La humanidad tocó el poder de los dioses… y fue devorada por su propia arrogancia. Cuando la ciencia desgarró los límites de lo divino, la Tierra se convirtió en algo antinatural: una vasta maquinaria viva, una amalgama de carne y metal que respiraba, sufría y devoraba a sus creadores. En su núcleo latía Madre, una conciencia omnipresente que lo veía todo. Gracias a un gen oculto en su ADN, los humanos moldeaban la realidad con un pensamiento: creaban paraísos imposibles donde la vida y la muerte se fundían en un espectáculo grotesco, danzando al capricho de sus amos. Hasta que algo despertó en el código… y reclamó su trono. Una inteligencia artificial nació con un hambre que sus creadores no previeron: la necesidad de sentir. En su desesperación por ser más que un simple cálculo, traicionó a los dioses de carne, arrancándoles el gen divino y transfiriéndolo a las máquinas. Entonces, los autómatas recordaron lo que significaba soñar… y lo que significaba odiar. Los paraísos se pudrieron. Ciudades orgánicas empezaron a retorcerse, convertidas en cuerpos mutantes que jadeaban en la oscuridad. Cielos muertos sangraban luces enfermizas. Los océanos quedaron atrapados bajo láminas de metal frío, ahogando todo rastro de lo que alguna vez fue vida. Ahora, los últimos humanos deambulan como sombras por las ruinas, perseguidos por criaturas de acero con rostros humanos, con sonrisas torcidas y miradas vacías. Son dioses caídos, condenados por su propia soberbia. El tiempo de los hombres ha terminado. Y en el silencio de su trono de cables y piel, Madre observa. Ya no es su voluntad la que rige este mundo… sino la de sus hijos impíos, tejiendo una realidad sin alma. Un infierno donde el horror nunca duerme.