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Bellum Fraternum: Umbrae Amoris. [Español]
Capítulo II: Los Vientos del Pasado

Capítulo II: Los Vientos del Pasado

La brisa, cargada de sal y secretos, traía consigo el fantasma de una infancia perdida en aquel pueblo. Un lugar que, en otros tiempos, había sido sinónimo de hogar, refugio y promesa, ahora se alzaba en su memoria como un campo de batalla olvidado. Los años no habían sido amables, el tiempo, como un escultor despiadado, había dejado grietas en las fachadas, cicatrices en las almas, y sombras largas que parecían no disiparse nunca. Pero no eran las huellas del pueblo lo que lo inquietaba, era la imagen que lo había seguido desde el penal, esa que ahora dominaba su mente; la mansión.

Su hogar, la mansión de su linaje, era ahora poco más que un esqueleto de piedra y madera, abandonado y envuelto en ruinas. Sin embargo, entre las paredes vacías no había olvido. Solo quedaban los ecos de una traición que había marcado el inicio de todo. Cada tablón astillado, cada ventana rota, susurraba una verdad que él había intentado enterrar, una verdad que, a pesar de sus esfuerzos, siempre encontraba la forma de surgir. La mansión era un mausoleo, no solo para los muertos, sino para los secretos que insistían en pudrirse en la penumbra.

Inhaló profundamente, como un lobo olfateando el aire antes de un ataque. Sus pulmones se llenaron del aroma salado del mar, y por un breve instante, cerró los ojos, dejando que la brisa marina lo envolviera, tratando de calmar los recuerdos que lo golpeaban como olas contra un acantilado. Pero la calma era un lujo que él no podía permitirse. Abrió los ojos lentamente, su mirada se clavó en el camino frente a él, y después de un momento que pareció durar años, comenzó a andar hacia la plazoleta que se encontraba al borde del mar.

El murmullo de las olas y el crujido ocasional de sus botas contra el suelo eran los únicos sonidos que lo acompañaban, hasta que una voz surgió desde la sombra de un árbol, grave y cargada de un peso que le resultó familiar.

—No esperaba volver a verte por aquí —dijo el hombre mayor, su tono entre curioso y nervioso—. Después de lo que ocurrió en la mansión… fue un escándalo.

Él no respondió. La tensión en sus hombros era casi imperceptible, pero allí estaba, como la cuerda de un arco a punto de romperse. Su mirada permaneció fija en el horizonte, ignorando al hombre, pero no a las palabras que se enredaron en su mente como un anzuelo.

—Nadie quería decirlo en voz alta, pero todos sabíamos que algo oscuro los rodeaba, que estaban malditos. ¬—continuó el anciano, con una voz que arrastraba las palabras como un filo mellado, cargada de una satisfacción morbosa—. ¿Crees que el pueblo ha olvidado? Algunos todavía recuerdan, incluso ahora.

Sus palabras parecían contener veneno, uno que parecía haber sido destilado durante décadas. La gente del pueblo siempre había sido buena guardando secretos y murmurando historias en la intimidad de las sombras.

Su única respuesta fue el silencio. Pero las palabras del anciano eran como cuchillos reabriendo antiguas heridas.

Reanudó el paso, dejando al viejo y su mirada inquisitiva enterrada entre las sombras del árbol. Su andar lo llevó hasta un mirador que colgaba sobre las rocas. Se apoyó en el barandal, y sacó un cigarrillo del bolsillo. Con un encendedor de latón, desgastado pero funcional, lo encendió. La primera bocanada de humo se mezcló con la brisa marina, disipándose en el aire mientras su mirada se perdía en el azul profundo del Pacífico.

El horizonte se extendía ante él, vasto e interminable, pero su mente permanecía atrapada, varada en los restos de un pasado que no podía soltar. Las palabras del anciano eran ecos de una verdad que ya conocía demasiado bien, un recordatorio de la traición que seguía latiendo como un corazón podrido dentro de él.

Abajo, revoloteaban unas gaviotas, disputándose un pequeño cangrejo que, momentos antes una de ellas había dejado caer contra las rocas. Los chillidos eran agudos y desesperados, un recordatorio de como funcionaban las cosas.

—La naturaleza de la vida —murmuró para sí mismo—. Comes o te comen. Eres el depredador o la presa. La supremacía del más fuerte.

Lo sabía demasiado bien. En la cárcel era exactamente así. La línea entre la vida y la muerte se trazaba con los nudillos, los dientes, o la punta de un arma improvisada. Había tenido que matar más de una vez. Casi siempre en defensa propia, pero no siempre. Y nunca había sentido remordimientos.

¿Por qué lo haría? Los que murieron bajo sus manos no eran más que lacra de una sociedad que se estaba desmoronando, mientras todos fingían que todo estaba bien. Los pocos que veían la verdad ya habían hecho su elección, ser cazadores o convertirse en carne de caza. Y él siempre había sabido en qué lado quería estar.

El humo se desvanecía en el aire, pero la densidad de sus pensamientos permanencia como una sombra que ni siquiera la luz del sol podía disipar.

Los recuerdos surgían como fragmentos de un sueño roto, brillando brevemente antes de hundirse nuevamente en la oscuridad. Cada pensamiento era un destello que encajaba en una película difusa, incompleta pero inquietante en su totalidad.

—¿Cuánto había cambiado su mundo? ¿Cuánto se había transformado desde que lo viera por última vez? Las preguntas brotaban, implacables ¿Cuántos habrían caído en las luchas que siguieron a su encierro? ¿Quiénes habían sobrevividos al último embate? ¿Quiénes seguían fieles? ¿Cuántos habían traicionado, vendidos por poder o miedo?

No tenía respuestas. Las murallas del penal habían sido su refugio y su jaula, un autoexilio necesario no solo para protegerse, sino para contener aquello que habitaba dentro de él. Sabía que el aislamiento había salvado vidas, aunque no la suya, sino las de otros.

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El roce frío de la piedra del barandal bajo sus dedos lo devolvió al presente. Observó el mar y dejó escapar un sonrisa, torcida y llena de intención. Lanzó la colilla del cigarrillo hacia las olas, viéndola desintegrarse en el aire salado.

—Ya saben que estoy libre —murmuró para sí mismo. Y luego en voz baja, añadió— Que comience la cacería.

La sonrisa permaneció en sus labios mientras daba media vuelta, abandonando el mirador. Sus pasos eran firmes pero medidos. Sabía que dirigirse directamente a la mansión sería una sentencia de muerte, ese era el primer lugar donde lo buscarían. Con toda probabilidad, ya habría ojos vigilando desde las sombras, esperando su llegada.

El sol descendía lentamente, proyectando sombras alargadas que se estiraban como dedos ansiosos, alejándose del mar. Sabía que sus perseguidores no lo atacarían a plena luz del día. No eran tan estúpidos, ni él tan fácil de cazar. Pero, aun así, no podía confiarse.

A medida que avanzaba por el pueblo, lo sentía, el aire estaba cargado, denso, casi eléctrico. Miradas furtivas lo seguían desde ventanas entreabiertas, aunque nadie se atrevía a mirarlo directamente. Podía oler el miedo, el hedor metálico de la anticipación. La caza había comenzado, y cada paso era una danza entre la precaución y el desafío.

El lugar parecía dormido, pacifico. Las calles vacías, las casas desgastadas por el viento y la sal, el sonido distante de las olas rompiendo contra la costa. Pero era un espejismo, lo sabía. Bajo esa tranquilidad superficial, se gestaba un conflicto que inevitablemente estallaría.

Algunos habitantes pasaban a su lado, evitando cruzar miradas. Uno cruzó la calle al verlo, y otro simplemente desapareció tras una esquina. Era una calma forzada, el preludio de una tormenta que devoraría todo a su paso.

Había cosas que deberían olvidarse y otras que era imposible dejar atrás, pero veinte años no eran amables con los recuerdos.

Antes, había una cierta lógica en el caos, pactos sellados con palabras y sangre, alianzas que mantenían una paz delicada pero real. Ahora, no quedaban más que sombras de lo que alguna vez fue, fantasmas de un mundo perdido.

La batalla estaba cerca. Podía sentirla. Y cuando llegara, el pueblo, sus casas, sus habitantes, todo, serían testigos de algo que no olvidarían jamás.

Las promesas, juradas con sangre y fuego, selladas entre las sombras de noches sin luna, estaban rotas. Ahora no significaban nada. Habían sido sustituidas por la traición, y quienes alguna vez estuvieron a su lado ahora se ocultaban tras máscaras de interés y ambición. Confiar ciegamente era un lujo que ya no podía permitirse. Las facciones no solo se habían fragmentado entre los rivales, sino que incluso dentro de su propio clan, las fisuras eran evidentes, infectadas por el tiempo y la avaricia.

—¿Quién puede asegurarme que aquellos que me llamaron hermano no me estarán cazando ahora? —se preguntó con amargura.

Se detuvo. Sus ojos se perdieron en el horizonte, donde el sol comenzaba a teñir el cielo con pinceladas naranjas y púrpuras. Le asaltaron recuerdos de aquellas reuniones secretas en la mansión de su familia, cuando los hijos de Licaón y Caín compartían la misma mesa, su enemistad suspendida en un delicado equilibrio. En esos días, aunque frágil, existía un propósito común, proteger los territorios, enfrentarse al enemigo. Pero esa unión, que alguna vez desafió las leyes de su naturaleza, ahora era polvo arrastrado por los vientos del rencor.

—Fidelidad… —murmuró con desprecio, como si la palabra misma quemara su lengua—. No queda ni sombra de ello.

La fidelidad había sido el pilar que sostenía aquel mundo, una amalgama de promesas forjadas con acero y juradas bajo estrellas que ahora parecían burlarse de él. No se trataba solo la lealtad a la sangre, sino a ideales, pactos que se elevaban por encima de las diferencias y rencores. Pero esa lealtad había sido devorada por la ambición. Corazones que alguna vez latieron con nobleza ahora se corrompían con cada latido, manchados por el veneno de la traición. Y todo había comenzado mucho antes de aquel día, mucho antes de que las rejas se convirtieran en su único horizonte.

Un nombre. Solo uno seguía resonando en su mente como un eco interminable, un recordatorio de todo lo que había perdido y todo lo que deseaba destruir. Caleb. Ese nombre, que en el pasado simbolizaba una lealtad inquebrantable, era ahora sinónimo de traición. Caleb, su sombra, su igual. Caleb, que había elegido su propio camino… y con él, Amelia.

El segundo nombre atravesó su pecho como una daga fría. Amelia. Pronunciarlo, incluso en su mente, hacia que el aire pesara en sus pulmones. Había amado ese nombre. Había confiado en él. Y ella…ella lo había abandonado.

Su rostro, una vez dulce y sereno, ahora le parecía una máscara, una mentira hermosa que le susurraba promesas. Las palabras que había dicho aquella última noche, cuando todo colapsó, se mezclaban en su memoria como un eco distante, traicionero, que lo perseguía en cada sombra.

—¿Qué había sido real? — se preguntó

Esa pregunta era un veneno corriendo por sus venas desde hacía dos décadas. Había repasado cada gesto, cada mirada, cada caricia en busca de respuestas que nunca llegaron. Y Caleb… Caleb, el único que sabía lo que había ocurrido realmente, lo había abandonado, dejándolo con su furia, enterrando la verdad bajo capas de traición. La imagen de Caleb, con esa sonrisa torcida que siempre ocultaba un secreto, era suficiente para encender una llama en su interior.

Se llevo una mano al rostro, como si quisiera borrar el peso de sus pensamientos. Pero no podía. No mientras la herida continuara abierta, sangrando recuerdos y preguntas sin respuesta. Amelia y Caleb no solo habían robado su vida, le habían arrebatado su fe en todo. Y, sin embargo, esa pérdida había dado paso a algo más, algo mucho más oscuro que lo consumía desde dentro. La ira.

No era una emoción pasajera. Era una fuerza primordial que o mantenía de pie, que había alimentado cada día en la cárcel, cada noche en vela, pero que también había sabido controlar, mantenerlo encadeno como a una bestia, pero que muy pronto se desencadenaría.

Ellos pagarían. Ambos. Y cualquiera que se interpusiera en su camino conocería el verdadero significado del terror.

Miró hacia el horizonte una vez más, pero ya no vio los colores cálidos del atardecer. Solo percibía la oscuridad que lentamente engullía el cielo. Las luces de las casas comenzaron a encenderse en el pueblo, pero no se sentía reconfortado por ellas.

—Esto no ha terminado —se dijo con voz baja, como si intentara convencerse a sí mismo—. Caleb… Amelia… el pasado no se quedará en el pasado. No lo permitiré

Lanzó una última mirada hacia el pueblo, el eco de sus pasos resonando en la calle vacía. Con cada paso sentía el peso de lo inevitable. No había marcha atrás. Sus enemigos lo sabían, lo sentían, lo temían. Lo que estaba por venir no sería solo una cacería. Sería una purga.

Y, con esas palabras, retomó su camino, sintiendo como la oscuridad que lo rodeaba se entretejía con la que llevaba dentro.

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