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La profecía 1.

El viento soplaba con fuerza, generando chillidos fantasmales que se filtraban entre los muros rocosos de los montes.

La felina podía escucharlos todos, aunque eran lejanos como el futuro. Se había pasado el día buscando presas, pero en un lugar tan remoto era una tarea ardua. Su pelaje café claro con pequeñas manchas blancas le permitía camuflarse en el terreno como si fuera parte de él. Cuando tenía la fortuna de ver pequeñas bandas de cabras escaladoras o rastrearlas gracias a su olfato prominente, esperaba con paciencia a que se acercaran donde estaba o iba hacia ellas con el mayor sigilo, esperando el momento adecuado.

Pero hoy no era su día de suerte. Se había pasado toda la noche y buena parte de la mañana caminando en medio de cumbres por las que pocos animales como ella y los camellos de las montañas, así como las cabras, podían hacerlo.

Pero el territorio era vasto y podían pasar días, e incluso semanas para que pudiera encontrar un ser vivo.

Siguió escalando. No se había convertido en una depredadora adulta dándose por vencida con facilidad.

A medida que ascendía el camino se hacía más empinado y traicionero, con rocas que se desprendían de las paredes rocosas con facilidad. Sus garras estaban bien adaptadas y siempre que daba un paso en falso, las otras tres le permitían aferrarse a los peñascos, salvándose.

En su vida había caído un par de veces pero por fortuna habían sido descensos menores. Una vez fue cazando a un macho cabrío cuyos cuernos debían ser la envidia de toda su manada. La presa se había descuidado intentando arrancar de las paredes rocosas un brote de hierba. Ella aprovechó el ensimismamiento del cabrón para caer sobre él, pero contrario a lo que pensó el animal dio pelea. Sus poderosos cuernos estuvieron a punto de atravesar sus patas en medio del forcejeo, y al final la propia felina había resuelto que lo mejor era que ambos cayeran al vacío antes de perder una de sus extremidades.

La caída fue amplia pero por alguna razón los dioses decidieron que lo mejor era que ella siguiera con vida. El cabro cayó primero, muriendo al instante y sirviendo de amortiguador para la felina. Duró coja un par de semanas, pero con el festín que se había dado pronto se recuperó.

Otra vez cayó de noche, pero una abertura rocosa le permitió aferrarse con sus garras salvándose de una muerte segura. La suerte siempre le había sonreído, pero ahora parecía abandonarla.

Llevaba varios días sin probar alimento. Podía ir a donde los humanos, pero por alguna razón no se sentía a gusto. Una mujer la había criado y verla le alegraba el corazón, pero su lugar estaba allí en los altos riscos, en medio de las escarpadas cumbres heladas donde vagaba con total libertad buscando presas y lugares para aparearse.

En ese momento su estómago rugía con furia y el ascenso demandaba mucha de la energía que había conservado con tanto recelo.

«Pero no tengo otra opción.—pensó el animal mientras evitaba una roca que caía de las alturas. La esquivo con la elegancia de los felinos aunque varias esquirlas golpearon su rostro con suavidad. A pesar del riesgo las peñas traicioneras eran un mal menor. Lo que más la mortificaba eran los vendavales traicioneros, que rugían como un coro fantasmal.—Tengo que seguir subiendo, las presas están en lo alto. Por alguna extraña razón todas van hacia allá.»

Sus patas musculosas se siguieron aferrando al infinito muro escarpado que la llevaría a las alturas. Con el avance de la tarde el frío se hacía más intolerable incluso con su pelaje.

De repente una ráfaga de viento con olor de presas roció su nariz, y el deseo impregnó cada uno de sus músculos.

«Camellos de las alturas. —. Pensó, mientras su boca se llenaba de saliva. —. Muchos, una manada. Debo seguir subiendo.»

Después de varias horas de ascenso al fin llegó a la cumbre, a una meseta donde no había más riesgo de caídas. Descansó por varios minutos al lado de un tronco sin hojas respirando con fuertes horcadas al lado de un enorme árbol sin hojas que se paraba como un centinela silencioso en las alturas.

No había ni rastro en el aire de otros felinos, en especial los machos que también seguían las manadas. Pero el olor a camello montañés era indistinguible.

«Debo darme prisa o mi oportunidad pasará.» Había llegado demasiado lejos y se estaba quedando sin energía. O cazaba o moría. Ya no tenía fuerzas para regresar a la villa humana ni a la guarida donde descansaban sus crías.

Avanzó con sigilo a través de amplias planicies heladas y escarpadas que poco a poco se llenaban de pasto en el suelo.

Cuando la noche estaba cerca los vio. No se trataba de una manada, pero eran una gran familia. Había pequeños y grandes, hembras y machos: orgullosos camellos de pelaje amarillento. Uno sólo que abatiera podría alimentarla por días junto a sus cachorros.

Se acercó con sigilo mientras calculaba. Los camellos estaban tranquilos, indiferentes al peligro. También eran escaladores sagaces y tenían fuerza para combatir con furia por su vida. Pero no habían desarrollado un olfato tan sofisticado como el de ella, lo que los condenaba. Estaban bebiendo en un pequeño lago.

«Sigilosa, como las aguas en calma.»

Avanzó lento y midiendo cada movimiento. Un paso en falso podría espantarlos y sin duda escaparían. Podrían pasar semanas antes de volver a ver a otra presa, tiempo con el que ya no contaba.

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La oscuridad que llegó después de que el cielo se pusiera de un morado profundo también era su aliada.

Entonces llegó su oportunidad. Un poderoso macho se rezagó del grupo. Lo ideal sería apuntar a las crías, pero estaban bien protegidas por los demás adultos. En su estado una batalla contra toda la familia era impensada.

La lucha sería cruenta, pensó, mientras seguía avanzando hacia su presa con la velocidad de un caracol. No había riesgo de caída ya que estaban lejos de cualquier precipicio, pero tampoco sería un asunto sencillo.

Los camellos montañeses eran presas, sí. No tenían modo de competir contra la fuerza de una pantera, pero no eran sencillos de abatir. Tenían alargados y poderosos cuellos que habían desarrollado precisamente para defenderse de las fieras.

Ella siguió avanzando con todo esto en mente. Su energía estaba casi agotada con el ascenso mientras aquel camello llevaba horas pastando y bebiendo, por lo que estaría intacto.

Cuando estuvo a suficiente distancia se lanzó con todas las fuerzas que sus patas le permitían. El ejemplar de piel gruesa y amarillenta se percató cuando era tarde. Su familia estaba muy lejos para ayudar. Comenzó a cabalgar hacia ellos pero la felina saltó sobre él en medio de la oscuridad y se aferró a su cuello, que empezó a mover de arriba hacia abajo como un árbol azotado por un huracán.

El combate había empezado. Ella se aferraba al largo cuello del camello con todas sus fuerzas. Su vida dependía de ello.

Sintió la piel del cuello en sus colmillos dura como un hueso. Aún así seguía aferrada mientras el poderoso macho lo movía de arriba a abajo con desesperación. En varias oportunidades estuvo a punto de enviarla a volar, pero su fuerza era superior.

Ya había abatido a presas similares vigorosas como aquella pero nunca en un estado tan débil. A esas alturas era una auténtica lucha de supervivencia.

Al final el camello cayó al suelo, exhausto.

Ella apretó aún más su mandíbula sobre el cuello del animal, que bramaba desesperado.

En poco tiempo llegaron los otros camellos, ejemplares grandes como el que acababa de derribar y contra los que no podría luchar en ese punto. Pero para entonces sus dientes habían hecho el trabajo sucio.

Aunque la atacaron con sus fuertes dentaduras, la felina era rápida y feroz, y se retiró por un momento de su presa esquivando a los otros dromedarios, que ofendidos le bramaban y amagaban, pero ella se retiraba a las sombras.

Su presa intentó levantarse pero estaba demasiado agotada, y la pérdida de sangre la seguía debilitando.

«Genial. —pensó ella, observando desde la periferia sobre una roca alzada en el terreno. Respiraba con furia, rendida. —Es cuestión de tiempo, ahora solo debo esperar.»

Aunque los otros camellos animaron una y otra vez a su compañero caído para que se levantara, era inútil. La herida era mortal. Ya nada podían hacer.

Al final desistieron, y se retiraron a proteger a sus crías de otro posible ataque.

«No habrá más ataques».—pensó ella, observando desde la roca el cuerpo de su presa agonizante, que chillaba con impotencia en medio de la oscuridad.

Al fin la gata de las montañas se acercó al camello, que todavía respiraba con dificultad. El animal intentó darle una mordida simbólica que esquivó con facilidad. Eran muchas las fieras que habían intentado morderla sin éxito en la cordillera, en especial víboras y otras serpientes taimadas que surgían de las sombras. Pero los felinos eran superiores en reflejos.

Con parsimonia clavó de nuevo sus fieros colmillos sobre la presa, acabando con su sufrimiento. Nunca había disfrutado tanto de una victoria.

Cuando comenzaba a dar los primeros bocados, un extraño olor llegó a su nariz.

Nunca lo había sentido en lo alto de las montañas. Era común en la aldea de los hombres donde su compañera vivía, en especial cuando iban a comer sus presas. Pero no allí arriba, en las cúspides de la cordillera. «Fuego.»

Con sus ojos empezó a absorber todo lo que ocurría, y entonces lo vio, en la distancia. Una columna de humo se alzaba hacia el cielo.

Había visto incendios en el piedemonte y en los valles, pero nunca allí arriba, donde apenas había vegetación. Sin duda era fuego artificial. Con su intuición llamó a su amiga humana.

«Despierta. Tienes que ver esto.»

De pronto, todo a su alrededor desapareció: la oscura meseta en la que había combatido, el pequeño estanque donde los camellos saciaban su sed, su presa muerta con la lengua afuera, su cuerpo medio desgarrado y la misteriosa columna de fuego que se alzaba a lo lejos en las montañas heladas.

Un cuarto sencillo con paredes de madera y papel se alzó a su alrededor, en medio de la oscuridad. Mahía todavía podía sentir el sabor de la piel del camello en su boca, lo que le despertó el apetito. Pero no podía pensar en eso. Algo andaba mal, lo sentía en el fondo de su mente.

Encendió una vela, y comprobó que al lado de su cama siguieran el sable, el arco corto, y el carcaj, con al menos diez flechas con cola de pluma.

«Nunca se sabe cuando podemos recibir un ataque sorpresa de nuestros enemigos, e incluso de nuestros aliados.» Solía decir el maestro Rumu.

Sin embargo, no era el caso. Con su frente perlada en sudor, recorrió el cuarto con su vela, como si el peligro fuera inminente.

Pero en la pequeña habitación imperaba la tranquilidad. El cuadro con glifos antiguos y exquisita caligrafía seguía en su sitio, así como su pequeño armario, la mesa de madera y las sillas sin espaldar donde solía tomar sus lecciones y meditar. Pasó por su espejo y por un momento se detuvo al creer que había visto un fantasma, pero solo se trataba de ella misma, con su piel blanca, su cabello lacio y negro que casi le llegaba hasta la cintura, y su túnica blanca de dormir que cubría casi todo su cuerpo.

A lo lejos podía escuchar a los grillos y otros insectos pululando en la oscuridad. Aún así, por alguna extraña razón, la tranquilidad no volvía. Su corazón seguía agitado, como si hubiera estado combatiendo.

Entonces, pensó en Akuru, su pantera de las montañas. Y de pronto los recuerdos llegaron a ella como una avalancha: el ascenso a la cordillera, la llegada de la noche, la lucha contra el camello, que su mascota salvaje ganó por un estrecho margen. Y el fuego. Había fuego en las cordilleras.

«Imposible.— Se dijo, sentándose en el borde de la cama, y colocando la vela sobre la mesa de noche.—Es imposible que haya exploradores en un lugar tan remoto y salvaje, en lo alto de los montes de Nungah.»

Reflexionando, mientras se calmaba con los recuerdos, Mahía pensó que se podía tratar de un incendio, pero al recordar la visión de su exploradora felina supo que se trataba de una hoguera encendida por hombres.

«No puede ser».

Se quitó la túnica a toda prisa. Ahora que sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad de la penumbra buscó sus pantalones y su túnica de exploradora, y se vistió a toda prisa. No tomó sus armas ya que ir a ver a su maestro con ellas podría considerarse una falta de respeto.

Con tanto sigilo como pudo salió de su cuarto dando pasos suaves sobre el suelo de madera, para así evitar que sus compañeros despertaran, y se dirigió al patio central donde su maestro estaría meditando.

Movió la puerta corrediza de papel de la forma más silenciosa que pudo, y vio el cielo nocturno. Todavía faltaban un par de horas para el amanecer.

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