Ana, la dueña y gerente del café, preparó la primera tanda de lattes para unos clientes habituales. Dante observaba con mucha atención cada uno de sus movimientos, intentando, de esa manera, memorizar las instrucciones que le daba. Mientras tanto, de fondo, sonaba una canción de Girl in Red, cuyas notas se entremezclaban con las voces de los demás, creando una atmósfera particular. El café, aunque contaba con una estética algo anticuada, tenía un aire acogedor. Pero, en cuanto a la música, era mucho más moderna y diversa; nada parecido a los éxitos ochenteros que ella solía escuchar a diario.
—¿Lista para internarlo? —consultó tras desocuparse.
Asintió y tomó el portafiltros entre sus manos, que temblaban ligeramente. Tal como había visto a su jefa hacerlo hacía unos momentos, lo ajustó en la máquina y presionó el botón de extracción. Unos segundos después —con los ojos fijos en el aparato— observó con fascinación cómo el café comenzaba a brotar. «Excelente», pensó esbozando una sonrisa.
—Olvidaste la taza —señaló con un gesto hacia el café que goteaba en la bandeja de la máquina. A pesar de que Ana mantenía una expresión tranquila, no pudo evitar que una pequeña sonrisa se escapara por sus labios.
—Mierda —farfulló Dante, apresurándose a tomar el primer envase que encontró a su alcance.
—Hazlo de nuevo —añadió su jefa animada—, pero sin apresurarte esta vez.
La falta de coordinación pasó a estar de último en su lista de preocupaciones. Era cuestión de tiempo para que Dante descubriera que hacer un buen café implicaba seguir una serie de pasos de los que no tenía ni la más mínima idea que existieran, y es que en el mundo de los baristas todo estaba minuciosamente calculado. El grano debía molerse justo antes de prepararlo y también había que pesar la cantidad exacta según el tipo de café deseado, pero no se trataba únicamente de tener las medidas correctas sino de muchas otras variables. Un latte llevaba más leche, un capuchino llevaba más espuma, y luego estaba el affogato. «Espera, ¿qué demonios es un affogato y por qué lleva helado?».
Al quinto intento de preparar un latte que no supiera a grava, se sumió en una rutina: pesar, moler, extraer y repetir. Como principiante, siempre debía medir la cantidad exacta, a diferencia de Ana, que ya lo hacía todo al ojo y cuyo café, sin duda, era el mejor que había probado en su vida.
Los últimos clientes de la tarde terminaron de ordenar y Ana le dio el visto bueno para que se tomara un pequeño descanso. Dante escribió una nota mental mientras se sentaba a horcajadas en una silla tras el mostrador: bajo ninguna circunstancia iba a volver a subestimar el trabajo de nadie. En cuanto al barismo, la máquina de espresso ya no le resultaba tan intimidante como en un inicio, pero podía admitir que le tomaría algo de tiempo adaptarse, y no, no iba a mencionar el arte latte; pasarían meses, quizás años, antes de que lograra hacer algo que no pareciera —aunque de forma abstracta— un miembro masculino.
Le tocaba el turno de la tarde-noche, lo que la obligaba a reorganizar su tiempo para avanzar con los proyectos de la facultad. La constante necesidad de controlar cada aspecto de su vida crepitaba por todo su cuerpo. Sin embargo, lo manejaba de la mejor manera posible —y la única que conocía—, ignorándolo y empujándolo a lo más profundo de su mente.
—¿Cómo llevas el primer día?
—Mejor de lo que esperaba —mintió, y Ana pudo ver a través de ella.
—Tranquila. No siempre te van a pedir un affogato —continuó, apoyándose en la barra mientras reflexionaba con una mano en la barbilla—. Pero, piénsalo, es algo bueno que lo hayan hecho. A muchos los han tomado por sorpresa y tienen que averiguar por sí mismos cómo prepararlos. Considérate alguien con suerte porque en tu primer día has aprendido más que otros.
—Gracias —respondió, mostrando un leve rubor en sus mejillas.
—Solo… —añadió antes de desaparecer en la parte trasera—. No hagas como la chica anterior, si no te gusta el trabajo, solo llámame y dímelo.
Entonces la vida comenzó a sonar distinta en cada momento del día. Por las mañanas tenía a su vieja y confiable lista de reproducción —sin la cual no podía funcionar ni mucho menos pensar—, mientras que por las tardes solía estar acompañada por canciones de Taylor Swift, Bastille o Cigarettes After Sex y muchos otros artistas cuyos nombres no alcanzaba a recordar… Pero, en contadas ocasiones, las mañanas podían presentarse sin música, y no, no era como si Dante bloqueara adrede todo el ruido a su alrededor: todo sucedía cuando notaba la presencia de cierta persona. Siempre que ciertos ojos castaños la miraban, todo, absolutamente todo, quedaba sumido en un completo silencio. ¿Podría ser obra de una tonta casualidad? No lo sabía, pero cada vez que sucedía no existía nada más para ella que la calma.
Al día siguiente de su breve encuentro, se había propagado el rumor de que durante la noche habían vandalizado el salón de escultura, el mismo en el que ambas habían estado. Un nudo se formó en el estómago de Dante y, sin pensarlo demasiado, corrió en su búsqueda. ¿Le preocupaba la chica? Probablemente. ¿Lo admitiría? Jamás. La buena noticia era que no estaba herida, aunque en los días posteriores al incidente parecía percibir en ella cierta inquietud. Desde aquella conversación —por muy absurda que hubiera sido—, le resultaba complicado ignorarla, ahora que era consciente de su existencia. Sin importar hacia dónde se dirigiera, ella siempre parecía estar ahí, menos, cuando no estaba; en esas ocasiones, la desilusión que sentía era imposible de ocultar.
***
No, no, no… se quejó una mañana; el móvil había dejado de funcionar a mitad de la noche y como obvia consecuencia, el despertador no había sonado. Joder con los miércoles, gritó, intentando sacar de su organismo el enojo. Dante salió de su habitación, tropezando con todo a su paso, pero evitando —de manera casi milagrosa— pisar a la bola de pelos que maullaba, persiguiéndola, pensando que todo se trataba de un juego. No, Apolo. No, quita, coño. Quita que te voy a pisar, chilló, encerrándose en el baño para darse la ducha más corta de toda su vida y, tras salir, tomó lo primero que encontró en la pila de ropa limpia.
—¿Quieres que te lleve? —preguntó Noa. El rubio estaba sentado en la mesa sorbiendo de su café recién preparado. Era detestable la capacidad que tenía para despertar temprano y verse impecable. Ni un solo cabello despeinado.
—¿Crees que llegue antes? —vaciló dubitativa—. A veces el tráfico es peor en las mañanas. Aunque, igual… No sé si llegaré a tiempo para la primera clase, ¿o sí?
—Dante, ya vas tarde. Puedes lidiar luego con las consecuencias —afirmó deslizándose a su habitación y apareciendo con un bolso sobre su hombro—. Vamos, que no eres la única que debe llegar a tiempo a todos lados.
Noa aparcó frente a la facultad, con el reloj marcando apenas las ocho y diez. Por primera vez en años, llegó temprano y no le quedó más que agradecer a los dioses del pavimento, las carreteras y las autopistas.
—Te debo una —dijo dándole un beso en la mejilla al rubio antes de saltar al exterior.
Veinte minutos. Había llegado con veinte minutos de anticipación. Podría decir que normalmente era así, pero cada vez que pisaba la facultad, tenía que apresurarse porque el tiempo nunca le alcanzaba, y quizás muchos eran como ella, pues las áreas cercanas estaban prácticamente vacías. Seguramente pasarían algunos momentos más antes de que comenzara a verse el flujo de estudiantes.
Dante camino hacia el salón de la optativa, y ahí estaba ella, la chica misteriosa. Aquello la hizo sonreír involuntariamente; los últimos días no había tenido suerte al buscarla, y es que llevaba semanas considerando hablarle, pero, por alguna razón, nunca lograba encontrar el momento indicado.
—Luces preocupada… —Habló sin pensar mucho en lo que quería decir. Si algo había notado, era que la chica parecía estar siempre con la mirada perdida en el espacio, y en más de una ocasión, había sentido el impulso de pasar el pulgar por su gesto, como si así pudiera aliviar el motivo de su aflicción.
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La chica pegó un respingo, pero tras notar que se trataba de ella esbozó una gran sonrisa; al menos esta vez, había logrado escucharla a la primera.
—¡Oh! No sabía que estabas ahí…
—Sí. He llegado temprano, para variar —continuó entre risas. «Dante, cálmate o va a pensar que eres una perdedora».
—Dante, ¿cierto?
—Sí, sí. —respondió, aclarándose la garganta—. Así me llamo. Dante.
La chica asintió, y ella se preparó mentalmente para escuchar algún comentario sobre su nombre, el poeta o sobre el pensamiento renacentista.
—Perdona por lo del otro día —añadió en su lugar, tomándola por sorpresa—; dije cosas muy extrañas.
—No, no… yo tampoco fui la más amable —admitió, encogiéndose de hombros, restándole importancia. Pero sí que importaba, y sí, también había dicho cosas realmente extrañas. «¿Puedes verme?», recordó. Desde ese día, esa sola pregunta no había salido de su mente, al igual que la persona detrás de aquellas palabras.
La chica parecía querer decir algo más, pero se contuvo, apretando los labios en una fina línea, y, como si una campana imaginaria hubiera timbrado, en ese instante llegaron los demás compañeros de clase, arrastrando con ellos la intimidad del momento.
***
«Por qué todo tiene que ser tan difícil y por qué siempre tiene que sentarse tan lejos de todos… tan lejos de mí», se quejaba mientras descansaba a la sombra de un árbol. Dante garabateaba en su cuadernito uno que otro bosquejo, mientras que su mente continuaba llena de ella.
Mel llegó primero:
—¿A ti qué te pasa? —vaciló cruzándose de brazos.
—¿Qué? —preguntó removiendo los auriculares de sus orejas; la melodía de A night to remember completó el espacio que las separaba.
—¡Vaya! Hasta que finalmente decidiste expandir tus gustos musicales —continuó en lugar de repetir la pregunta.
Em llegó después.
—¿Qué le pasa a Dante? —consultó dirigiéndose a Mel.
—Eso mismo le pregunté yo, pero ella pretende que me crea esa farsa de que no escuchó lo que dije hace unos instantes.
Había sido demasiado bueno para ser real; al parecer, la expresión inescrutable, de la que a Dante le gustaba tanto alardear, no funcionaba con sus amigas.
—No me pasa nada —gruñó—. ¿Qué me puede pasar? ¿Por qué me están haciendo esas preguntas?
—Es miércoles, Mel. Recuerda lo que ocurre los miércoles.
—Basta con eso de nombrar los días con emociones —replicó poniéndose a la defensiva.
—En serio, Dante. ¿Qué te pasa? —insistió Em con ese tono sereno que solía emplear de vez en cuando y que ella tanto odiaba.
—Nada. No pasa nada. ¿Por qué tiene que pasar algo?
—En algún momento nos lo vas a terminar contando —declaró Mel.
—¿Recuerdas aquella época en la que estuvo obsesionada con esa chica de la facultad de farmacia? —añadió Em, ignorando los constantes quejidos de Dante—. ¿Cómo era que se llamaba?
—¡Claro, Lucía! Dios, la recuerdo. Dante estuvo semanas molesta. No entiendo por qué siempre que le empieza a gustar alguien se comporta igual que un cachorro enojado.
—Tampoco era necesaria la comparación.
—¿Acaso mentí? —indagó Mel.
No, no era mentira. La verdad era que las pocas veces que alguien había llamado la atención de Dante, todo había sido un desastre. Literalmente, podía convertirse en la persona más irritable del planeta.
—Está en mi clase de composición y creatividad —admitió cerrando los ojos en señal de derrota.
—¡Lo sabía! No te mentiré, esperaba que pusieras más resistencia y hasta llegué a pensar que nos llevaría semanas sacarte la información —bromeó Em.
—Adiós —gruñó, intentando levantarse, pero tanto Em como Mel le sujetaron las piernas, impidiéndole moverse. A Dante se le escapó una pequeña risa, arruinando la fachada de malhumor que había intentado mantener. Estaba irritada, sí, pero no con ellas, con nadie realmente, con la vida, seguramente.
—¿Cómo se llama? ¿Cuánto tiempo llevan hablando? —intervino Mel.
Ella solo las miró y tragó en seco.
—¡Dante! —gritó Mel con incredulidad—. No puedes andar por la vida esperando que las cosas te sucedan. Por favor, dime que al menos sabes cómo se llama.
—No lo sé.
—Madre mía, es que de verdad.
—Oigan, mierda… es que no la había visto antes. Al menos, no sabía que estaba ahí, hasta que… —balbuceó y ambas le regalaron una sonrisa divertida—. Basta, dejen de mirarme así. Le voy a hablar, ¿vale?
—¿Cuándo? —preguntaron las dos al unísono.
—No lo sé, algún día, mañana, tal vez. No lo sé —dijo incorporándose—. Tengo turno en el café, así que hoy no será. Nos vemos luego.
Dante entró al café saludando a un par de clientes que la reconocieron —como la novata que había batido la marca de espressos quemados en un solo día—. Noa, ocupado ordenando tazas y vasos al otro lado de la barra, apenas notó su presencia, pero al igual que sus amigas, no dejó pasar la oportunidad de añadir la guinda al pastel:
—¿A ti qué te pasa hoy?
—Basta —soltó con los ojos en blanco—. No me pasa nada. Todo. Todo está bien, no pasa nada. Dejen de preguntar —concluyó avanzando hacia la parte trasera para dejar el bolso y prepararse para empezar el turno.
—Sabes que tu rostro habla por sí solo, ¿no? —gritó Em, quien, al igual que Mel, la había seguido hasta el café con la vaga excusa de querer probarlos y, solo por eso les prepararía las opciones más exóticas y menos atractivas de toda la carta.
—Tiene razón. Eres demasiado transparente —continuó Noa—. Vamos, cuéntame qué te ocurre, seguro que puedo aportar en algo.
—¿No tienes cosas más importantes por hacer?
—No, hoy es tu día de suerte. Ana me pidió que cubriera su turno hasta cerrar. Estás atrapada conmigo.
—Con nosotras también —anunció Mel.
—Ves, no tienes escapatoria. —Noa esbozo una sonrisa hacia el dúo—. Por cierto, Emma. Quería consultarte algo sobre Apolo, ¿tienes un minuto?
Mientras Noa le explicaba una serie de síntomas a Emma; ella escuchaba atentamente con el rostro en "modo veterinario", un término que Dante utilizaba para referirse a la expresión que tomaba su amiga siempre que se trataba de animales heridos o necesitados.
Mientras, Mel continuó mirando a Dante como si de repente ella fuera la persona más interesante de todo el universo.
—No lograrás sacarme más información —contestó ante los ojos de cachorro que ponía.
—Vamos, Dante. Por favor, te llamó la atención otra chica, ¿qué tiene? ¿Por qué tanto drama esta vez?
—Vale, si yo puedo admitir que me estoy obsesionando con alguien de nuevo, necesito que me apoyes y hagas lo mismo —susurró para evitar que nadie más salvo ella escuchara.
—No sé de qué me estás hablando —dijo a la defensiva exagerando un tono despreocupado.
Dante alzó una ceja sin apartar la mirada de ella. No era secreto para nadie cómo cambiaba Amélie siempre que Noa estaba cerca, ni las incontables veces que se quedaba sin palabras al intentar hablar con él. Era, sin duda, un espectáculo digno de ver.
—Puedo repetirlo, por si no escuchaste, pero todos serán capaces de oírlo. —La retó.
—Joder, Dante. No, claro que no —añadió, casi suplicante—. Vale, lo admito. ¿Feliz? Ahora, ¿le hablarás a tu chica misteriosa? ¿Le preguntarás al menos el nombre?
—Mel… —Dante habló empleando un tono de voz más suave. Era incapaz de dejar pasar el tema—. Llevas casi un año enamorada de él. No deberías, no sé, ¿decírselo? Qué sé yo, compartir experiencias, crear lazos a través de las tragedias.
—Esto es la vida real, Dante. No se trata de un episodio de Anatomía de Grey —confesó entre dientes—. Además, es complicado.
—¿Qué es complicado?
—Todo, ¿es que no lo ves? Todo es complicado —balbuceó—. ¿Y si lo arruino? ¿Y si no le gusto y hago el ridículo? O peor, ¿qué pasa si digo algo inapropiado? Además, es tu mejor amigo. Son demasiadas consecuencias para actuar por un simple flechazo.
—Tú y yo sabemos que nunca se ha tratado de un simple flechazo.
—¿Qué no es más que un simple flechazo? —interrumpió Noa acercándose con Emma.
De inmediato, Mel le lanzó una mirada hostil, pero ella solo se encogió de hombros y, sin más, se alejó hacia la máquina para preparar dos Irish coffee.