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4 - El taller de relojes

Gabriel llegó una noche a la pensión y doña Zara le entregó un sobre. Él ya no dudó de quien podía ser la carta, y una extraña sensación le indicaba que esta sería el inicio de grandes cambios en su vida. Subió a su habitación. No perdió tiempo. Lo primero que hizo fue romper el sobre. La carta, como las anteriores, era muy escueta, pero significativa en sus palabras:

Querido Gabriel:

El momento ha llegado y no hay más tiempo que perder. Es necesario que nos veamos urgente. Estoy viviendo a diez cuadras de la pensión. La dirección es Azcuénaga 320.

Don Anselmo

Nada más. Ninguna otra explicación. No perdió tiempo. Llamó un taxi y partió rumbo a la dirección indicada.

Se encontró frente a una vieja construcción en cuya fachada con letras desgastadas se leía: "Taller de relojes". El frente del negocio estaba sin iluminar; a esa hora la mayoría de los comercios ya habían cerrado sus puertas. Miró por la ventana a través de una desvencijada cortina de plástico y pudo ver una tenue luz que provenía desde el fondo. Llamó a la puerta, y una voz cascada le respondió desde adentro: ¡Pasa!

El lugar estaba sumido en una penumbra. Cientos de tic-tacs de diferentes tonalidades y ruidos de engranajes aceitados lo recibieron en un recinto atestado de viejos relojes de toda clase. En los fondos se divisaba una silueta de espalda, sentada e inclinada sobre un escritorio. Una única luz proveniente de una lámpara de pared iluminaba el lugar de trabajo del hombre.

—Acércate, muchacho. No tengas miedo —dijo el hombre sin darse vuelta.

Gabriel se acercó y pudo observar a un anciano de pelo canoso. Un fuerte aroma dulzón se respiraba en el ambiente.

—¿Cómo estás, Gabriel? ¡Un gusto volver a verte! —añadió dándose vuelta.

El joven al principio no lo reconoció. Pero pronto cayó en la cuenta de quién era aquel anciano de gruesos lentes, nariz ancha, mejillas rojas y espesas cejas que asomaban por encima de sus anteojos. Una pipa encendida descansaba sobre el escritorio de trabajo; esta era la que emitía ese aroma que inundaba todo.

—¡Vaya que has crecido, muchacho!

—¿Usted es...?

—Don Anselmo. Puedes llamarme don Anselmo.

—¡Sí, sí! Pero a lo que me refiero, ¿es usted el hombre que conocí cuando yo era un niño?

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—En el almacén de don Carlos. Exactamente, muchacho.

Gabriel estaba asombrado. Era aquel anciano que nada había cambiado en todos estos años. Se podría alegar que cuando uno llega a viejo ya no envejece más, pero este hombre se conservaba igual de vital que hacía dieciocho años atrás.

Recordó el comentario realizado por el anciano mientras esperaba ser atendido por don Carlos: "¡Buen libro ese! ¡El viejo Verne me hizo caso!".

—J.V. Ahora caigo -dijo Gabriel pensando en voz alta y volviendo a la realidad.

—¿Cómo, muchacho?

—J.V. ¿Julio Verne?

—Exacto. Pensé que ya me ubicabas.

—Sinceramente no me acordaba de usted, y esas posdatas con que culminaba cada carta me rompían los sesos: "El amigo de J.V.". Muy gracioso de su parte.

—¿Gracioso?

—Pues si alguien dice ser amigo de una persona que vivió en el siglo diecinueve, resulta gracioso, y hasta un poco tonto, diría.

—Te asombraría saber la cantidad de gente que he conocido.

—Quisiera entender de qué se trata todo esto. Usted me ha estado enviando libros desde que estaba en el orfanato. ¿Es acaso usted un pariente lejano mío?

—En absoluto, muchacho.

—¿Entonces cuál es el motivo de todo esto? ¿Qué es lo que busca?

—Todo tiene una explicación, pero la mejor explicación que yo pueda darte de todo este asunto te resultará inverosímil. Solo quiero pedirte que me des la oportunidad de aclararte el tema. Después tú decidirás.

—Lo escucho, entonces.

—Bien, pero no aquí. Quiero enseñarte algo.

Don Anselmo se puso de pie.

—Ven, acompáñame -le dijo acercándose al centro del salón.

Hizo a un lado una alfombra que cubría parte del piso de madera. Debajo ocultaba una portezuela que daba entrada a un sótano. El anciano tomó el asa y, con esfuerzo, tiró hacia atrás y dejó al descubierto la entrada. El sótano estaba iluminado. Una escalera un tanto maltrecha conducía hasta el fondo.

—Acá guardo algunas reliquias que son, en cierta forma, recuerdos de todas mis épocas vividas en este lado del mundo.

Gabriel no comprendía las palabras del viejo. Pero decidió no hacer comentarios por el momento.

—Baja con cuidado, Gabriel, los escalones están medios flojos.

Comenzaron a descender. Tomando como referencia la escalera, sobre su lado izquierdo, amurado contra la pared, se levantaba un armatoste muy rústico de antiquísima madera pulida, el cual formaba una extraña combinación: era biblioteca y a la vez cama. Contaba con cuatro estanterías en donde se apilaban polvorientos libros que tan solo eran una parte del total, y, casi al ras del piso, debajo de estas estanterías y sirviendo de soporte de toda la construcción, se acoplaba una plancha de madera como si fuera una estantería más, pero con la particularidad de ser un poco más ancha que las otras.

Esta parte del mueble servía de elástico sobre el que se desplomaba un colchón con un par de mantas encima. A la derecha de la escalera, sobre la otra pared, se amuraba un inmenso cuadro en el cual se destacaba la imponente figura de un unicornio parado sobre sus patas traseras, en una actitud desafiante y majestuosa. En el centro del sótano se hallaba una gran mesa de la misma madera que la "bibliotecama" (tal era el nombre que se le había ocurrido a Gabriel desde el primer momento que vio aquel mueble). Sobre esta mesa, y en gran desorden, había libros, anotaciones varias y objetos diversos. Al fondo del sótano, perdidos entre las penumbras sobre el piso, sin orden aparente, y apilados hasta el techo, había cientos de libros más, y algunas reliquias a las que don Anselmo les brindaba cuidados y de las que se negaba a desprenderse. La habitación se completaba con una alacena, repleta de utensilios rústicos, y una cocina; el baño se encontraba escaleras arriba.

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