El día prometido había llegado. Vlad terminaba de pasarse la navaja al rasurarse la cara, acabada la última gota de espuma se observó en el espejo, dedicando una gentil sonrisa. De rostro de rasgos suaves con mentón cuadrado, de un apuesto joven de veinte años; en el límite de un guerrero y un caballero de alta estirpe. Ojos aguamarina en contraste de la negra cabellera negra atada en una cola de caballo, que llegaba a la nuca. De alta estatura, cuerpo de músculos tonificados de complexión hercúlea, en abdomen cuadrado cual escudo de hierro en el que se marcaban algunas cicatrices por los entrenamientos.
Creció entre soldados. Orlox temía que los tiempos de paz volverían su progenie débil, por lo que envió a sus hijos a aprender del general Lawrence en las barracas del sur. Aprendió el arte de toda arma blanca, y los combates cuerpo a cuerpo, sin despegar los modales reales al volver por temporadas a la fortaleza Inmortalis.
La diferencia entre su hermano y cualquier otro príncipe, Vlad era más un guerrero que un noble, aun así, aceptó ser rey más por deber que por ambición. Apenas podía contener el aliento, la mano temblaba al sostener la navaja cercana a resbalarse; se cortó levemente la mejilla y amortiguó el sangrado al limpiarlo con algodón.
—Aquí vamos… todo saldrá bien… —Vlad sin camisa, únicamente con unos pantalones de botón abierto se masajeó el botón de piel suave aun punzante tras terminar de afeitarse—. Puedo hacerlo… sé que puedo. Me he preparado durante semanas… no… toda mi vida para este día. Solo ponen esa cosa en mi cabeza, saludo a la gente… y me sentaré en esa silla durante horas… luego baile… beberé como si fuese Adrien en una fiesta cualquiera… puedo hacerlo. Seré un rey… seré un buen rey. No hay peligro a que la cague y la gente se revele por tomar mi cabeza en una pica.
Un guerrero no igualaba a gobernar. Vlad conocía la diferencia y subiría al trono con la mentalidad de proteger el pueblo. Sus inseguridades se compensaban al tener a su padre a su lado, el concejo de un sabio que llevó la corona. Un título que según en palabra de Orlox la definía como una maldición, dejabas de ser humano para proteger al país. Ante esa advertencia seguía de pie a su convicción.
Adrien buscaba la libertad, Vlad reconocimiento. Las leyes de sucesión se invirtieron por decisión de los hermanos, además el príncipe nunca estaba solo. Todavía venía a su mente la ultima conversación que tuvo con su padre. Al joven príncipe lo mandaron a llamar al estudio, una cómoda biblioteca bajo la luz de la chimenea en la que el rey deslumbraba pacíficamente, desde su sillón envuelto en la bata para dormir y alejado de la cantina que había sido vaciada por orden de la reina. Ninguna gota de alcohol caería en la garganta del monarca.
Sin mirarlo Orlox asaltó con una cuestión que tomó por sorpresa a Vlad: “¿Un rey debe ser amado o temido?”
No dudó en contestar que debía ser amado por su pueblo, ganándose que una enciclopedia de la historia de Artizan, escrito por Haunted. Vlad lo esquivó a duras penas, al recogerlo para exigir una explicación, Orlox apuntó al libro tras ahogarse con una botella de agua entera.
Que en esa narración contaba la historia de muchos reyes de Artizan, todos temidos por su gente al conocerlos en sus tiempos de conflicto y como los confrontaron, sin piedad para los traidores, sin clemencia para el invasor, pero sobre todo hacer lo que se debía hacer por proteger el pueblo.
Vlad no podía cerciorar si su padre estaba ebrio o no, sus ojos se mostraban ojerosos por noches en vela al luchar con la abstinencia y con seriedad continuó ese sermón. Mano puesta en el hombro mirándose fijamente, el rey indicó que un solo acto atroz salvaba miles. El miedo era la espada y maldición que necesitaría al colocarse la corona, siempre que asegurase no cargar con el odio.
Mantener al pueblo satisfecho y a la vez temeroso, el equilibrio de esos factores colocaba los cimentos de un reinado prospero. Sin embargo, que debía cuidarse de los amables, aquellos que sonreían abiertamente a sus acciones y a sus espaldas afilaban los cuchillos empujados por la ambición. Un verdadero rey los identificaría para cortarles la cabeza, antes de que envenenasen sus tierras con conspiración y muerte. Un acto desalmado por evitar cientos más.
Esa conversación continuaba latente en la mente de Vlad, lo perseguía en el velo nocturno. El tener que estar siempre con la vista en el hombro, sacudía las entrañas. Un golpeteo en la puerta lo sacó de las cavilaciones.
—Pasa. —Vlad puso la navaja en el lavabo, y una figura femenina entró al cuarto de baño.
—¡Oye! te estabas tardando y vine a buscarte. —Llegó a saltos la mujer de baja estatura, apenas llegaba al metro cincuenta—. Necesitas estar radiante para tu coronación.
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Agatha se mostraba como una mujer elfina delgada de baja estatura, de rasgos finos que la hacía lucir como una muñeca de porcelana. Piel color canela y ojos afilados de color purpura. Las orejas puntiagudas eran tapadas, al llevar un gorro similar al de los arlequines con varias colas, de las que colgaban en sus puntas adornos en forma de astros dorados: lunas, estrellas y soles. El ajustador en la frente una diadema con un rubí rojo, la llamada corona que la ayudaba a manifestar y amplificar su magia. Una cola de caballo trenzada salía por atrás del sombrero, con un broche rojo en la punta. Su traje se conformaba por un vestido de colores rojos y dorados, con detalles dorados adornados por estrellas y runas. Llevaba unas pantimedias ajustadas rojo y azul.
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Sonrisa siempre radiante, leal y una animosidad descarada que rosaba lo asfixiante. Era como definía Vlad a su ayudante. Cuando la conoció de adolescente no podía creer que era mucho mayor que él, de una edad que rondaba a los cuarenta por ser un elfo, y una apariencia de una joven de dieciocho de baja estatura. Cosa rara entre los de su clase, que destacaban por ser gente alta de facciones afiladas, rostros delgados de porte hermoso, inclusive los hombres se veían andróginos.
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—Hago lo que puedo… —Vlad pasó al lado de ella, sin notar la sonrisa maliciosa recién cagada al mirarlo de reojo, y no pudo evitar la tentación para pegarle una nalgada.
—¡Prestas! —La sacudida lo hizo saltar pegando un chillido agudo lo que le hizo taparse la boca sonrojado. Temía que el resto de los mercenarios y militares dentro de las barracas lo descubrieran.
—¿Qué te pasa, enana? ¿Quieres que me derroquen antes de empezar?
—Tranquilo, niño. —Flexionó los brazos mostrando músculos—, ¡yo te cuido! Ese es el trabajo de tu guardaespaldas y escudero.
—No digas eso en voz alta… —Se pasó la mano en el rostro—, ya de por si creen que nuestra relación es demasiado extraña.
—No sé de qué te quejas, ya quisieran tener una talentosa y linda hechicera como protectora —En una cantarina voz guiñó un ojo confiada y engreída.
—Cállate y ayúdame con mi ropa. —Movió la mano para que lo siguiese—, dijiste que debo verme radiante ¿Qué tienes para mí?
En los próximos minutos Agatha flotaba usando su magia, al sacar vestido tras vestido que botaba en cama del simple cuarto de paredes de ladrillos y un armario. Vlad observaba apenado todo lo que su amiga lo hacía probarse, ella volaba de un lugar a otro descartando alternativas.
—Este luce perfecto… ¡no, no! ¡Este mejor! —Agatha actuaba como una niña al arrojar y retirar traje traes traje, aun ya angustiado Vlad.
—Se supone que teníamos uno previsto… —Apuntó a uno de los jubones en la cama.
—¡Encontré otras cinco alternativas! Fueron amor a primera vista —excusó—, haz lo que te digo. No podemos fallar, este es el día más importante de tu vida. Todo debe ser perfecto y como escudera no puedo permitirme ningún error.
—Llegar tarde podría ser el peor error de mi existencia… —Vlad tomó la primera prenda que vio—, este y nos vamos.
—Que se jodan ¡vas a ser rey! Todos tendrán que agachar la cabeza al saludarte de no querer ser decapitado. —Agatha analizó el traje y asintió positivamente antes de salir de la habitación—. Veamos cómo te queda.
Una vez terminado Vlad se vio de nuevo en el espejo. Iba vestido con un abrigo rojizo de detalles dorados, del que salían chorreras blancas de las mangas. Iba con el traje abierto en el torso, por donde se veía la camisa blanca sobre la cota blindada. Como regla llevaba espada y pistola enfundadas en el cinto, unos pantalones blancos y botas cafés con broches dorados. La larga cabellera negra atada pro una cola de caballo, y el flequillo abierto bien peinado.
—Puedes pasar… —Llamó y entró de nuevo la joven, cuyos ojos deslumbraron para una elevada subida en el ego de Vlad, quien recibía cualquier alago con los brazos extendidos al esbozar una sonrisa ladina, afilada cual cuchillo—. ¿Qué tal?
—Te vez decente. —Asintió al mostrar el pulgar.
Cruzaron los pasillos de las barracas repletas de soldados en paredes de roca. Agatha escoltaba al caminar al enfrente, resaltante al marchar orgullosa y alzar su báculo para que abrieran paso al próximo rey. Cada hombre y mujer palmearon la espalda de Vlad, no lo veían como un noble pomposo, si no como uno de los suyos, otro guerrero que creció entre las armas desde muy joven, por lo que existía confianza.
Hubo promesas de eterna lealtad, risas en las que se invitaban a brindar con vino en honor al nuevo rey. Algunos clamaron que sería raro llamarlo por el arquetipo de señor una vez que se colocara la corona. En todo el recorrido Vlad nunca soltó la empuñadura de la espada, listo para sacarla en una mano temblorosa que podría resbalarse de los dedos: los nervios lo comían por dentro. Todo cambaría y aun cuando decía que podría manejarlo, en el fondo maldecía a Adrián por haberse escapado con su amante a cabalgar en las praderas.
Desde el instante que la corona se ciñe en su cabeza, nunca volvería a ser el mismo hombre, una nueva vida nacería o el final de la misma, lo gritaba en las entrañas y no podría escapar de ese hecho.