Sur, fue Linjing, una urbe grande en la que se conectaban tres caminos principales, así como dos afluentes, y que se caracterizaba por tener una torre enorme, la más grande de todo el país, con una cúpula dorada en la cima. Más allá, vio las ruinas de mármol de las Épocas doradas, en una remota esquina del bosque de Lotos, que amenazaba con devorar las ciudades abandonadas de lo que había sido un imperio hasta la llegada de los invasores del Oeste, ahora habitadas sólo por lobos salvajes y ocasionales bandas de bandidos, piratas de los caminos que las usaban como escondite.
Pronto llegó al norte. Mahía podía sentir el cansancio del ave en sus alas, pero continuó volando. El frío se hacía más intenso en el animal a medida que avanzaba hacia el norte, y ella casi lo podía percibir en su propio cuerpo.
Los ríos se hacían más escasos y remotos a medida que avanzaba, y los valles más amplios y anchos. Las ciudades también escaseaban, pero eran más grandes y pobladas que en el sur. Los caminos estaban llenos de patrullas de hombres acorazados y a caballo, que blandían todo tipo de armas. Unos años antes la animaga había hecho que su águila hiciera ese mismo viaje varias veces, mientras dibujaba mapas que el maestro le pedía, pero se tomaba varios días. Sabía que hacer ese viaje en una sola jornada era agotador para su ave, pero en esa ocasión no había otra alternativa.
Al final, cuando la noche comenzó a caer, lo vio. Cerca a la cordillera de Zuma, la otra frontera montañosa del país, un enorme ejército, de al menos veinte mil hombres, estaba acampando con parsimonia a orillas del río Jinpa. No tenían prisa, y avanzaban lento como un enorme bosque móvil de acero y piernas, inexorable hacia el sur.
«El maestro tiene razón.—pensó, volviendo a su cuerpo y dejando a la agotada ave descansar en un árbol remoto, al otro lado del reino.— Debemos comenzar a interrogar a los elfos cuanto antes. Y quiera el Cielo que estén dispuestos a cooperar con nosotros. De nada nos va a servir cortarles el cuello. No tenemos modo de hacer frente a un ejército tan grande ni de broma. Necesitaremos hasta al último hombre, elfo o criatura a nuestra disposición.»
Corrió hacia el edificio principal del Templo, directo hacia sus entrañas, hacia las mazmorras.