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En la tranquila penumbra de la habitación, Kael comenzó a retorcerse en la cama, su rostro contorsionado por la agonía mientras intentaba articular las palabras que pesaban en su pecho como piedras de angustia.
"Elías, no entiendes," murmuró Kael en susurros entrecortados, su voz apenas un eco en el aire quieto. "Nada de esto tiene sentido. Este pueblo... esa mansión... Allison... alg... algo debe haber pasado en la capital... nuestras familias."
El dolor de Kael fue tan intenso que su voz quedó atrapada en su garganta. Cada fibra de su ser se retorcía como si estuviera siendo atravesada por cuchillos incandescentes. Un grito desgarrador escapó de su garganta, rompiendo la tranquila atmósfera de la cabaña, un eco de la agonía que lo consumía desde su despertar en ese lugar maldito.
"¡Por favor, cálmate, Kael!" suplicó Elías con voz temblorosa, su rostro reflejando la angustia que lo embargaba. "Necesitas descansar, pero también necesitamos saber qué te está pasando. ¿Qué te ha dejado en este estado?"
Las palabras de Kael flotaban en el aire, pronunciadas con un esfuerzo sobrehumano, como si cada sílaba costara una batalla. "Allison... no es... lo que parece. La mansión... los secretos... el... pueblo... están todos conectados. Tienes que..."
Kael luchó por articular palabras, pero el dolor lo paralizaba, transformando sus intentos en gemidos ahogados.
Los gritos desgarradores llenaron la habitación, resonando como un lamento angustioso que perforaba el aire. Cada grito parecía rasgar su garganta, convirtiéndose en un eco tangible de su sufrimiento.
Elías, con el corazón apretado por la impotencia, se lanzó hacia adelante en un intento desesperado por calmar a su amigo, pero sus esfuerzos resultaron en vano. Kael se retorcía en la cama y sus manos se aferraban a las sábanas con tal fuerza que parecía como si temiera ser arrastrado por las mismas sombras que lo atormentaban.
"¡Kael, por favor, cálmate!" suplicó Elías con voz temblorosa mientras intentaba contener las lágrimas que amenazaban con emerger en sus ojos. Pero Kael estaba más allá del alcance de las palabras de consuelo. El dolor que lo consumía era demasiado profundo, demasiado abrumador.
Fue entonces cuando Elías, con manos temblorosas pero decididas, sacó un pequeño frasco de su bolsa. Contenía un polvo de aspecto misterioso y un aroma dulce y terroso. Con gestos rápidos, untó un pañuelo con el polvo, consciente de que este pequeño acto sería su única esperanza.
"Lo siento, Kael," susurró Elías con voz entrecortada mientras se inclinaba sobre su amigo. "Perdóname por esto."
Con cuidado, colocó el pañuelo sobre la nariz y la boca de Kael, asegurándose de que inhalara el polvo. Al principio, Kael se resistió, pero la agonía cedió ante la somnolencia y sus párpados se volvieron pesados, sumiéndolo en un profundo estado de inconsciencia.
Elías observó cómo su amigo perdía el conocimiento con alivio y tristeza en su corazón. Sabía que lo que había hecho era un último recurso para calmar el sufrimiento de Kael, pero también entendía que esta paz sería efímera. Kael no podía vivir muchos días más en ese estado, y cada día sería un tormento constante.
Al apartarse de la cama, Elías se dejó caer pesadamente al suelo, apoyándose contra la pared. Sus manos temblaban y su mente estaba llena de pensamientos oscuros y sombríos. La habitación parecía cerrarse a su alrededor en una prisión de desesperación y dolor. La realidad de la situación pesaba sobre él como una losa, y el conocimiento de que su amigo estaba condenado a un destino insoportable lo destrozaba por dentro. Cerró los ojos, dejando que las lágrimas se deslizaran por su rostro.
En la cima de la montaña, Elías se aferraba a la última luz del día, observando cómo el sol se ocultaba tras el horizonte. Las sombras se extendían sobre el paisaje, y el viento susurraba secretos antiguos entre los árboles. En medio de la tranquilidad del atardecer, un nudo se formó en su garganta mientras las lágrimas se secaban en sus mejillas.
Abajo, en el pueblo de Nissari, la noche caía suavemente sobre las calles empedradas. Las farolas comenzaban a encenderse, arrojando destellos de luz dorada sobre las fachadas de las casas. El aroma a tierra y flores llenaba el aire, mientras los habitantes del pueblo se preparaban para las tranquilas horas nocturnas. En la plaza central, un grupo de niños jugaba con risas y alboroto, ajeno al dolor que se agitaba en las alturas cercanas.
Nissari, aunque pequeño y aparentemente olvidado, latía con una energía única. Era un pueblo donde las tradiciones se mantenían vivas, donde la comunidad se cuidaba mutuamente y donde el conocimiento era valorado como un tesoro. A pesar de la disminución de la población, los habitantes de Nissari se aferraban a su historia y a sus raíces con una determinación que los mantenía unidos.
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En el corazón del pueblo, entre antiguas calles empedradas iluminadas por farolas titilantes, se erguía la mansión recién construida. Una estructura imponente de piedra y mármol que contrastaba con la sencillez de las casas circundantes.
Dentro de la opulenta mansión, una habitación irradiaba intelecto y dedicación. Estanterías repletas de libros se alzaban hasta el techo, impregnando el aire con el aroma de papel viejo y velas perfumadas. En un escritorio de madera pulida, una joven de dieciocho años se iluminaba con la suave luz de una lámpara de aceite. Su cabello oscuro caía en ondas suaves alrededor de un rostro vivaz y avispado. Vestía con elegancia, realzando su gracia natural y confianza.
Con manos delicadas y seguras, anotaba meticulosamente en un pergamino desplegado ante ella. Cada trazo de pluma dibujaba las líneas de un idioma antiguo, un lenguaje que pocos conocían pero que ella había dominado con gracia y dedicación. Su mente ágil se reflejaba en cada trazo mientras exploraba los símbolos ancestrales.
De vez en cuando, alzaba la mirada hacia la ventana abierta, contemplando el tranquilo paisaje del pueblo de Nissari. Sus ojos mostraban nostalgia y determinación al observar las calles empedradas, los tejados de tejas rojas y las sombras alargadas proyectadas por el sol poniente.
Un suave golpe resonó en la puerta de su estudio, y su expresión, antes relajada y absorta en la concentración, se volvió seria y autoritaria. Con un gesto apenas perceptible, invitó a la persona a entrar.
La puerta se abrió con lentitud, dejando ver a dos individuos: un hombre de mediana edad de mirada seria y un anciano delgado vestido como un mayordomo, cuya postura denotaba respeto y formalidad. El anciano, con voz apacible y modales exquisitos, avanzó un paso e hizo una reverencia, como si el simple acto de entrar en el estudio de la joven requiriera un gesto ceremonial.
“Le presento al señor William Harrow, uno de los hombres que participó en el envío de suministros a la montaña, joven señorita”, anunció el anciano con voz reverente, como si estuviera pronunciando un rito sagrado.
La joven asintió con frialdad, cruzando su mirada con la del hombre de mediana edad, cuyo rostro mostraba claros signos de preocupación y nerviosismo. La importancia de la información que traía pesaba sobre sus hombros como una carga insoportable.
El señor Harrow respiró hondo antes de hablar, sus palabras salieron lentamente, cargadas de gravedad. “Joven señorita”, empezó con un tono respetuoso pero angustiado, “mientras subíamos la montaña para entregar los suministros, oí un grito de dolor desgarrador que rompió el silencio de la cima. Al principio, pensé que se trataba de las fieras del bosque o del aullido del viento entre las rocas. Sin embargo, algo en aquel grito me erizó la piel y me llenó de inquietud. Mi intuición me impulsó a investigar. Después de dejar los suministros en la cabaña, decidí ocultarme cerca para observar.”
Mientras el señor Harrow narraba los gritos de agonía que había oído en la montaña, la joven no pudo evitar que un atisbo de interés apareciera en sus ojos, no por compasión, sino por pura curiosidad. Sus ojos se estrecharon con intensidad, instándolo a continuar.
"Vi al gordo entrar de nuevo en la cabaña con los suministros. Fue entonces cuando los gritos de agonía volvieron a resonar desde el interior. Eran desgarradores, señorita, llevaban el peso del sufrimiento más profundo", dijo el señor Harrow, su voz temblorosa, los ojos reflejando el horror que había presenciado. "Eran alaridos de angustia, como si el mismísimo infierno se hubiera cernido sobre esa morada. El eco de ese dolor aún retumba en mis oídos, como una triste melodía que nunca podré olvidar".
La joven señorita escuchó las palabras del señor Harrow con una atención fría y calculadora. Su mirada penetrante parecía analizar cada detalle del relato, buscando cualquier indicio de mentira o manipulación.
"Entiendo", dijo la joven con voz serena pero afilada como una hoja de acero. "Gracias por informarme de esto, señor Harrow. Has hecho bien al investigar y traerme esta información. Ahora, por favor, ve a descansar. Estoy segura de que estás agotado por tu viaje y por lo que has presenciado".
El señor Harrow asintió con gratitud y respeto antes de hacer una reverencia formal. "Gracias, joven señorita. Estoy a su disposición en caso de que necesite más información o asistencia."
"No será necesario, por ahora", respondió la joven con un gesto de la mano, indicándole que podía retirarse.
Cuando el señor Harrow abandonó la habitación, la joven señorita se quedó sola en su estudio, sumida en sus pensamientos. La noticia de los gritos de agonía provenientes de la cabaña la llenaba de intranquilidad. Si Kael había despertado, eso significaba que había una variable desconocida en juego, algo que no había anticipado en sus planes meticulosos. No podía permitir que esta incertidumbre persistiera; necesitaba asegurarse de que la situación estuviera bajo control.
En ese momento, el anciano mayordomo regresó a la habitación con una mirada profunda y un aire de seriedad que no pasó desapercibido para la joven señorita. Su presencia era como la sombra de la mansión, siempre presente, siempre observando en silencio.
"¿Qué desea hacer, joven señorita?", preguntó el mayordomo con voz suave pero firme, como si estuviera listo para llevar a cabo cualquier orden que ella le diera.
La joven señorita se tomó un momento para considerar sus palabras cuidadosamente antes de responder. Sabía que cualquier movimiento que hicieran ahora podría ser aprovechado en su contra si no se manejaba con precaución. La situación era delicada, y no podían permitirse cometer errores.
"Envía un mensaje a nuestro contacto en la ciudad", dijo ella finalmente, su voz revelando un matiz de urgencia. "Necesitamos información actualizada sobre la situación en la capital y cualquier detalle sobre la familia de Kael. Necesito saber si lo saben y qué están planeando. No podemos permitirnos estar en la oscuridad mientras ellos están activos".
El mayordomo asintió con entendimiento, su rostro arrugado mostrando una expresión de determinación. Antes de que pudiera abrir la boca para confirmar su tarea, las campanas de alarma de la ciudad comenzaron a sonar, llenando el aire con un clamor urgente y frenético.