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Black dragon (Spanish version)
Capítulo 1 Bienvenida de los héroes

Capítulo 1 Bienvenida de los héroes

Capítulo 1

Bienvenida de los héroes

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A la mañana siguiente, transitando por un sendero del Bosque Carmesí, una madrugadora salió a ganarse el pan de cada día. Naila, una joven mujer de largos rizos claros, vestida con atuendos color beige (diseñados y cocidos por ella misma) acarreó una carreta destinada a los burros. No contaba con un animal que la transportara como los demás campesinos de la zona, solo sus manos astilladas y la fuerza inusual de su delgado cuerpo, llevaron la cosecha del día.

Su clientela había disminuido ese último tiempo, por culpa de la multiplicación de la carne de venado en épocas de caza. El bosque Carmesí era denominado así por las hojas rojas de los árboles en otoño. Sin embargo, Naila sostenía la teoría de que su nombre provenía de las muertes de los herbívoros, los principales platillos de Advaland. Las personas del reino le arrebataban a los depredadores su comida, para engordar a su población despreocupada y cómoda, ajena a lo que ocurría en el exterior. Las batallas del Rey Empirio Virtanen no cedían, el reino se expandía al sur, hacia tierras más frías, arrasando con el ecosistema, junto a las razas que lo habitaban.

Naila era consciente del cambio en su hogar, los soldados circulaban por los caminos reales, siempre cargando catapultas, grandes ballestas de madera y hierro, inclusive acompañados de auténticos mercenarios como ogros. Pero ella solo podía hacer una cosa en medio de esa situación, esconderse e intentar sobrevivir.

Caminó agotada, habiendo recorrido largas distancias en busca de nuevos clientes, interesados en comprar los vegetales de la huerta que cuidadosamente mantenía pese a las adversidades. Nunca fue habilidosa en trabajos manuales, como sí lo era el resto de su familia, pero su simpatía y buen humor la covnertían en una empresaria talentosa. No obstante, a pesar de su personalidad alegre, también se desanimaba con facilidad.

—No hemos vendido vegetales hoy. Las personas prefieren comer carne y beber vino. Si esto sigue así, no podremos conseguir monedas —dijo, desganada. Sus lamentos fueron escuchados por sus acompañantes, tres conejos que la seguían como una sombra. Nona, la coneja de pelaje oscuro, que siempre se ubicaba en su hombro derecho, tembló al asociar la noticia con el hambre. En cambio, Lulú, la coneja de pelaje dorado, ubicada en su hombro izquierdo, intensificó el deprimente ambiente.

—No te preocupes, Nona. Sobreviviremos, no moriremos de hambre. Son los últimos vegetales que nos quedan, pero ya verás, conseguiré un buen trabajo. No puede irme tan mal como la última vez. —Intentó animarla—. ¡Compraremos muchas semillas y cultivaremos la huerta más grande de todas! ¡Nuestros alimentos serán los más sabrosos, reviviremos en las personas el gusto por los vegetales! —exclamó; sin embargo la mirada desalentadora de Lulú, hizo que sus esfuerzos fracasaran.

—¡¿Por qué ninguna de ustedes confía en mí?! —gritó, aturdiendo los delicados oídos de las conejas.

En contraposición a las hembras, el tercer animal mordisqueó una zanahoria, uno de los productos de la huerta dentro de la carreta, despreocupado por el futuro de la particular familia.

—Apuesto a que Toto sí me apoya, ¿verdad? —preguntó Naila, buscando la aprobación del conejo, pero lo que halló fue a un devorador de zanahorias en plena acción. Toto, con la boca llena, se detuvo, la miró con los ojos negros y saltones, para luego continuar devorando el gran banquete.

—¡No te comas la mercancía! —suplicó apretando los puños, como solía hacer cuando era una niña y encontraba a su padre comiendo directamente de la huerta.

Siguió avanzando. De repente, alertado por un interesante olor, Toto saltó hacia la cabeza de Naila, la que conservaba un largo pañuelo cubriéndole el cabello.

—¿Qué ocurre? —le preguntó siguiendo la mirada del conejo, hasta que halló a un hombre desnudo tirado a un costado del sendero. Naila creyó que su vista la engañaba, ya que los asesinatos y asaltos en ese sector del bosque no eran muy frecuentes, por esa razón lo escogía para retornar a su hogar.

De inmediato corrió hacia él, debía verificar si estaba muerto o necesitaría auxilio. Toto se adelantó a olfatearlo, para brindarle información precisa a su compañera de aventuras. No identificó el olor del vino ni de la sangre, tan habitual en los moribundos. En su lugar, se encontró con un aroma acre.

—¿Dices que no huele a sangre y a vino? —interpretó Naila recogiendo una rama y picándole el brazo al extraño—. ¿Unos bandidos habrán robado su ropa? Debió ser un grupo numeroso para someterlo… se ve amenazante.

De pronto, Toto saltó sobre el derrotado y lo mordió en el trasero para hacerlo reaccionar. Naila retrocedió asombrada. Por un lado, temía que el sujeto despertara enfurecido, y por otro, la vergüenza que sentiría cuando lo viera, dándose cuenta de que no estaba vestido frente a una dama. Pero todo eso se esfumó, cuando el dedo índice del hombre apenas se movió en respuesta.

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—Miremos el lado positivo, está con vida. —Respiró aliviada.

Se puso de pie, limpió su ropa polvorienta de tierra, para luego exclamar:

—¡Rápido, hay que subirlo a la carreta y llevarlo a casa!

Los conejos, confundidos por la orden de Naila, la miraron ladeando la cabeza.

—Olvídenlo, yo me encargo —afirmó cruzando los brazos, un tanto nerviosa de acercarse al extraño. Ninguno de sus compañeros tenía las condiciones para ayudarla, después de todo, eran solo conejos.

Naila tomó el brazo del sujeto y lo arrastró, era pesado, más de lo que imaginaba. Tardó en ubicarlo delante de la carreta, el doble para subirlo. Una vez estuvieron preparados para partir, avanzaron hacia el norte.

Atardecía en el reino de Advaland. La caravana de soldados, liderados por la reina Megara, regresaban triunfantes con tres grandes jaulas de madera, cuyo contenido enseñaba la caza que habían llevado a cabo en las montañas. No se trataba de tres gigantes, los habitantes de aquellas elevadas zonas, sino de tres dragones negros, de menor tamaño que Raito.

Los pobladores de Advaland aplaudieron a sus héroes, aclamándolos y lanzándoles flores a su paso. Las historias de los feroces dragones negros eran propias de los reinos del sur, servían como advertencia para los aventureros que navegaban a otros continentes repletos de bestias malévolas. Se decía que se alimentaban de carne humana y que engañaban a los reyes ofreciendo sus servicios, para finalmente infiltrarse y comerse incluso a los bebés en los vientres de las madres. A pesar de las leyendas macabras, los niños no podían evitar maravillarse por los dragones. Deseaban encontrarse con ellos, verlos expulsar las llamas rojas y volar por los cielos, levantando el techo de las chozas con la ráfaga que producían sus alas.

Elías cabalgó a paso lento entre la multitud que se apartaba, abriéndole el camino hacia el castillo, pensando en lo estúpido que sería recibir tantos halagos por algo que naturalmente hacía, asesinar en nombre del rey. Escuchó a un niño desear ver a los cadáveres de los dragones negros volar. Cerró los ojos en respuesta. No comprendía por qué las historias no los asustaban. Se suponía que los niños debían temerles.

La caravana terminó a los pies del castillo. Las puertas del mismo se abrieron de par en par. Todos los soldados y pobladores se arrodillaron cuando salió al exterior. El rey Empirio, sexto en su nombre, descendió por las escaleras hacia los proclamados héroes. Lo cubría un enorme tapado rojo, con pieles de zorro blanco en las puntas. Una corona adornada con rubíes y esmeraldas se abrazaba a su cabeza. Los años le habían dejado el cabello canoso. Tenía los ojos oscuros, tal y como poseían sus ancestros. No era un rey guerrero, pero insistía en entrenar a menudo las artes de la esgrima y el combate, para enfrentar a cualquiera que pretendiera tomar su vida por ideales, venganza o bienes materiales. Era un soberano amado por su pueblo, odiado por los esclavos y las criaturas fantásticas.

Solía levantar su brazo derecho a lo alto y bajarlo para cortar cabezas en la guillotina o quemar con llamas azules. Los prisioneros alegaban, agonizando mientras esperaban su condena, que tenía un poder en ese brazo, porque cada vez que lo alzaba alguien moría.

—Su majestad, hemos traído los dragones negros que pidió —dijo Megara, también arrodillada frente a su amado esposo. Empirio recordaba haberle pedido que no se arrodillara, una reina nunca lo hacía, pero Megara no era como las demás reinas; sabía manejar las artes oscuras, asesinar y engañar.

El rey miró adelante, a las tres jaulas, serio. Contrató a cuatro dragones para que llevaran a cabo una misión en su nombre, claramente faltaba uno. Regresó la vista hacia Megara y obligado a inclinarse, le elevó el mentón con ternura y le susurró:

—Has cumplido el anhelo de tu rey; disfruta de nuestro momento de victoria.

Se dirigieron a las jaulas, caminando entre los caballeros. La mayoría estaban heridos, con las mayas ensangrentadas, rozadas por el fuego rojo, las armaduras agrietadas y los yelmos abollados. Les costaba mantenerse firmes, sin desplomarse por la ardua travesía. Cualquiera que mostrara debilidad a los ojos del rey sería severamente castigado. Esto forjó, a lo largo de la historia de Advaland, a cobardes de cortas vidas y fuertes hombres que terminaban su vejez con apenas un par de miembros.

Empirio tocó las escamas del dragón más pequeño de los tres. Estaban frías, como si el calor del fuego nunca hubiera habitado en ellas, no eran ardientes como Megara le había explicado.

El Consejo de ancianos le sugirió que no se casara con una hechicera, eran astutas y amaban el conocimiento, pero podían asesinar a un simple mortal con el chasquido de sus dedos. Empirio conocía los riesgos, no obstante, Megara era más propensa a ser una protectora, que una enemiga. Era increíble lo que la libertad significaba para los esclavos. Aquella mujer moriría por el hombre que la liberó.

—Forjar espadas con estas escamas le otorgará a su ejército un poder inimaginable —afirmó.

Empirio no se permitió dudar de la palabra de la reina, apartó la mano y miró a Elías, quien estaba preparado para contarle lo que sucedió con el cuarto dragón desaparecido.

—Mis disculpas, su majestad. Ha huido uno de los dragones.

—Capitán, despreocúpate. Tendrás oportunidad de cazar al último de ellos. Además, ¿dónde se escondería un dragón negro? No existe territorio seguro bajo mis dominios.

El sol se opuso y la noche reinó en el Bosque Carmesí. Raito reposó sobre la cama de Naila, todavía hundido en un profundo sueño. Los conejos se acostaron rodeándolo en custodia, previniendo que su despertar no fuera peligroso para su compañera. Naila se encargó de encender las velas de toda la casa, siempre intentaba que la iluminación de su hogar no fuera intensa, para no atraer a los bandidos nocturnos.

Una vez resueltas las tareas, se sentó a asearse. Después de recorrer el extenso sendero tirando de la carreta con un gran peso encima, estaba sucia y empapada de sudor. Se retiró el pañuelo, para posteriormente verter agua sobre su cabeza. Al mover el cabello reveló su secreto, el que guardaba para no ser descubierta por los humanos. Unas largas orejas de conejo se alzaron, del mismo tono que sus rizos. El agua tibia recorrió su desnudez. La marca con el número noventa y nueve en el abdomen seguía intacta como el primer día, cuando fue marcada por hierro ardiente.

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Humedeciendo la esponja, comenzó a tararear una canción de cuna que cantaba su madre. La voz dulce de Naila viajó hasta llegar a oídos de Raito. Reconoció esa canción al instante, la escuchó muchas veces junto a sus hermanos en el bosque, entre los árboles, con los espíritus de la naturaleza volando a su alrededor.

El dragón negro abrió los ojos para retornar a una realidad que no lo favorecía.