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Capítulo 0
La caída del dragón
Dragones,
seres majestuosos y llenos de poder.
Su origen es un misterio. Algunos alegan que son tan antiguos como el mismísimo mundo. Otros especulan que un hechicero, en su afán por practicar las artes oscuras, los creó experimentando con esclavos, vagabundos y enfermos, personas que perdieron la razón de vivir.
Estas criaturas adoptan forma humana, piensan, sienten y eligen por sí solos.
Dos caras de una misma moneda, dos razas de dragones se dividieron, igual que el bien y el mal; luz y oscuridad. Mientras los dragones plateados se empecinan en servir y proteger a sus reyes, los dragones negros, lo hacen en destruir.
Era la primera madrugada de luna llena. Esta se alzaba en los cielos, la única que iluminaba el bosque. Los dragones plateados detestaban la luna, más si interfería en sus batallas. Poseían hermosas escamas, similares a largos pétalos de flores, que reflejaban la luz cual si fuese un enorme espejo que los delataba.
Elías debía servir a su rey, esa era la tarea que le encomendó el haber nacido como un dragón plateado. Si aquel hombre le ordenaba asesinar a un dragón negro, él lo haría sin dudarlo. Se elevó dándole la espalda a la enorme esfera blanca, cubriéndola con sus alas. El contraste de sombra hizo que sus ojos celestes brillaran, mientras observaba con detenimiento su más desafiante objetivo. La diferencia de fuerza entre las razas de dragones era importante. Los plateados estaban en desventaja desde tiempos inmemorables, pero a Elías no le interesaba la historia, ni la desventaja; siempre tenía un as bajo la manga. No solía actuar por impulso. Al contrario, era calculador, utilizaría cualquier método, fuera sucio o no, para triunfar. Solo le importaba complacer las ambiciones de su amo.
El choque entre dragones se sintió a kilómetros y kilómetros a la redonda. Las llamas azules no alcanzaron a los soldados, quienes aterrados, con armaduras y rostros sucios de cenizas, aguardaban el desenlace. A diferencia de las primeras, las llamas rojas sí lo hicieron. Los cadáveres se fueron multiplicando, carbonizados con la furia del dragón negro. A pesar de los riesgos de permanecer bajo una batalla de estas indomables criaturas, la reina Megara, primera hechicera que ascendió al trono, presenció el espectáculo con evidente disfrute.
En aquel entonces, las hechiceras eran vistas como nómadas de reinos, aceptaban trabajos a cambio de oro. En cambio Megara, se quedó en un castillo gracias al amor que le tenía a su rey, el hombre que la liberó de la esclavitud. Incontables veces Empirio, su esposo, le había pedido que se vistiera adecuadamente, con vestidos dorados, portando joyas con tréboles de cuatro hojas, símbolo del reino de Advaland. Pero Megara insistía en lucir el atuendo tradicional de una hechicera, desde la tela morada hasta el profundo escote, siempre manteniendo visible las marcas de su profesión. Llevaba una corona de oro con rubíes, la sola evidencia de que era una reina.
Observó a los dragones volar de un lado para otro, arrojándose bolas de fuego. El negro sabía que esa mujer era la culpable de sus últimas desgracias, y ella, conservando la malicia en su sonrisa, sabía que serlo significaba tentar a la muerte.
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El dragón negro era cómplice de la noche, la oscuridad de sus escamas puntiagudas, de los largos cuernos, le permitió camuflarse mejor en el cielo. Se movió a gran velocidad hacia su rival. Rabioso, lo tomó del cuello, aferró las garras e intentó romper las escamas. El plateado trató de liberarse, pero el otro le propició una patada en el abdomen, para después sujetarlo de la cabeza y lanzarlo hacia Megara. La hechicera abrió los ojos como platos, la sensación de peligro aumentaba, pero nada la movilizó. Esperó a que el leal sirviente de Empirio cumpliera con su tarea, confiaba que los dragones plateados no le fallaban a sus amos.
Elías desplegó las alas y logró frenar a tiempo, antes de aplastarla como su oponente deseaba. El viento movió los cabellos violáceos de la mujer. Ambos hicieron contacto visual, compartiendo el mismo pensamiento, ninguno de los dos regresaría al reino de Advaland con las manos vacías.
El dragón plateado regresó a la batalla. Un grupo de soldados, escapando de las llamas rojas, se acercaron a la mujer.
—Mi reina, será mejor que nos alejemos del combate, si no seremos víctimas de las bestias —sugirió uno.
Haciendo caso omiso a la advertencia, Megara extendió sus manos y exclamó:
—¡Contemplen el sueño de su rey hecho realidad!
—¡Nos asesinarán si nos quedamos! —insistió el soldado, temeroso.
Megara volteó, el fuego rojizo del ambiente intensificó la mirada penetrante, enmarcada con largas pestañas y maquillaje llamativo. Muchos de los habitantes de Advaland creían que la reina utilizaba sangre de vírgenes para pintar sus párpados y labios, por el rojo intenso de los mismos.
—Son guerreros del reino de Advaland, hicieron un juramento. Sus vidas le pertenecen a un solo hombre. Deben sangrar por Empirio, sangrar por su sueño —dijo amenazante. Era una soberana especial, capaz de torturar a sus súbditos con sus propias manos. Era la pesadilla de las niñas que no se comportaban como damas y de los soldados cobardes—. Lanzaré una maldición a cualquiera que se atreva a mover un músculo para escapar. Les aseguro que le esperará un destino peor que la muerte.
Los caballeros retrocedieron y guardaron silencio. Algunos preferían llamarla bruja en secreto, conociendo el significado de esa palabra. Las brujas no tenían códigos, ni seguían la moral, eran malvadas, despiadadas, abusaban de su poder hasta que este consumía su cordura. Vivían aisladas en cuevas, y eran tan deformes que era común considerarlas como abominaciones.
Nuevamente, las llamas de los dragones se encontraron. El pecho del dragón negro se iluminó; sus escamas ardían por el fuego acumulado en el interior. El plateado cerró la mandíbula, se estaba quedando sin aliento, necesitaba tomar un respiro y recuperarse, pero a su rival aún le restaban fuerzas para continuar. Envió un poderoso ataque. Elías vio cómo su campo de visión se redujo a una sola imagen, fuego. Se cubrió con las alas, salvándose de ser consumido. Creer que un dragón no se quemaba, era como creer que un humano poseía dientes que no lastimaban su carne. Incluso los niños pequeños conocían historias de dragones carbonizados.
El plateado retrocedió; era tiempo de la segunda fase del plan. Huyó de su oponente para atraerlo a una trampa, que según él, sería infalible. Si bien recordaba, el nombre del dragón negro era Raito, cruzaron unas palabras antes de traicionarlo, y comprobar qué tan lejos llegaba su ira. No parecía ser muy listo, o culto, analizándolo, parecía un guerrero obsesionado con su fuerza, alardeando de ella en su expresión indiferente hacia los demás.
Raito lo persiguió, incrédulo de que el capitán de la guardia del rey fuera un cobarde. De repente, tres seres encapuchados, en diferentes ubicaciones, extendieron sus brazos hacia el cielo. Tras hacerlo, tres círculos se formaron bajo sus pies. Sin lugar a dudas era magia, sin embargo, una que solo aquellos seres podían lograr, antigua como los dragones, o inclusive más.
Raito miró abajo, víctima de una atracción inexplicable que lo obligó a descender. De los círculos surgieron cadenas brillantes, las cuales lo amarraron. Aunque fue capturado y cada intento por liberarse fuera contraproducente, no se rindió. Rugió, hacerlo representó el dolor más grande que había sentido. Una corriente de electricidad invadió su cuerpo, el corazón se le acceleró, queriendo salir del pecho. Movió los globos oculares hacia abajo, divisando a las causantes de su sufrimiento. Eran diminutas comparadas con el tamaño de un dragón negro; eso solo lo humilló más.
Liberó un brazo, debilitando las cadenas que se encontraban entrelazadas entre sí. Esto entorpeció el hechizo de las criaturas encapuchadas. Una de ellas dejó ver el único ojo que tenía. Era horrorosa, de piel blanca, casi gris, con una mandíbula puntiaguda y cuatro dedos huesudos de uñas largas.
Raito se preparó para realizar el ataque definitivo, que pondría fin a esos extraños seres. Fue cuestión de segundos para que una cortina inmensa de fuego les cayera encima. Las criaturas soltaron un chillido mientras se desintegraban, reduciéndose a pequeñas montañas de cenizas sobre la tierra muerta del bosque.
Elías voló en respuesta, a lo que Raito redireccionó un látigo de fuego hacia él. Consiguió quemar parte de su cuello, herida que lo forzó a retroceder. Las energías del dragón negro abandonaron su cuerpo, como si hubiesen sido drenadas en un único intento. Escapó del lugar por los cielos adornados con chispas rojas y humo, hasta donde su trasformación se lo permitió. Una nube de vapor lo invadió, señal de que estaba retornando a su forma humana.
Cayó desnudo sobre la copa de los árboles, destruyéndolas con su peso. Se desplomó en el suelo, inconsciente. La raza a la que pertenecía era longeva (no se conocía con exactitud la edad de un dragón cuando se lo veía con apariencia humana) pero Raito no aparentaba tener mucha. Era joven, alto y fornido, tenía el cabello negro y largo, aspecto que describía a un guerrero que no había perdido ninguna batalla. Era costumbre que los suyos dejaran crecer su cabello y únicamente lo cortaran después de haber sido derrotados.
El dragón plateado aterrizó envolviéndose en una intensa luz celeste, cautivadora a la vista. Era normal confundir la metamorfosis de un plateado con los espíritus alados de la naturaleza. En el suelo, se logró diferenciar su apariencia humana. Era un joven rubio, apuesto, de piel clara, con estatura menor a su rival, pero que posiblemente compartía la misma edad. Conservaba una melena dorada al igual que sus pestañas y una marca en su rostro y cuello del reciente enfrentamiento. Elías se agachó sobre un montón de cenizas, restos de los seres conocidos por su pueblo como Fedreas. Entre ellos, alcanzó a diferenciar un pequeño huevo violeta. Lo tomó y lo observó, comprendiendo que, pese a los sacrificios, su plan había dado resultado.
Megara apareció detrás cabalgando en su caballo blanco, junto a un grupo de soldados, inquieta con la desaparición del dragón negro.
—¡¿Dónde está?! —exclamó con prepotencia.
Elías mantuvo la calma, la templanza que lo caracterizaba y respondió:
—Se ha ido.
—Se ha ido [https://img.wattpad.com/191e8b2b6d5adf8f1f421c89d66bb1909dcf8f43/68747470733a2f2f73332e616d617a6f6e6177732e636f6d2f776174747061642d6d656469612d736572766963652f53746f7279496d6167652f6e6a47564148415153356b335f673d3d2d313236373735353636382e313731336133346631643935343464663734313531313030393530372e706e67?s=fit&w=1280&h=1280]