EL TIEMPO ES UNA QUIMERA
¿Puedes verme?, se escuchó decir a sí misma. Hacía tanto que no oía su propia voz que le resultaba ajena; por un instante se preguntó si había tenido siempre ese tono agudo o si era solo el resultado de no haberla usado en tanto tiempo. Lo intentó de nuevo, pero esta vez lo hizo luego de aclararse la garganta: ¿puedes verme? Sí, definitivamente no se equivocaba, esa era su voz: aguda, áspera y totalmente irreconocible. ¿Cómo había podido olvidar el sonido de su propia voz?
La castaña la observó con cierto recelo, entrecerrando los ojos con cada segundo que pasaba. «¿Realmente puede verme?», preguntó esta vez para sus adentros, perdiéndose en sus cavilaciones.
El eco de una voz la trajo de vuelta a la realidad o a lo que ella entendía como tal. «Joder». Lo había hecho de nuevo, aunque estaba de suerte; esa vez no habían transcurrido semanas o meses, sino apenas unos cuantos segundos, y lo sabía porque la desconocida continuaba frente a ella con la misma expresión de fastidio del principio. A veces le pasaba, pero desde hace algún tiempo, a veces era muy seguido y le afligía el hecho de que en cualquier momento ella también pasaría a convertirse en una de esas sombras que crepitaba por el lugar, —y que ignoraba por su propio bien.
Los segundos pasaron sin que ninguna de ellas pronunciara otra palabra. Tras mirar a la desconocida con más detalle, se percató de sus rasgos delicados, de la forma de su cara y de sus enigmáticos ojos que brillaban con matices verdosos. A lo largo de su existencia había visto infinidad de rostros: largos, ovalados y redondos, cada uno diferente de otro. «Oh, no». Lo había hecho de nuevo; se había quedado absorta en sus propios pensamientos. Volvió a mirar a la chica y notó que fruncía el ceño; ¿estaba molesta? O tal vez solo tenía una expresión seria. Era difícil para ella adivinar las emociones humanas.
La castaña clavó los ojos en ella antes de hablar de nuevo, y esta vez ella se concentró en escuchar lo que tenía para decirle.
—Claro que puedo verte, ¿qué clase de pregunta es esa? —replicó en un tono de voz hastiado.
Sí, definitivamente podía verla. Esto es nuevo, susurró para sí misma. Nada de esto le había sucedido antes, aunque tampoco podía decir que lo recordara. La memoria, al igual que el tiempo, eran conceptos que se mezclaban, estirándose y enredándose entre sí, y que ya no lograba comprender del todo, por lo que, desde hacía mucho, el tiempo junto a los recuerdos había pasado a ser una simple quimera.
Pero estaba segura de una cosa: la persona frente a ella podía verla y, por alguna razón que no comprendía del todo, estaba molesta. «Vaya», era la primera vez que alguien le hablaba después de tanto… y ya lo estaba arruinando.
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—Olvídalo, se lo pediré a alguien más —anunció la chica de ojos verdes cortando el absurdo intercambio de palabras.
—Espera… —Alcanzó a decir—. Lo siento, ¿podrías repetir lo que dijiste?
Las arrugas en la frente de la castaña se hicieron más visibles.
—Por favor —suplicó.
—Te pregunté… —suspiró, perdiendo un poco la compostura—. Te pregunté si el profesor dio las pautas del proyecto de dibujo. No pude entrar a clases.
Y por pequeños instantes, ella también olvidaba el lugar en donde se encontraba, aunque no se trataba de olvidarlo, sino de ignorarlo; a su alrededor y dispuestos por todo el lugar se podían divisar escritorios y sillas. Claro, una facultad. El espacio donde estaba atascada era una facultad de Bellas Artes.
—No —respondió, clavando la mirada en la cerámica a sus pies. El fantasma de una emoción la arropó por completo. No solo estaba perdiéndose a ella misma en esa inevitable existencia, sino que también estaba perdiendo la esencia de su ser. Vergüenza, eso era lo que sentía. Entonces, en ese pequeño espacio, recordó lo que era sentir vergüenza y, al instante, deseó no haberlo hecho nunca.
La castaña pareció determinada en abandonar la conversación. Intentó detenerla, pero ya era demasiado tarde; había vuelto a suceder. Ignoraba cuánto tiempo había transcurrido, pero a juzgar por la falta de luz, había sido suficiente. Un recuerdo distante, otra emoción que yacía olvidada desde hacía tiempo, la golpeó desde lo más profundo de su ser: una ira la invadió y, con un grito, escuchó el eco resonar, —un sonido que quizá nadie escucharía jamás—. Estaba cansada, agotada y demasiado molesta como para hacer uso de la razón; alcanzó uno de los escritorios, el primero que vio, y lo lanzó contra la pared, y así, continuó gritando y arrojando todo a su alrededor… hasta que su propia voz le pareció nuevamente irreconocible.
En un destello, el aula comenzó a llenarse nuevamente de rostros y personas; las voces inundaron el ambiente, el sol iluminó el lugar y pudo ver el resultado de lo que había hecho.
Ella permaneció inmóvil, aunque no era necesario, pues nadie podía verla, nunca. Pero esa mañana había sido diferente. Nadie lograba verla, salvo un rostro que reconoció de inmediato y cuyos ojos estaban clavados en los suyos. «Puede verme», pensó una vez más para sí misma. Lo había repetido tantas veces que parecía haberse convertido en una especie de mantra. Se atrevió a sostenerle la mirada: quería aferrarse a ese momento e impregnarse de él. Olvidaría todo lo demás solo para recordar ese rostro que lograba verla.
La ventaja de ser y no ser era que nadie sabía de tu existencia, y la desventaja era que, en efecto, nadie sabía de tu existencia. Ella vagaba de vez en cuando por las distintas aulas, se deslizaba por las puertas entreabiertas y tomaba asiento en distintas clases con distintos profesores. A veces algo tiraba de su interior y se quedaba horas contemplando espacios vacíos, esquinas aleatorias y paredes de distintos tonos ocres. También observaba a las personas. Era su parte favorita; le fascinaba la manera en que los seres humanos podían interactuar entre sí. Día tras día y noche tras noche, diferentes rostros desfilaban ante sus ojos, pero pronto los olvidaría; no tenía memoria, y tampoco guardaba recuerdos nuevos. Recordar era algo demasiado humano, algo que ya no lograba comprender del todo, y sí, había aceptado su destino, o la falta del mismo; había aceptado vivir una eterna existencia, aunque tal vez no era una cuestión de aceptación, sino de resignación, y resignarse también era una emoción muy humana… y quizá la última que comprendería del todo.