Al principio, la estancia en ese lugar fue tormentosa para Gabriel. Había dejado de ser el niño alegre e imaginativo que solía ser y carecía de deseos. La vida no tenía sentido alguno para él. Enojado con Dios, constantemente le reprochaba por haberse llevado a sus padres y dejarlo solo.
A pesar de las sesiones con el psicólogo y las charlas del cura párroco, quien intentaba explicarle el propósito de Dios en la vida, Gabriel se convirtió en un niño retraído que solo cumplía las tareas del orfanato, sin más ni menos. Había perdido el placer de vivir y ya no sentía interés en leer esas maravillosas historias que antes lo transportaban a un mundo de ensueño.
Corría enero. Al tercer año de su residencia en ese lugar, ocurrió algo inusual en su cumpleaños número catorce. Ese día, que solía ser especial en otros tiempos, llegó un paquete con su nombre y la dirección del orfanato. Al abrirlo, encontró un libro muy gastado.
Tenía una encuadernación fina y tapas duras, con un hermoso dibujo de un anillo en relieve y caracteres indescifrables grabados en su interior, y un fondo con un mapa de montañas, territorios, bosques y ríos. El libro era "El Señor de los Anillos" de J.R.R. Tolkien, con mil trescientas páginas.
—Gracias —dijo Gabriel al cura sin mostrar emoción, solo por cortesía.
El cura le sonrió y le aclaró que él no era el autor del regalo, ni tampoco alguien del orfanato.
—Parece que tienes un amigo ahí afuera —le respondió el cura.
Gabriel no indagó más, creyendo que las palabras del padre Mario eran un intento de animarlo y que el autor del regalo era, sin duda, el propio párroco, ya que no conocía a nadie más afuera. Guardó el libro, ya no sentía interés por la lectura hacía tiempo.
Al día siguiente, mientras Ana, una mujer entrada en años y kilos, le servía un plato de sopa, le dijo:
—Supongo que no te habrán dado ese libro de brujería...
—¿El libro que me regaló el padre? —preguntó Gabriel sorprendido.
—¡Dios mío! —exclamó la mujer, persignándose—. ¿Entonces te lo dieron?
—¿Qué tiene de malo? —preguntó Gabriel.
—¡Quién sabe! Pero viniendo de un anciano con aspecto de loco, se puede esperar cualquier cosa.
—¿Anciano loco? —pensó Gabriel—. ¿El padre Mario?
—¡No! ¡Cómo se te ocurre pensar eso! Me refiero a un anciano con pinta de chiflado que me abordó en la calle cuando fui a hacer las compras.
—Pensé que había sido el padre. Además, no conozco a ningún 'anciano loco' —dijo Gabriel.
—¿No lo conoces? Él parecía conocerte muy bien. Me dijo claramente: "entrégale este libro al niño Gabriel". Además, me pidió que te dijera que era amigo de Jotavé... y no sé qué más.
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—Jotavé, ¡qué nombre tan extraño! No conozco a nadie con ese nombre —respondió Gabriel.
—¿No conoces a nadie...? ¡Ya me parecía que era un engaño! ¿A quién se le ocurriría poner un nombre tan ridículo? Por eso le entregué el libro al padre Mario.
El énfasis que Ana puso en que no leyera el libro despertó la curiosidad de Gabriel, especialmente después de afirmar que era un libro de brujería. Pronto descubriría que era mucho más que eso, era el descubrimiento de un mundo impresionante, un mundo poblado de elfos, hobbits, enanos, orcos, magos y todo tipo de criaturas fantásticas. Ese mundo no era otro que la Tierra Media.
Este no sería el único libro que recibiría de aquel enigmático "amigo". En los años venideros, se sucederían más libros del mismo género.
A partir de ahí, Gabriel encontró en el orfanato no solo un refugio, sino también una comunidad de almas perdidas que compartían su destino. A pesar de su inicial retraimiento, gradualmente fue entablando relaciones con los otros niños y el personal que allí trabajaba.
Entre los niños, Gabriel se convirtió en una especie de hermano mayor para algunos de los más pequeños. Les contaba historias antes de dormir, llenas de aventuras y magia, inspiradas en los libros que solía leer antes de que la tristeza lo envolviera. Estas narraciones se convirtieron en un ritual nocturno que los niños esperaban con ansias, un breve respiro de la realidad sombría que los rodeaba.
Con el personal del orfanato, Gabriel desarrolló una relación de respeto mutuo y agradecimiento. La directora, una mujer de mirada compasiva y voz suave, siempre estaba dispuesta a escuchar sus preocupaciones y brindarle palabras de aliento. Los cuidadores, aunque a menudo sobrecargados de trabajo, siempre encontraban tiempo para una sonrisa o un gesto amable hacia Gabriel y los demás niños.
Sin embargo, no todas las interacciones eran positivas. Había algunos niños que, al igual que Gabriel, llevaban consigo las cicatrices del abandono y la pérdida. Algunos de ellos, en su dolor, se volvían resentidos y hostiles, buscando desahogar su ira en los demás. Gabriel aprendió a lidiar con estas actitudes con paciencia y comprensión, sabiendo que el dolor que compartían los unía más de lo que los separaba.
En resumen, la vida en el orfanato estaba marcada por una compleja red de relaciones humanas, en la que Gabriel encontró tanto apoyo como desafíos. Estas interacciones contribuyeron en gran medida a dar forma a su carácter y a su percepción del mundo que lo rodeaba, preparándolo para los desafíos que enfrentaría en el futuro.
Cuando Gabriel alcanzó los dieciséis años, una nueva etapa de su vida comenzó a desplegarse ante él. Después de sus lecciones matutinas en el orfanato, dedicaba cuatro horas cada tarde a trabajar como cadete en una oficina cercana. Cada peso que ganaba era un escalón más hacia la independencia que tanto ansiaba, cada tarea cumplida una victoria en su lucha por un futuro mejor.
Y así, con el tiempo, llegó el día en que finalmente cumplió dieciocho años. Las heridas del pasado, aunque aún presentes, habían cicatrizado, y Gabriel se encontraba listo para enfrentar el mundo que lo esperaba más allá de las paredes del orfanato. Fue entonces cuando se despidió con un fuerte abrazo del cura Mario, quien a lo largo de los años se había convertido en su segunda figura paterna, en un faro de guía y apoyo en tiempos difíciles.
Al cruzar la verja del orfanato, Gabriel se detuvo un momento para mirar hacia atrás. Allí, entre lágrimas y sonrisas, se encontraban el cura Mario, Ana con su imponente presencia, y los chicos a quienes había brindado consuelo con sus historias nocturnas. Cada uno de ellos representaba un capítulo importante en su vida, un recordatorio de los lazos que había forjado en su camino hacia la adultez.
Pero mientras contemplaba el pasado, Gabriel también dirigía la mirada hacia adelante, hacia el futuro que lo aguardaba en la calle que se extendía ante él. Era el comienzo de una nueva vida, llena de desafíos y oportunidades, y Gabriel estaba listo para abrazarla con valentía y determinación. Con paso firme, salió a la calle, con la certeza de que, pase lo que pase, siempre llevaría consigo los recuerdos y las lecciones que había aprendido en el orfanato.