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En la cima de una montaña, en una pequeña cabaña que apenas se sostenía en pie, se desplegaba un cuadro grotesco y aterrador. La tenue luz del amanecer apenas penetraba las ventanas, arrojando sombras danzantes sobre las paredes de madera carcomida.
En el centro de la habitación, sobre una cama sencilla y cubierta de harapos, yacía un joven de unos veinte años, cuyo cuerpo estaba marcado por la enfermedad y la desesperación. Sus ojos cegados, inyectados en sangre y llenos de dolor, se abrieron de repente, revelando una mirada de confusión y terror.
El joven intentó moverse, pero el dolor que lo aprisionaba lo dejó inmóvil.
"¡Aaaaahhh!" Gritó, un grito lleno de angustia y desesperación, un lamento que resonó en las paredes de la cabaña y se perdió en el silencio desolado del exterior.
Sus manos temblorosas buscaron a tientas a su alrededor, tratando de encontrar algo, cualquier cosa que pudiera darle una pista sobre dónde estaba y qué le había sucedido. Pero solo encontró el frío y la humedad de las paredes de madera podrida. La sensación pegajosa de sangre y pus impregnaba su piel, mientras los forúnculos que cubrían su cuerpo le recordaban constantemente la enfermedad que lo consumía desde adentro.
El joven intentó recordar cómo había llegado a ese estado, pero su mente estaba embotada por el dolor y la confusión. Solo podía recordar fragmentos borrosos de su pasado: imágenes de ciudades en ruinas, gritos de terror y el rugido de bestias desconocidas. Intentó recordar su nombre, pero incluso eso se le escapaba, como un sueño que se desvanece en la mañana.
En medio del sufrimiento insoportable, se retorcía en la cama, sintiendo como si su cuerpo se estuviera desmoronando desde adentro. Cada respiración era un tormento, como si el aire mismo estuviera lleno de cuchillas afiladas que rasgaban sus pulmones. Sus venas, antes conductos de vida, parecían reventar una a una, liberando un flujo de dolor que le hacía perder la cordura.
Con los dientes apretados con tanta fuerza que el dolor punzante de sus encías mordidas se mezclaba con la agonía general, intentó contener sus gritos. Pero el dolor era demasiado, una fuerza primordial que se apoderaba de su ser y lo obligaba a dejar escapar un grito desgarrador que resonaba en la cabaña y se perdía en el aire helado de la montaña.
Cada segundo que pasaba se sentía como una eternidad de sufrimiento, su cuerpo atrapado en una espiral descendente hacia la muerte.
En un último intento desesperado de encontrar alivio, mordió con más fuerza su labio inferior, sintiendo el sabor metálico de la sangre llenando su boca. Pero incluso esta táctica primitiva resultó ineficaz contra el tsunami de dolor que lo envolvía. Sus fuerzas estaban casi agotadas, su espíritu al borde del colapso.
Y entonces, en el momento más oscuro de su agonía, la puerta de la cabaña se abrió de par en par. Una voz, extraña pero extrañamente familiar, flotó en el aire enrarecido. Una voz que resonaba con una calidez tranquilizadora, una voz que trajo consigo una sensación de esperanza en medio del caos.
"Tranquilo, Kael", dijo con voz suave como un susurro de viento entre los árboles. "Estoy aquí para ayudarte."
El recién llegado, un joven de corpulencia robusta y edad contemporánea se acercó rápidamente, moviéndose con una agilidad sorprendente para alguien de su tamaño. Sus manos, hábiles y seguras como las de un sanador consumado, encontraron el hombro del agonizante Kael con un toque que llevaba consigo la promesa de alivio.
"No sé quién eres", murmuró Kael con voz ronca, su garganta raspando como papel de lija por los gritos previos. "Pero gracias... gracias por estar aquí."
El joven robusto dejó que una sonrisa se deslizara por su rostro, aunque Kael no podía verla, podía percibir el calor reconfortante en el tono de su voz.
"¿Acaso ya me has olvidado?" dijo el joven con una voz que llevaba consigo el peso de los años y la sabiduría. "¿O tal vez mi voz ha madurado lo suficiente como para que ni siquiera la reconozcas?"
Su pregunta resonó en el aire, cargada de nostalgia y una pizca de tristeza, como si el tiempo mismo hubiera tejido un manto de misterio alrededor de su identidad.
Kael frunció el ceño, tratando de hacer coincidir la voz con algún recuerdo en su mente nublada por el dolor. Pero no importaba cuánto se esforzara, no podía encontrar un rostro o un nombre para asociar con esa voz. Estaba perdido en un mar de confusión y sufrimiento, sin anclaje en la realidad.
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"No puedo recordarte", murmuró, sintiendo un nudo en la garganta. "Todo está tan confuso. ¿Qué me está pasando? ¿Dónde estoy?"
Mientras Kael luchaba por entender, el joven robusto siguió hablando, sus palabras fluyendo como un río tranquilo que busca su camino a través de los obstáculos.
"No importa quién creas que soy en este momento", dijo con calma. "Lo que verdaderamente importa es que estoy aquí para apoyarte, Kael. Te encuentras en un estado lamentable, pero hay algo que puedo hacer para mitigar tu sufrimiento."
Se movió con determinación hacia una pequeña bolsa que llevaba consigo, sus dedos hábiles desataron el nudo con un gesto preciso. Con manos diestras, extrajo un ungüento especial, una amalgama meticulosamente elaborada de hierbas místicas y energía curativa. La pomada resplandecía con una luz tenue y consoladora, como si fuera el elixir de la esperanza en medio de la oscuridad, una promesa de alivio en tiempos desesperados.
En la quietud rota solo por los gemidos de dolor que llenaban la diminuta cabaña, Kael dejó escapar una voz rasposa y llena de confusión: "¿Qué estás haciendo?"
Aunque sus ojos estaban cegados por su condición, percibió que el joven robusto había sacado algo de su bolso y se preparaba para aplicárselo.
"Shhh... tranquilo, Kael", susurró Elías con suavidad, como si compartiera un delicado secreto. "Esta pomada te ayudará a sanar más rápido y a aliviar el dolor. Aguanta un poco más, pronto te sentirás mejor."
Aplicó la pomada con movimientos suaves sobre el cuerpo de Kael. La energía que emanaba del ungüento, cálida y curativa, penetraba en las heridas, en los forúnculos doloridos y en las venas inflamadas.
Kael, por su parte, experimentó inicialmente una agudización de su dolor, como si las mismas fuerzas que lo habían afligido durante tanto tiempo se resistieran tenazmente al toque sanador del ungüento. Sin embargo, con cada aplicación de la pomada, esa resistencia comenzó a ceder terreno, como las sombras que retroceden ante la llegada del amanecer.
Gradualmente, el dolor agudo se desdibujó, siendo reemplazado por una sensación de alivio que se filtró lentamente en su ser. La pomada parecía fundirse con su piel, trabajando su magia a nivel celular, reparando y regenerando lo que una vez estuvo dañado. Kael cerró los ojos, dejándose llevar por la ola de calidez y bienestar que lo envolvía.
De repente, un estruendoso alboroto quebró la calma. Voces llenas de veneno resonaron en la distancia.
Los gritos, como cuchillas de odio, rebotaban en el aire gélido, perforando la quietud que había envuelto la cabaña. A pesar de su debilidad, Kael se enderezó en la cama, sus sentidos alerta ante la cruel sinfonía que se desataba afuera.
"¡Elías, cerdo gordo y asqueroso! ¡Sal de esa maldita cabaña ahora mismo!" La voz del agresor atravesó la distancia con un odio tangible, cada palabra era como un látigo que cortaba el aire frío de la montaña.
"Baja de tu agujero, gordo inútil", espetó otro, su voz áspera como la de una bestia enfurecida. "No mereces que subamos hasta aquí. Deberías estar agradecido de que alguien se moleste en cuidar de este montón de miseria que es Kael."
"Es una humillación que la señorita nos haga venir aquí solo por su culpa", añadió un tercero, el resentimiento goteaba de sus palabras como ácido.
"Recoge tus malditos suministros, gordo", sentenció otro con desprecio, su tono cortante como un vidrio roto. "Ni siquiera eres digno de tocar lo que la señorita te envía."
Elías, el joven de corpulencia imponente cuyo nombre ya había sido arrastrado por las olas de los insultos, mostró una serenidad envidiable mientras los agravios y las provocaciones continuaban. Estaba claro que había enfrentado este tipo de trato en el pasado y poseía la calma de alguien que conocía el arte de lidiar con la adversidad.
Se enderezó con una determinación palpable, sus ojos, aunque llenos de preocupación por la situación de Kael, brillaban con una chispa de valentía. "Debes quedarte inmóvil y en silencio", urgió con premura, su voz, aunque baja, resonaba con una firmeza inquebrantable. "No deben saber que has despertado. No podemos permitir que ella lo sepa."
Sin esperar a que Kael respondiera, Elías se movió con una gracia inesperada hacia la puerta de la cabaña, su postura irradiaba tensión y resolución. Antes de desaparecer en el umbral, le dedicó a Kael una mirada cargada de seriedad, como si en ese simple gesto estuviera depositando toda su determinación y fuerza de voluntad.
"Confía en mí", su voz apenas un susurro que se deslizaba en el aire como un secreto compartido. "Voy a encargarme de esto. Permanece en silencio y no hagas ningún ruido. Estaré de vuelta pronto."