Perdida, magnificada, atesorada y maquillada, diferentes calificativos conmemoran estos años intermedios, donde la fuerza reinaba sin quebrantar y los débiles asumían su aletargada agonía.
Entre ellos, un continente que se perdió en su arrogancia y desapareció sin rastro; relatos partidos, canciones podridas, ninguna cuenta su verdad.
> "¡Oh, Kunza! Tu hijo reclama su posición, reclama tu rencor, reclama tu honor, reclama tu sangre, que ha sido enmarcada en las rocas de Albuquerque; Litografiada como un recordatorio, lleva el peso de nuestra gente.
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> ¡Dejadme hacerles recordar y sentir lo que es desfallecer! Así me carguen, me golpeen, me torturen: ¡No podrán matarme! Y es ahí donde comenzarán sus miedos, sus caídas, sus derrotas…
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> Bendíceme, padre mío; hoy no tengo nada, en un futuro tendré todo. Toma mi sangre, toma mi cuerpo, arrástrame hacia el inframundo si no lo cumplo. Yo, Hiram de Keronte, realizo mi promesa de lealtad y con ello llevo mis deseos al inhóspito futuro."
Hace miles de años atrás, cuando la sangre se derramaba a borbotones y el acero sobresalía por las cumbres, el reino de Keronte fue exterminado. Los reinos vecinos no dudaron en utilizar su única oportunidad y eso llevó a cambiar las reglas en el continente. Ya no yacía la fuerza y rudeza en el continente; ¡Inutilizada!, la ingenuidad de los mismos se hizo más grande. Las traiciones no dudaron en aparecer como rémoras buscando un buen hospedaje, intentado así llamar a la calma, poco a poco, cediendo la sed de sangre y avaricia. El comercio no se vería interrumpido, tendiendo una mentira piadosa para mantener el poco orden que quedaba, mientras las posiciones bélicas se tornan rojas y las fichas cambian constantemente.
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Por el norte tenemos a los Echidnos, de cabellos negros y piel trigueña, con sus palacios de cuarzo blanco; por él este se encuentra las Meerinas, mujeres con piel de porcelana, mientras las colinas de formas puntiagudas refuerzan sus defensas; Kelvac divisa las fronteras con sus jinetes vestidos de color dorado mientras invaden los prados de Caliope. Por el oeste, los Urus manejaban su imperio expansionista con sus técnicas mágicas, mientras imponían su arquitectura piramidal; y los Zamalloa con un aspecto antagonista de una catedral maltrecha oscura, vivían en tierra muerta o poco fértil con sus ejércitos del color negro como la muerte.
Entre las colinas fúnebres y los arroyos de colores grisáceos, se encontraba los vestigios del reino de Keronte, destruidos, acabados y derrotados; ¡Sin alma! La tierra había perdido su color mientras las hojas de los árboles cada vez dejaban de brillar, dejándose morir y pudriéndose en gracia a lo acontecido. Casas inhabitables, restos humanos putrefactos y en la entrada con una calorosa bienvenida, un regalo de sus vecinos; se observaba desde lo más alto de la entrada ahí colgados como simples adornos, las cabezas de la familia real con sus horrores, sufrimientos y humillaciones.
Barbarie, una sola palabra explica mucho ese agobiante día. Así como los Echidnos son conocidos por su perseverancia o los Kelvac por su hidalguía. Keronte recuerda, Keronte guarda rencor, Keronte no se apiada. Los últimos suspiros se resguardaron en esa voz cansina dispersándose más allá de estas tierras, sembrando la incertidumbre en sus vidas, mientras esperan que la voluntad flamee sus corazones, una vez más, para iniciar el doloroso camino hacia la gloria.