> "La muerte es enigmática, triste, arrolladora.
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> Los sueños son magníficos, motivadores, divertidos
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> Pobre de mí, que sueño con morir."
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> Anónimo
Mientras los mantos oscuros devoraban la luz, ensimismado el joven de Keronte, recorría por sus pupilas el pasar del tiempo en cuestión de segundos, sin poder moverse o actuar, la oscuridad se apoderó de él. Perdiendo el rumbo a cuentagotas giró a su alrededor de manera ofuscada, buscando cualquier vestigio de vida.
—¿Hay alguien aquí? —preguntó perturbado el joven.
Solo se podía percibir el sonido del vacío estrujándolo, como los osos de Calíope al devorar a su presa.
—¿Acaso, este es mi castigo? —exclamó agitado —¡Por Narciso! No abandones a tu hijo.
Al no tener respuesta, en un parpadeo, perdió sus sentidos y con ello también su condición. Abrumado por los acontecimientos, rompió las ataduras de su mente y decidió continuar su paso por las tinieblas. Atónito, recordaba los acontecimientos en el yermo caluroso, toqueteándose, se percató que no tenía heridas, ni cansancio, ni tampoco hambre. Esto le hizo dudar sobre su situación: ¿Era un sueño?, o ¿Esto es real?, se pellizcó el brazo izquierdo quedando asombrado por el dolor que sentía. Confundido, decidió seguir su camino a pesar de no saber su destino.
Después de un corto tiempo, la angustia se apoderó de su cuerpo, así como sus pasos empezaban a carecer de fuerza, los efectos de la oscuridad empezaban a tener efecto. Solo le quedaba aceptarla y que recorra por toda su existencia mientras buscaba alguna esperanza.
La falta de comida y sed se hacían esperar, en cambio, en sus pensamientos su único objetivo era encontrar una salida, era muy obstinado, difícil de matar. Pero su cuerpo no es benevolente con él, los traqueteos de sus piernas se hicieron más constantes, no tenía descanso, la inexperta figura de Keronte era obstinada, caminaba sin cesar hasta que su cuerpo empezaba a desfallecer aceptando su realidad.
Mientras Hiram caía, asomaba la mirada a su frente, intentando que sus últimos recuerdos no sean las tierras negras de la desesperanza, y observó a lo lejos una sombra blanca moviéndose incesante, como un punto sobre la nada. No titubeó ningún segundo y se levantó como un halcón peregrino mientras alzaba vuelo rápidamente para capturar a su dócil presa. La fe volvía a él raudamente mientras su corazón empezaba a latir fuertemente.
La tenue luz fue irradiando más, cada vez más impaciente, y por primera vez después de un largo tiempo volvió a creer en ella. De pronto, acabando el frenesí contenido en él, la presencia que se asomaba por los alrededores intimidaba su cuerpo, aferrándose a sus extremidades, envió su invitación al ilusionado Kerontino, que no apartaba su mirada de la luz, con su magna fuerza rompió las tenebrosas enredaderas que emergían de la oscuridad.
Cada vez que la fuerza se oponía al ser arrancadas o mutiladas, estas volvían más gruesas y grandes, de forma atemorizante imponía su presencia en aquel espacio lúgubre; a su vez, por el sendero iluminado, aparecían más sombras en forma de trepadoras intentando acariciar el cuerpo del fornido Kerontino, propiciándole cortes y heridas cada vez que lo conseguía.
—¡Wakon! ¿Por qué tratas de detenerme?, acaso no he sido un buen hijo —sostuvo acaloradamente —Tratas de sumergirme en tus lamentos para devorarme, ¿eso te complace? —exclamaba mientras ejercía fuerza para separarse de las enredaderas.
La sombra se convirtió en luz, la luz se convirtió en fuego y el fuego avivó su deseo. Así, Hiram, escapaba de las enredaderas como un leopardo sobre su presa, mientras arrancaba con sus ásperas manos las sombras trepadoras, con sus fornidos dientes manchadas de sangre las desgarraba y con la empuñadura de su espada, aún afilada, cortaba las sombras más densas esas que eran horripilantes.
La larga noche acortaba el sendero y con ella, sus hijos formaban paredes a su alrededor, ¡movedizas!, intentaban encerrar al joven exhausto entre ellas. Las ideas cambiaron y en ellas aparecieron manos espeluznantes sobre las paredes, con cayos, otras putrefactas y algunas heridas reclamando lo suyo. Con los ojos mirando hacia su futuro, corrió sin voltear, mientras sentía el peso del inframundo en su cuerpo, manoseado, jalonado y herido. Corría con su voluntad en la mano, mientras la oscuridad intentaba aplastar su devoción.
Las imágenes se hicieron más claras para él, su esperanza yacía sobre esas dos antorchas ceceantes con un fuego muy rojizo, las cuales cuidaban de forma solemne la puerta de madera que se erguía en medio de la oscuridad, como un monumento desconocido. De color marrón, adornada con intrincadas filigranas que se retorcían en formas caprichosas y también en el centro resaltaba el relieve de una figura animalca sosegada por el tiempo, era un león feroz que parecía reclamar algo mientras sus colmillos demostraban su poder, así como sus ojos devoraban sabiduría.
El paso se le cerraba y su cuerpo empezaba a sentir la presión del momento, favoreciendo a esas manos tormentosas que reclamaban la piel como trofeo. El tiempo se le acababa, las opciones se reducían y cada vez la luz de esperanza se evaporaba. Tomó una última decisión, y con todas sus fuerzas apretó sus rodillas mientras se elevaba, con un grito embravecido que contenía sus últimos deseos. Saliendo del tormentoso lugar, las andrajosas manos detuvieron una de sus piernas del pobre joven y lo tomaron por la fuerza intentando regresarlo hacia los lamentos. Con sus manos sosteniéndose en la nada empezó a renguear sobre ellas. En un jaloneo incesante, el kerontiano empezaba asomar la victoria, con sus dedos partidos, enrojecidos de dolor, se asomaba a la puerta de madera.
—Yo soy Hiram de Keronte, si los muertos se quieren hacer con mi cuerpo y alma, tendrán que arrebatármelo, matadme si podéis. ¡Tontos Cobardes! —vociferó el desahuciado hombre.
Y en esa injuria, la maldad vaciló y el hombre la aprovechó, tocando la manija de oro, la puerta enigmática se abrió, desapareciendo las sombras que aprisionaban al joven maltratado, cayendo por la fuerza hacia el clamor del recinto. Y una voz se hizo presente sobre él.
— ¿Qué es lo que tu indigno corazón percibió en esos breves momentos? —con una voz intrigada preguntaba.
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El joven fornido alzó la mirada que dormía en el suelo, preguntándose sobre la voz misteriosa que acababa de escuchar. Reflejando en sus pupilas, unos pies descalzos, castigados por el tiempo, seguidos de unas piernas enclenques que cubrían unos mantos de telas finas más allá de la imaginación, colores tan vivos que podría volver locos a las familias más adineradas entre los reinos. De facciones simétricas, de piel pulcra, envejecida como un buen vino, con los ojos de color azul y de cabello blanco corto. Sonreía de manera burlesca esperando la respuesta, la cual nunca llego.
—¿No piensas hablar?, ¿Acaso eres mudo o qué? —sostuvo un poco irritado.
El joven kerontino, volvió a cargar con sus lamentos, alzándose de pie a duras penas. Con una mirada serena se dirigió ante esa figura vetusta, concediendo un largo suspiro.
—¿Qué es este lugar? ¿Dónde estoy realmente? —exclamó coléricamente.
Mientras observaba la morada donde se encontraba, el interior era de forma cuadrada con columnas en forma de herradura las cuales guardaban diferentes formas y colores de puertas, a pesar de su aspecto lúgubre, eran majestuosas, dignas de un rey.
—El que hace las preguntas acá soy yo. —Enfurecido, la figura añosa tomó de los largos pelos del kerontino y los asomó a su rostro.
—Tratas de intimidarme vejestorio —. Con una mirada desafiante, lo observaba firme y detrás de esas pupilas envejecidas pudo ver el miedo de otra forma. Temeroso, retrocedió unos pasos mientras la misteriosa figura esbozaba una sonrisa de satisfacción.
—Ahora lo entiendes, somos diferentes, Hiram de Keronte —expresó.
—¿Cómo sabes mi nombre?, realmente, ¿Quién eres? —comentó detonando preocupación.
—Algunos me tienen miedo, otros se refugian en mí, acompaño a los victoriosos, así como los perdedores. La eternidad me espera, me cobija, me rememora. Soy Érebon, el cuidador de las sombras —enunció fuertemente, calando un sentimiento disruptivo en el corazón de Hiram.
—¿Qué deseas de mí, Érebon?, porque me has traído hasta aquí en contra mi voluntad —declaró Hiram.
—En eso te equivocas, inexperto kerontino —replicaba a la vez que caminaba señalando la puerta de oro macizo de aquel lugar —Meren, te ha llamado, te está esperando. — Con una referencia servil indicó a Hiram lo que tenía que hacer.
—Muy sutil, por esta vez lo dejaré pasar —indicó el pobre joven que entraba por las puertas de oro, deslumbrantes para el ojo humano, llenas de historias de su propia grandeza.
Al abrir las puertas, el recinto era majestuoso, con columnas de corintio provenientes del más fino mármol, en ellas se sostenían unas antorchas de fuego incesantes, iguales a las que observó en su desesperanza. En las paredes blancas se divisaba diferentes cuadros con historias que parecieran contadas por un bardo y en el medio de forma majestuosa se encontraba un féretro adornado con piedras preciosas, de escritura antigua perdida en el tiempo, trazos que evocaban la melancolía como un adiós.
En medio de la admiración y el asombro, las flamas opacaron su fervor, dejando la sala en sobriedad. Su cuerpo sintió una marea de escalofríos, la presión del ambiente cambió. Desde las columnas se asomaba, de gran porte, evocando un sentimiento de tranquilidad, con pisadas fuertes y plausibles, de melena frondosa, ojos pacientes, por otra parte, su cabeza se erguía sus pelos en forma de una majestuosa corona, digan de un rey. A pesar de la luz tenue del recinto, su color blanquecino alumbraba el lugar. Y en ese momento todo cambió, el ostentoso animal se enfureció, atacando al musculoso joven que seguía anonadado por el momento.
Mostrando sus grandes colmillos intentó devorarlo, sobre la marcha, tentando la suerte, los movimientos involuntarios de Hiram tomaron los colmillos de este. Forcejeando con el gran felino logró aguantarlo a duras penas, arrojándolo con su duro cuerpo unos pasos atrás. Agitado, el hombre reaccionó golpeándolo con su espada rota, propiciándole un corte en una de sus patas delanteras. El felino contraatacó con un manotazo, obteniendo ganancias de ella, marcándolo profundamente en la parte superior del torso.
Sangrando, Hiram consiguió esquivar algunos ataques del feroz felino que atacaba con demencia en el pequeño recinto. En algunas ocasiones donde la guardia estaba más baja, Hiram, propinaba fuertemente sus golpes. Dejando cortes en la piel del animal por todo su cuerpo, convirtiendo su piel del aguerrido mamífero como la de un flamenco. El pobre joven sufría el agotamiento de su mente, resultando que sus golpes se vuelvan porfiados y débiles.
El león enfurecido mantenía la intensidad a pesar de la cantidad de sangre derramada. Aprovechando la debilidad del joven pudo tumbarlo contra el suelo, y con toda la fuerza de su mandíbula reclamaba el arrancarle su cabeza. En ese momento de desesperación, Hiram mantuvo la calma, en el forcejeo, el animal flaqueó por el cansancio o quizás en un acto de benevolencia; entonces cogió el vestigio de su espada lanzándola hacia la pata malherida. El magnánimo animal rugió de dolor y en ese momento Hiram cabalgó a la bestia, abrazándola por el cuello, intentándola asfixiarla. En ese momento la cruel bestia empezó a embestirse en las paredes blancas, manchándolas de dolor y sangre, una tras otra los colores se volvían más intensos mientras intentaba aplastarlo con su fuerza. Así los minutos posteriores fueron un baile retorcido para el animal y su jinete, con la gran fuerza que propinaba Hiram, lentamente el león perdía fuerza hasta que flaqueó en su propio charco de sangre.
Los dos cayeron escuchándose un gran estruendo, las costillas de Hiram quedaron hechas trizas, su cuerpo había perdido tanta sangre. Se sentía agotado, así como la muerte acariciaba su cuerpo, en un momento de desesperación vio al animal muerto a su costado, observándolo minuciosamente, encontró un corte en su cuello. Tomándolo con sus brazos, decidió asomarlo a sus labios y empezó a beber la sangre de aquella furiosa bestia. Las puertas de oro se abrieron, era Érebon el cual quedó sorprendido al ver tan grotesca escena.
—¡Por todos los dioses! Que es lo que ha sucedido aquí —gritó acercándose a la escena. —No pensé que podría terminar así, esto nunca ha sucedido en estos miles de años —sostuvo ofuscado.
—Que tratas de decir, maldito vejestorio. — Con una voz amarga respondía. —Me tendiste una sucia y vil trampa. ¿Esperas que te perdone por todo esto? —exclamaba mientras se ponía en guardia.
—No entiendes nada, lo que yace ahí muerto, son los vestigios de Meren—respondía Érebon.
—Y que pretendes que hiciera, él trató de matarme primero —respondió Hiram de forma cautelosa.
—Solo tenía que reconocer tu fuerza, pero esto se salió de las manos y no solamente eso, te bebiste su sangre. ¿No tienes miedo de lo que pueda pasar ahora? —explicó mientras examinaba el cuerpo apagado por las jóvenes manos del kerontino.
—La verdad no — Encogió los hombros. — La muerte es mi fiel amiga, me visita todos los días desde que tengo uso de razón.
—Está bien, quizás esto sea lo mejor de todas formas.
—¿Entonces?
—No hay mucho tiempo Hiram de Keronte, lo hecho, hecho está. Desde ahora deberás cuidarte a menudamente las espaldas y deberás custodiar celosamente el símbolo que llevas contigo —comunicó mientras se acercaba al joven kerantino, tomó el arma maltratada de este y con las yemas de sus dedos le cerró los párpados a regañadientes. —Hasta pronto Hiram de Keronte, la próxima vez que nos encontremos quizás no sea tan benevolente.
—Espera, que tratas de decir…….
Así la oscuridad volvió a su ser, inhóspito, de forma misteriosa. Su mente se reconectaba con su carne y sus sentidos volvían a él como de costumbre. Los sueños regalaban sutilmente oportunidades, así como desgracias, y entre ellas emergía ese joven bárbaro, terco y habilidoso naciendo nuevamente de las cenizas, con nuevos propósitos por delante y venganzas por resolver.