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La emboscada.

Los encontraron cuando faltaban varias leguas para llegar a la villa. Eran tan solo un grupo de no más de quince individuos, pero todos misteriosos, de cabellos rubios y prendas extrañas. Mahía y el maestro Rumu los siguieron, siempre observándolos desde lejos. No eran tan ingenuos como para tratar de abordarlos siendo solo dos.

Se mantuvieron escondidos entre el terreno, como dos fieras que acechan a un rebaño.

Aun así los bárbaros eran astutos. Se movían con la ligereza de los zorros, tan rápido que era difícil seguirles el rastro. Sólo el conocimiento de aquel camino y los ojos cristalinos del águila que Mahía dominaba pudieron mantener el rastro.

—Están dejando muchas más fogatas de las que han usado, para que creamos que son más de lo que en verdad son.—dijo el maestro en voz baja mientras descansaban al lado del camino, y se alimentaban con frutos secos para evitar tener que encender fuego.—Estoy seguro que ya saben que los seguimos, pero por alguna extraña razón, presiento que no quieren que les perdamos la pista. O están desesperados por suministros, o quieren atraernos hacia una trampa. ¿Todavía te estás comunicando con Li y Henna?

—Sí, maestro. —respondió ella, en un susurro casi inaudible. — Pero me temo que todavía están a varias jornadas. Por el momento, será mejor que no intentemos nada, hasta que estén lo suficientemente cerca.

No tuvieron que esperar mucho más. Dos noches después, Li entabló comunicación con Mahía y sus palabras fueron sorprendentes.

«Ya estamos en el mismísimo Templo, hermana, ya pueden irse acercando. Si es verdad que ya han pasado el puente de Kana Jedo, los podremos abordar en el claro de Tukim».

Eso hicieron. Como los comerciantes que llegan al mercado el mismo día y a la misma hora que los compradores, aunque hayan salido a distintas horas de sus respectivas veredas, los cuatro guerreros se encontraron en el claro, y emboscaron a los intrusos.

Para su sorpresa los extraños seres de cabello rubio no opusieron la menor resistencia.

Se limitaron a arrojar sus armas al suelo y a levantar sus manos, mientras los rodeaban.

«Nos superan en número, y puede que en habilidades. —pensó Mahía, con su sable en guardia, mientras rodeaba al grupo junto a sus compañeros. —pero su aspecto es famélico. Deben estar a punto de morir.»

Lo supo no por sus ropajes andrajosos, sus capas rotas y llenas de salitre, sino por el aura que emanaban. Era tan débil como el de una roca.

De pronto, supo que una de ellas, una mujer de aspecto delgado podía entablar comunicación telepática, aunque sabrían los Cielos cómo lo hacía con tan poca energía.

«Venimos en paz. No queremos lastimar a nadie. —Mahía supo al instante cuál de ellas era, una chica delgada y de rostro hermoso pero afilado. Sus ojos mostraban la ternura de un cachorro que sólo pide clemencia. —. Estamos huyendo de nuestras tierras después de haber sido expulsados por unos hombres malvados, así como unas criaturas que no son propias de este mundo. Sólo queremos un poco de ayuda, y los dejaremos en paz. Somos elfos con habilidades especiales, todos cazadores y guerreros experimentados. Si nos salvan del hambre, usaremos dichas habilidades para su beneficio, sean quienes sean.»

Mahía no se atrevió a bajar su espada, y se limitó a mirar a sus dos compañeras y a su maestro. Ellas también habían escuchado la súplica mental de la bárbara. El maestro Rumu no dominaba la telepatía.

Seguía con su lanza austera en ristre cuando Mahía se dirigió a él.

—Sólo quieren un poco de ayuda, maestro.

—¿Entonces por qué se empeñaban en esconderse de nosotros?

Mahía entabló la pregunta en el plano telepático, y la elfa se encogió de hombros.

«No sabíamos quiénes eran. Bien podía tratarse de los mismos seres despiadados que nos venían persiguiendo desde el otro lado de la cordillera.»

Antes de que Mahía tradujera la respuesta al maestro Rumu, Li intervino con otra pregunta mental que ella alcanzó a escuchar. La exploradora lucía tan sagaz y hermosa como siempre, envuelta en su túnica de jade, y sostenía dos cuchillas en cada una de sus manos de manera amenazante, mientras fruncía el ceño.

«¿Cómo sabemos que no usarán sus “habilidades especiales” contra nosotros en cuanto bajemos la guardia?»

«Nuestra diosa, Arthewynn, castiga con severidad a los elfos que traicionan a quienes les ayudan, y más si se trata de extranjeros.»

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Después de que Mahía tradujera las respuestas al maestro, se produjo un silencio incómodo. Ella casi podía leer la mente de su maestro, que sopesaba qué hacer con aquel grupo de extraños que habían estado siguiendo.

Solía decir que un problema debía resolverse cuando todavía era pequeño. “Incluso el árbol más grande, que se debe abrazar con los brazos extendidos, alguna vez fue una simple semilla, es ahí cuando hay que atacar”.

Si acababan con los forasteros en ese momento podrían pasar décadas antes de volver a ver a otros.

Pero para su sorpresa accedió a ayudar.

—Muy bien, diles que los alimentaremos, pero los conduciremos atados y permanecerán en celdas hasta que estemos seguros que son de fiar.

Los ojos de la elfa que se había comunicado con ellos brillaron como dos estrellas verdes en cuanto escuchó el veredicto de sus emboscadores. Después de hablar en su lengua extraña con los demás, todos asintieron con fervor, y ofrecieron sus manos a los guerreros para ser atados. Fueron colocados en pequeños grupos detrás de las monturas de los cuatro guerreros del templo.

Les costó apenas un par de jornadas cubrir el descenso.

En cuanto Mahía vio a lo lejos los edificios de madera del Templo, sintió que el alma volvía a su cuerpo. No sólo por la expectativa de su Ascenso, sino porque pensó que no lo volvería a ver cuando enfrentó a la muerte a mano de las fieras.

Dejaron a los cautivos en las mazmorras del edificio central con arroz y garbanzos, mientras ellos subieron a comer en la sala principal del maestro Rumu, exhaustos.

—Que suerte que hayan llegado justo a tiempo, hijas. —dijo el Maestro, mientras llevaba arroz a su boca con los palillos. — Aunque Mahía ya es casi tan buena con la espada como yo, es probable que al ver sólo a dos guerreros hubiesen intentado alguna estupidez.

—Sí, además ya las extrañaba. Llevaban mucho tiempo lejos de casa.—dijo Mahía, mientras cenaba con ansias.

Henna se limitó a sonreír, mientras Li sí que respondió.

—Sí, ha sido un largo viaje. Hemos estado a punto de caer en manos de las huestes de los juzaitas, así como de bandidos vulgares en varias oportunidades, pero siempre conseguimos perderles la pista. — dijo. —. Las cosas siguen de mal en peor en las fronteras. Los ejércitos enemigos son cada vez más poderosos, y no paran de empujar a los nuestros cada vez más hacia las montañas. Los pocos aliados con los que nos pudimos comunicar nos hablaron de una extraña epidemia que está acabando con aldeanos y príncipes por igual. Mucha gente está emigrando al remoto país de Hon sin otro remedio.

Mahía se entristeció con las noticias. Hon era una región remota y desértica con escasos valles fértiles. Había sido el lugar predilecto de exilio de los Tres Reinos por muchos siglos.

—¿Una epidemia? Que tiempos. —dijo el maestro, mientras dejaban su plato a un lado y observaba a Li con cara de preocupación. —. Me temo que una epidemia y la llegada de estos extraños seres resultan ser dos eventos demasiado sospechosos; el emperador negro debe tener algo que ver. Tendremos que estar alerta, aunque el verdadero problema son sus ejércitos en nuestras fronteras. Si no hacemos algo para detenerlos pronto los tendremos aquí, en el mismísimo Templo.

Se produjo un silencio hosco en la mesa.

El reino de Juzai estaba en medio del país, y esto le había dado una posición poderosa, que amenazaba con absorber a los otros dos reinos, el país de los ríos, Jognun, al sur, y el de las llanuras y las estepas al norte, Li Ba.

Los Tres Reinos habían empezado como pequeñas coaliciones de principados y señoríos, y llevaban muchos siglos guerreando entre sí. Unas veces el protagonismo era alguno de los tres, pero cuando uno se convertía en una amenaza, los otros dos lo saboteaban hasta que otro tomaba la delantera, y se repetía el ciclo.

Sin embargo, los reyes de Juzai habían sido sagaces para mantener el poder de su reino durante los últimos trescientos años, lo que lo hacía el reino más poderoso y con las mejores tierras y minas bajo su poder. Esto le había granjeado un poderoso ejército al que ninguno de los otros dos podía hacer frente.

—¿Qué ha ocurrido con Chah?—Preguntó el maestro. Esta vez quien respondió fue Henna, con su voz gruesa e imponente.

—En cuanto supo acerca de los forasteros dijo que vendría, pero pronto nos dio a entender que no podría salir de la isla de Yamah, ya que estaba a punto de descubrir un poder especial. Según sus propias palabras, servirá para acabar con los Juzaitas.

El maestro Rumu no quedó satisfecho con la respuesta.

—¿Un poder especial? Qué extraño. En fin, ha demostrado ser muy poderosa y útil en momentos de necesidad. Sólo esperemos que no vuelva a tardar una eternidad en aparecer.

Mahía la recordó con su piel bronceada y el anillo de oro que colgaba en la parte derecha de su labio. Aunque siempre se había sentido atraída por los hombres, no podía negar que ella le parecía demasiado hermosa. Su modo de andar era rápido, y era feroz a la hora de combatir contra las huestes enemigas usando hechizos de muchas variedades.

—Será mejor que descansemos. —dijo al fin el maestro. —. Ya puedo sentir como incrementa el aura mágica de los elfos, a pesar de las protecciones arcanas de las mazmorras. Eso significa que de verdad son poderosos. Intentaré estar despierto tanto como pueda, pero será mejor que estén lúcidas, en caso de que se tengan que comunicar con ellas.

Esa noche Mahía soñó con los elfos. Eran los mismos que habían capturado. Dos guerreros de cabellos rubios y ocho mujeres, todos luchando en el mismo frente contra un ejército numeroso.

La batalla era cruenta pero ella y sus aliados conseguían vencer a sus enemigos…hasta que comenzaban a surgir del suelo unas extrañas criaturas con manchas moradas por todo su cuerpo, mitad bestias y mitad humanos, como los seres de las leyendas: hombres armados con cuerpos equinos, y seres de plasma que envolvían a sus enemigos hasta ahogarlos. Con la batalla perdida, las exploradoras y los elfos tenían que replegarse del combate y huir hacia una región desolada, en la que el polvo y los desiertos los rodeaban por completo.

Al final, los enemigos conseguían rodearlos contra una montaña, y por más que intentaban defenderse con sus armas y hechizos, al final eran despedazados por los perros de guerra enemigos.

Despertó de forma súbita en su cama empapada en sudor. No se sentía tranquila aunque los elfos estaban cautivos bajo sus pies. Al contrario, la perspectiva de que pudieran salir en cualquier momento con su magia extraña, y acabar con todos sus aliados la hacía temblar, No pudo volver a conciliar el sueño, y salió a la sala común, donde se encontró con Henna.

La mujer meditaba junto a una chimenea, mientras el amanecer comenzaba a envolver el mundo, filtrándose en las ventanas de madera con pequeños rayos de luz.

—¿También lo sientes, Mahía?—preguntó con su voz misteriosa.

—Sí. —respondió ella. Con cada minuto que pasaba, el aura mágica de los elfos se hacía más y más poderosa. Era como si juntos se hicieran más fuertes con el pasar de los segundos. —. Será mejor que estemos alerta. Es probable que el maestro Rumu tarde varias horas más en descansar lo suficiente para hacerles frente en caso de que consigan salir de las celdas.

—Es poco probable. Dichas celdas tienen hechizos que magos muy poderosos de los reinos enemigos y del nuestro no han conseguido derribar. Aún así, quiero saber qué traman. Son seres demasiado extraños. Nunca había sentido tanta curiosidad.

—Te entiendo, pero será mejor que esperemos al maestro para interrogarlos. También me corroe la curiosidad, pero no sabemos de qué sean capaces. Estoy segura que fueron los responsables de crear la selva que me hizo perderme en la cordillera, y crearon varias ilusiones, sabedores de que los estaba espiando desde lo alto a través de los ojos de Ju. Son taimados como comadrejas, y pueden hacer que los liberemos.

—Tienes razón. —respondió la mujer, sin dejar de mirar el amanecer con sus ojos profundos. —. Tendremos que dejar que se debiliten antes de interrogarlos. Así se lo pensarán dos veces antes de mentir.