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Venganza

Estás ahí, montado sobre un caballo, frente al castillo que te vio crecer y servirle durante casi toda tu vida. Tambaleante, le das un trago más a tu botella de sake. Jamás habías bebido en tu vida, pero no has dejado de beber desde la hora del caballo (mediodía) hasta la hora del gallo (puesta de sol). En el fondo, muy en el fondo, no quieres cumplir esta misión, pero la rabia puede más contigo. Para callar esas voces que te dicen en el fondo de tu conciencia que no lo hagas, vuelves a darle otro trago a tu botella.

No es la primera vez que tienes que acabar con la vida de alguien. Durante tu vida como orgulloso samurái y en toda tu carrera militar, has participado en múltiples batallas y guerras. No tendría por qué ser diferente ahora. ¿Por qué desde el mediodía no has dejado de sentir esa pesadez en tu cuerpo, como si subir al caballo y portar la armadura fuera más pesado que de costumbre? Para tratar de desvanecer esos pensamientos, vuelves a darle otro trago a tu botella.

Vuelves a mirar ese castillo que creció a la vez que tú lo hacías. Apenas puedes contemplar la majestuosidad de lo que fue, consumiéndose poco a poco por el fuego. El reflejo de la luz de la luna se ve opacada por la colosal antorcha que alguna vez fue tu hogar. El ejército de Isshoku, la provincia vecina, lanzó varias bolas de cañón y flechas con fuego hacia esa inmensa construcción, y ahora es momento de que el grupo de mercenarios al que perteneces, ataque y busque al señor de dicho castillo. La orden es clara, traer la cabeza de ese sujeto como trofeo y como evidencia de que, efectivamente, el señor de Sakuramori ha caído.

“Ese idiota debe seguir dentro del castillo”, escuchas decir a uno de los soldados. El líder de los mercenarios está a punto de dar la orden de búsqueda, pero tú lo detienes.

-Yo me encargo de ese bastardo… -le dices a tu líder antes de acariciar la empuñadura de tu espada.

-¡Mírate! -te grita. -¡No has dejado de beber en toda la tarde! ¡Estás loco si crees que dejaré que entres a ese castillo y mueras!

Pero te da igual. El alcohol en tu cuerpo te provoca calor, sin importar que el viento invernal sople y congele hasta los huesos.

Decides quitarte la armadura y te amarras el kosode (ropaje superior) a la altura de la cintura, dejando el torso al descubierto y mostrando las líneas de un tatuaje recién comenzado, dedicado al dios Myoken, la deidad budista a la que tus amigos mercenarios le rezan todas las mañanas y antes de cada misión, cubriendo toda tu espalda.

Le das la señal a tu caballo, y juntos van rumbo a dicho castillo.

-¡Juro que traeré la cabeza de ese malnacido! -gritas mientras te alejas de la banda rumbo al castillo en llamas. -¡Alcáncenme en el extremo norte de la ciudad!

Sabes cómo entrar y cómo deslizarte por los pasillos de tan colosal construcción, el orgullo de Sakuramori. Lo conoces como la palma de tus manos. Al llegar a la entrada del castillo, te detienes. El fuego y el humo son tan densos, que no es posible entrar con tu caballo. De repente, te llegan los recuerdos de los sucesos que te llevaron a ese lugar. Porque sí, tú serviste al gobernante que erigió ese castillo, incluso participaste en su construcción a pesar de que insistentemente te decía que no lo hicieras.

Ciertamente era tu deber como integrante del clan más cercano a tu señor el servirle incondicionalmente. Así te lo inculcó tu padre y, siendo leal a tu señor, lo viste partir de este mundo días después de tu genpuku (ceremonia de paso a la adultez) como un honorable guerrero. Tanta era la admiración que le tenías a tu padre, que decidiste seguir sus pasos. Como el mayor de sus hijos, era tu obligación servir a tu señor como su fiel vasallo. Pero tu servicio y tu lealtad hacia el gobernante de tu región eran tan sinceros, que a él no le importó que fueras un hijo adoptivo de tu clan. Por el contrario, tu señor te recompensó con una promesa: te entregaría la mano de su hija en matrimonio y, de esa forma, él apenas falleciera debido a su enfermedad terminal, ascenderías por derecho a gobernar la región que te vio nacer. Todo parecía ir viento en popa.

Nunca te hubieras imaginado que “ese malnacido”, a quien tanto cuidaste y protegiste, estuviera maquinando una conspiración en tu contra. Y para eso, debía eliminar a los “obstáculos”. Con la defensa baja, los atacó por la espalda, a tu señor y a ti. Te exilió junto a tu depuesto señor. No pudiste darle los tratamientos que ayudaban a aliviar los síntomas de su enfermedad. Echados a la calle como viles perros, sin posibilidad de regresar a la tierra a la que llamaban “hogar”, solo podías ver cómo tu señor entregaba su último aliento a los dioses, al mismo tiempo que lo sostenías entre tus brazos.

Estás vivo, pero no por decisión propia, sino porque fue la última voluntad de tu señor. Ya habías tomado la empuñadura de tu daga y estabas a punto de cometer seppuku (harakiri), tal y como debía ser, por haber fallado en un deber tan grande como servir y defender a tu señor. De repente, sentiste cómo alguien detenía tu mano, a la vez que escuchaste una voz que débilmente te dice “No lo hagas”. Era tu moribundo señor quien, utilizando sus últimas fuerzas, te pide que vivas muchos años más e impide que claves tu daga sobre tu vientre.

Aún sigues sin entender por qué tu difunto señor interrumpió ese ritual tan sagrado de muerte y honor. Y no puedes evitar llorar cada vez que recuerdas ese gesto. Pero, una vez que él exhaló su último aliento, juraste que lo vengarías algún día. Ese día llegó cuando te cruzaste en el camino al líder de la banda de mercenarios a la que ahora perteneces. No te interesa su dinero ni su poder. Solo quieres ver a aquel bastardo sin cabeza.

Para eso, dejaste atrás tus ideales y tu honor, para seguir las costumbres, los rituales y los dioses de tu nueva banda. Ese enorme tatuaje que cubre toda tu espalda es la prueba de que has renunciado a las comodidades de la nobleza a la que alguna vez perteneciste. En cierto modo, tu banda, al igual que tu líder, son iguales a ti, un montón de nobles guerreros que no pudieron regresar a servir a algún señor después de una grave deshonra y que se han resignado a vivir como apestados de la sociedad, pero que de alguna manera realizan ese trabajo sucio que ni siquiera los soldados rasos hacen. Por eso los comprendes, por eso te comprenden. Por eso ríen juntos, por eso lloran juntos. Por eso viven juntos, por eso beben juntos.

Te bajas con rapidez del caballo. Por pura suerte, no caes al suelo a pesar de la enorme cantidad de alcohol en tu cuerpo. La misma adrenalina te hace entrar al castillo en llamas. Corres una cortinilla en una de las paredes cerca de la entrada que revela una cueva secreta. “Con suerte, ese malnacido no se ha escapado de los terrenos del castillo”, piensas. Actúas de inmediato y tomas ese camino que, después de cruzar una cueva, lleva a un jardín secreto cuyo fin es disfrazarse como una de las tantas casas de los suburbios de los pobladores de la ciudad, creado para que, precisamente, el señor de ese castillo pudiera tener una vía de escape en caso de un asedio como el que estaba ocurriendo.

Cuando llegas al jardín, finalmente ves a ese hijo de puta frente a ti. De pronto, sientes el deseo de querer soltar tu espada y correr a abrazarlo. Es tu hermano menor, a final de cuentas. Y sientes ese deseo innato de protegerlo como lo hiciste de niño, esta vez para salvarlo de su propia caída. Pero te detienes cuando él se sorprende al verte y suspira como si estuviera aliviado.

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-Qué bueno que viniste, hermano Shinnosuke… -te responde. -Sabía que me salvarías del ejército de Isshoku.

En tus adentros no puedes más que contener la rabia que te invade al escuchar el cinismo en la voz de aquel gobernante. Así que tratas de seguirle la corriente la conversación para saber qué tanto puede decirte.

-¿Hermano? -preguntas tú. -No dijiste lo mismo el día en que me exiliaste y me quitaste el apellido del clan, Kiseki.

-¿Vas a recriminarme algo del pasado? -pregunta tu hermano menor. -No pensé que fueras un rencoroso.

-Lo dices… como si fuera algo tan simple exiliar a tu hermano mayor… -le respondes tratando de moderarte, pero por dentro, la ira te consume más y más.

-¡Tenía que hacerlo! -grita tu hermano, tratando de fingir una especie de tristeza que obviamente no percibes en ningunas de sus palabras o expresiones. -Si debía asumir el poder, tenía que buscar la forma de deshacerme de ti de alguna manera sutil, por eso tuve que decir una mentira piadosa.

-¿Piadosa? -le respondes con el coraje a punto de estallar. -¡Le mentiste a toda la corte del palacio diciendo que estaba envenenando a nuestro señor! ¿Y a eso le llamas mentira piadosa?

-Era eso o mentir diciendo que le hacías brujería… -quiso excusarse aquel hijo de puta que se hace llamar hermano menor. -Pero si hacía eso, te ejecutarían, y no quería que te pasase algo malo. Entiéndelo, ser el señor de toda esta tierra era algo que me correspondía por sangre, y tú solo eres un adoptado.

La rabia puede más que tu prudencia y, potenciado y envalentonado por el influjo del alcohol, desenvainas tu fiel espada y te lanzas al ataque contra tu hermano menor. Este logra detener tu embestida, desenvainando su propia espada casi al mismo tiempo que tú.

Aún no te explicas cómo, estando ebrio, logras atacar y repeler cada una de las contraofensivas de tu enemigo. Ese bastardo malnacido que tienes como hermano menor logra repeler tus ataques. Es normal, ambos entrenaron juntos por muchos años, tanto así que incluso le enseñaste algunos de los movimientos de la escuela de espada de tu propio clan. Intentas pegarle a sus piernas, pero este, más ágil por su sobriedad, logra hacer un salto y se abalanza contra ti en el aire, listo para partirte en dos la cabeza.

Afortunadamente, entre tus trastabilleos, pisas el extremo de un grueso trabe de madera con la que detienes el ataque de tu hermano. El filo de su arma se clava contra el palo, por lo que aprovechas para lanzar un tajo que logra rebanar las manos de tu contrincante. Aunque no del todo, porque puedes ver cómo sus manos cuelgan de un pedazo de piel que no logras cortar. Un chorro de sangre brota de sus muñecas destrozadas, llegando incluso a impregnarte el pecho. Sin fuerzas en los dedos, tu hermano suelta su espada y cae de espaldas al suelo, gritando de dolor. Es ahí cuando se da cuenta de que tu amenaza va en serio.

-¿Sabes por qué nuestro padre te puso Kiseki después de nacer? -le dices amenazante. -Porque fuiste un milagro, un hecho de la naturaleza que no debía ocurrir.

Finalmente, puedes ver en su rostro una mirada de desesperación.

-Nuestro clan no podía tener herederos. -sigues recitando, con dificultad debido al estado de embriaguez en el que te encuentras. -Por eso me adoptaron cuando yo tenía cuatro años, y un tiempo después, pum, tú naciste milagrosamente. Pero jamás le importó a nuestro clan tu origen o el mío, a ambos nos trataron como iguales.

-¡Nunca fuimos iguales! -gritaba aterrado tu hermano, tratando de arrastrarse con sus inertes manos, a la vez que lo amenazas apuntando tu espada contra su pecho. -¡Yo era el menor y tú siempre el mayor, el favorecido por nuestro padre y por nuestro señor! ¡Solo quería un poco del reconocimiento que tú siempre tuviste!

-Por esa envidia… -le terminas rematando. -Por esa envidia, lo echaste todo a perder. Mataste la oportunidad de que nuestro clan gobernara como nuestro señor siempre quiso, mataste la posibilidad de tener un ejército fiel y un heredero. Publicaste decretos tan absurdos como cobrar el ochenta por ciento de impuestos o hacer que todas las mujeres de la ciudad pasaran por tu habitación.

-Excepto a una… -te dice tu hermano con una sonrisa burlona, tratando de corregirte con su actitud cínica.

-Así es… -le dices, con una lágrima escurriendo por tus mejillas y con un nudo en la garganta difícil de contener. -Nunca pudiste tener a Honoka, ella me fue fiel estando yo en el exilio, por eso la asesinaste… ¿Y sabes una cosa? Honoka estaba esperando un hijo mío, queríamos que fuera una sorpresa, queríamos que tú lo cuidaras si algo me llegaba a pasar...

-¿Honoka estaba embarazada? -pregunta tu “hermano”, como tratando de desviar la conversación.

Pero tú sabes que eso es lo que pretende, así que terminas con un golpe final a su ego.

-¿Qué te quedó? -le cuestionas a Kiseki en tono burlón, sabes perfectamente que no puede atacarte y que está acorralado como una rata temerosa del gato que lo cazaba. -Nada… Los aldeanos te dieron la espalda por cobrar impuestos hasta por caminar en las calles… ¿Dónde está ese ejército que te juró ser fiel? No están aquí… Te traicionaron, vieron la primera oportunidad de escapar y te abandonaron… Son igual o más traidores que tú… Estás solo… Te quedaste sin ejército, sin pueblo, sin castillo y sin clan… Y sin un hermano mayor.

-¿Y crees que matándome vas a recuperar todo? -te cuestiona tu hermano menor. -¡Entregaste Sakuramori al gobierno de Isshoku! ¡Te vendiste a nuestro enemigo! ¿Qué diría nuestro señor si te viera entregando nuestro hogar a quien tanto daño nos ha hecho?

-No tienes derecho a decir esas cosas, siendo tú quien echó a nuestro señor a la calle… -respondes, tratando de buscar algo de coherencia en las palabras de Kiseki. -Solo por eso, prefiero entregarle Sakuramori a Isshoku, si eso mejora la calidad de vida de sus pobladores, antes que dejarte un minuto más con vida.

-No puedes matarme… -te reta tu hermano menor. -Por eso te dejaste exiliar, por eso pude sacarte a ti y a nuestro señor con facilidad de esta tierra, por eso dejaste a Honoka indefensa en este lugar…

Las palabras de Kiseki te quitan la poca cordura que te quedaba. La rabia se apodera de ti y no puedes ni siquiera pensar con claridad. Te abalanzas contra tu hermano menor, desenvainas tu fiel daga y comienzas a clavársela justo en la mitad de la garganta.

Una, dos, tres puñaladas… Veinticinco… Llega un punto en que pierdes la cuenta. Puedes ver a ese bastardo ahogarse con su sangre, intentando respirar aire, pero logrando aspirar únicamente ese líquido rojo que emana de su garganta. Con cada puñalada certera que le das, ese orificio que le has hecho en la tráquea expulsa chorros de sangre que te bañan el rostro de rojo. Pero ya ni siquiera sientes los borbotones de sangre que te salpican la cara. Lo único que ves en tu mente son los recuerdos de tu difunto señor muriendo en tus brazos y el imaginativo de cómo pudo haber sido la muerte de tu amada Honoka. Esos recuerdos se vuelven cada vez más y más fuertes, y solo puedes gritar una y otra vez cada vez que le clavas la daga a tu hermano menor. Sientes cómo cada vez que gritas, te liberas en tu interior. Finalmente has vengado la muerte de tus seres queridos, finalmente le has hecho justicia a una vida en el exilio.

Te cansas de apuñalar a ese hijo de puta con toda la saña que pudiste reunir, y te detienes al darte cuenta de que le has destrozado las cervicales y que desde hace un breve tiempo cada cuchillada pega sin problemas hacia el suelo. Ves su rostro y te das cuenta de que tu hermano menor ha muerto a manos tuyas hace algún rato, pero tu rabia te cegó a tal grado que literalmente le destrozaste la garganta antes de volver en ti. Tal fue el destrozo y la saña con la que lo hiciste, que bastó un pequeño corte con tu daga para desprender la cabeza del cuerpo.

Tomas la cabeza de tu hermano menor, agarrándola de su larga cabellera amarrada. El alcohol comienza a hacer su efecto adormecedor en ti, que caes de espaldas hacia el suelo, jadeante y cansado. Acostado boca arriba, empiezas a sentir unos pequeños copos de nieve que caen del cielo.

Puedes escuchar a lo lejos cómo tu banda de mercenarios y la escolta privada del señor de Isshoku llegan hacia ti, recogiendo la cabeza del difunto señor de Sakuramori que cercenaste como trofeo de su conquista. Lo último que recuerdas de ese momento es al líder de la banda llegando con unos ropajes para cubrirte y evitar que mueras de frío. Finalmente, el sake que has bebido desde la hora del caballo te vence por completo, haciendo que caigas en un sueño profundo, esperando que ese fuera el desenlace de la venganza que buscaste por mucho tiempo.

Pero, de ese incidente, han transcurrido tres años. Y todas las noches tienes que ahogarte en alcohol para poder dormir, porque el rostro de tu hermano muerto te persigue cada vez que cierras los ojos.

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