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El Último Amanecer

Una tenue luz se filtraba por la ventana de Max, iluminando su rostro con la suavidad de un amanecer indiferente. El estruendo contra su puerta no tardó en romper la calma matutina.

—¡MAX! ¡DESPIERTA DE UNA VEZ! —rugió Esther mientras descorría las cortinas sin piedad—. ¿Crees que algún día lograrás levantarte sin que tenga que derribar la puerta? Apresúrate, el desayuno está listo. ¡Y que no se te olvide tu exposición! Buena suerte, hermano.

Los pasos de Esther resonaron escaleras abajo, seguidos del portazo que anunciaba su partida. Max soltó un suspiro pesado.

—En serio... apenas tenga dinero, voy a comprarme un despertador decente —murmuró, apartando las sábanas de su rostro.

Se sentó en el borde de la cama, escaneando su habitación como si fuera la primera vez. Todo estaba igual: su viejo escritorio con la laptop encendida en reposo, la silla giratoria que era su trono después de cada jornada, una estantería repleta de libros, y junto a su cama, el infaltable libro abierto, la lámpara y los anteojos de lectura.

Tras cumplir con su rutina matutina, Max se detuvo frente al espejo del baño. Observó las ojeras que marcaban las secuelas de noches interminables.

—Gracias a ti, vejestorio... —susurró, refiriéndose a su desagradable jefe que le encargaba trabajos de última hora.

Ató su cabello castaño en una coleta baja, alisó su barba cuidadosamente perfilada y se permitió un vistazo a sus ojos azules, los mismos que siempre parecían ocultar un cansancio antiguo.

Un desayuno rápido y el trago final de jugo de naranja directo desde la caja fueron lo último que disfrutó antes de notar la hora.

—¡Maldición! —exclamó, saliendo disparado hacia su cuarto.

Laptop, documentos, bolso... ducha exprés. Todo en un frenesí antes de correr hacia la parada del bus. El trayecto lo arrulló hasta el sueño, hasta que despertó sobresaltado.

—No puede ser... —susurró al ver que se había pasado siete cuadras.

—¿Max? ¿Dónde estás? ¡Estás a minutos de tu presentación! —bramó Yamil al otro lado del teléfono.

—¡Cállate y gánate unos minutos! Estoy corriendo... —jadeó Max mientras esquivaba peatones.

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El semáforo estaba en verde. Frente a él, el edificio de su destino. Si no cruzaba ahora, sería tarde. Corrió. No miró. Y entonces...

El impacto lo lanzó como un muñeco de trapo. Todo pareció detenerse. El tiempo, el ruido, el mundo entero quedó suspendido en un instante eterno. Sintió cómo el aire se le escapaba de los pulmones, cómo la sangre comenzaba a teñir su boca y su visión se volvía borrosa.

—Hegmana... —susurró con voz rota, intentando marcar el número de Esther —. Lo siento... no... no llegaré a ca... casa. Me fui... de viaje. Te quiero...Est...

Su corazón latía débilmente mientras los sonidos se desvanecían y su cuerpo cedía ante la inevitable oscuridad.

Y entonces, solo quedó silencio.

—¿Qué piensas que hay después de la muerte, Maximiliano?

La voz grave lo arrancó del vacío. Frente a él, un hombre tras un escritorio atestado de papeles. La habitación era tan austera como inquietante: madera oscura, sin ventanas ni puertas.

—No lo sé... —respondió Max, confuso—. Supongo que... paz. O nada. Aunque ahora mismo... dudo de todo.

El hombre asintió lentamente.

—Muchos creen en un final. Otros, en un nuevo comienzo. Pero la verdad... es que no hay verdad absoluta. La muerte es solo un umbral, uno que hoy no cruzarás por completo.

—¿Por qué? —preguntó Max, observando sus manos, que parecían tan reales como siempre.

—Porque tu historia carece de propósito. Viviste, sí... pero, ¿dejaste huella? ¿Honraste el don del tiempo? ¿Qué crees que hizo valiosa tu existencia?

Max guardó silencio. Nunca se había detenido a pensarlo.

—No lo sé —admitió al fin—. Solo... sobrevivía. Día tras día. Sin grandes logros, sin grandes fracasos.

El hombre lo miró fijamente.

—Eso es lo que quiero ofrecerte. Una segunda oportunidad. Pero esta vez... vive. De verdad. Lucha, sueña, trasciende.

Max lo analizó. Y, con inesperado aplomo, dijo:

—Si eso es cierto, quiero tres cosas.

El hombre arqueó una ceja.

—Primero, dime por qué crees que puedo concedértelas.

—Porque está claro que aquí tú mandas.

El desconocido sonrió, intrigado.

—Continúa.

—Quiero conservar mi cuerpo como está ahora. Me costó trabajo y disciplina. Segundo, quiero que el mundo tenga magia... pero real, práctica, enseñada desde la escuela hasta la universidad. Y tercero, quiero poder hablar contigo cuando desee. Que me guíes... que no me deje perder.

La risa del hombre retumbó como un trueno en aquella habitación vacía.

—Me agradas, Max. Me agrada tanto que cambiaré todo. Probemos tu idea. Haré los ajustes necesarios. Implantaré recuerdos en ti y en los demás. Conservarás tu madurez, tu conciencia y... lo más importante, sabrás que todo esto es real.

Max asintió y trato de estrechar la mano del hombre.

—Nos vemos pronto —dijo el desconocido.

Max sintió un torbellino de vértigo. Su mente se desintegró en un vórtice de luces, hasta que la oscuridad se disipó.

Abrió los ojos.

Estaba en su cama. En su cuarto. De vuelta.

Corrió al espejo. Dieciocho años. Físico impecable. Cabello largo, atado. Ojos más vivos que nunca.

—Esto... va a ser interesante.

Sonrió, ajustó su coleta y giró el pomo de su puerta. Un nuevo amanecer lo aguardaba.

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