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Dante y los miércoles

La melodía de Time After Time resonaba más allá de sus auriculares, y aunque el volumen estaba al máximo, Dante aún era capaz de escuchar su respiración agitada, así como el golpeteo constante de su corazón en contra de su pecho. Joder, soltó entre dientes, mientras zigzagueaba entre la multitud.

«¿Por qué este maldito lugar tiene que ser tan complicado?», era una pregunta que se hacía en días como ese, y más cuando pensaba en lo que otras ciudades de España podrían ofrecerle: menos gente, menos polución. Sin embargo, la queja no iba realmente contra la ciudad, sino contra su propia mala suerte. Dante amaba Madrid, tanto que a veces llegaba a odiarla; una contradicción en su forma más pura. La verdad era que, en mañanas como esa, donde nada parecía salir bien, lo único que ella quería era ver el mundo arder.

Aceleró el paso, alzando la vista hacia la pantalla de información que titilaba con el nombre de la estación; el aviso cambió para indicar que el siguiente tren llegaría en dos minutos. «Justo a tiempo», pensó, sofocada por el ajetreo, y mientras apoyaba las manos en sus rodillas, intentó recuperar el aliento. Todo saldría bien, solo necesitaba apresurarse un poco más. Rebuscó en sus bolsillos la tarjeta del metro, la misma que había agarrado antes de salir de casa y correr cinco cuadras, pero fue entonces cuando se encontró con un nuevo problema: la tarjeta no estaba. Dante inhaló profundo y, con más calma, revisó nuevamente sus bolsillos… el bolso. Nada. No tenía la tarjeta.

—Mierda de vida —soltó quejándose, y unas ancianas se volvieron hacia ella con expresión de desaprobación. Dante simplemente les lanzó una mirada de hastío; no estaba para esas tonterías, y mucho menos para perder la tarjeta que había recargado apenas el día anterior.

Solo tenía dos alternativas, una de ellas era retroceder sobre sus pasos para buscar el bendito plástico y la segunda era hacer lo más sensato —que le gustaba aún menos—: comprar otra tarjeta. Cerró los ojos con fuerza, maldiciendo en silencio cada pensamiento que se le cruzaba por la mente. Los dos minutos de gracia ya habían pasado; llegar temprano ahora era imposible, y por más que lo intentara, no alcanzaría la primera clase. Por lo tanto, con calma y luciendo una mueca de disgusto, se dio media vuelta, y echó a andar.

Sus padres la habían nombrado Dante, sí, como el poeta que escribió La Divina Comedia. Ella no podía decir que no le gustara su nombre, de hecho, lo adoraba. Lo único que le molestaba era que todos parecían tener una opinión al respecto. La mayoría tomaba el camino fácil, el de la ignorancia, por lo que los comentarios eran siempre los mismos: «¿Dante? Ese es un nombre de chico», a lo que ella respondía con fastidio: «¿Es que los nombres tienen género?». Lo más irónico de todo era que el verdadero nombre del poeta no era siquiera Dante, pero pocos conocían la historia del hombre que había cambiado un poco el mundo con su forma de pensar. No obstante, por lo que a Dante, la chica de veintidós años, estatura promedio y mala suerte, respectaba, le importaba muy poco lo que los demás dijeran o pensaran de ella y su nombre tan inusual.

Pero quizás de eso iba la vida: de nombres poco comunes, de llegar tarde a todas partes, y de todo lo que ocurría en medio de esas dos cosas.

—¿No has pensado que tal vez deberías comprarte un aparato cuya única función sea despertarte por las mañanas? —habló una voz familiar a sus espaldas—. Despertador, les llaman.

Dante dejó caer el bolso y los auriculares a sus pies al tomar asiento junto a Mel.

—Es muy temprano, pero muy temprano para tu sarcasmo, Amélie —respondió, haciendo énfasis en el nombre completo de la rubia, con la intención de fastidiarla un poco.

—Y si realmente necesitas saberlo, sí, programé una alarma —continuó—, solo que en la aplicación equivocada.

Ante la mirada confusa de su amiga, Dante le mostró la pantalla del móvil, y ella, al ver lo que le enseñaba, contuvo una risa.

—Cuando crees que lo has visto todo —murmuró Mel sonriendo—, siempre aparece alguien que te sorprende programando la alarma en la aplicación de la calculadora.

Dante rodó los ojos, ignorando los comentarios de Mel. La melodía de Tarzan Boy continuaba zumbando más allá de sus auriculares, pero con un gesto rápido en el móvil, la silenció. El aula quedó sumida en el acostumbrado parloteo del profesor. No, no había llegado a tiempo para asistir a la primera clase, pero al menos la consolaba el hecho de que solo se trataba de una optativa. ¿Lo malo? Era precisamente una clase donde estaba rodeada de un puñado de desconocidos con los que no compartía ninguna otra asignatura y, por lo tanto, no tenía a quién pedirle los apuntes.

Tras culminar el primer período, Em se unió a ellas a las afueras de la facultad, lamentándose por la entrega de un trabajo. Emma era el tercer y último eslabón de ese trío, aunque todos la llamaban Em en lugar de Emma, algo que había sido obra de Mel. Amélie tenía una extraña obsesión con acortar los nombres propios, como si al hacerlo cumpliera una misión vital para que la vida no perdiera sentido. Sin embargo, con Dante, esa costumbre no había funcionado. No es que su nombre no pudiera acortarse, porque sí, era posible. Pero la opción de que la llamaran «Dan» estaba completamente vetada. Antes, aceptaría cambiar su nombre a Denise. Así que, por mucho que le doliera a Mel, había encontrado en ella su primer imposible.

—Es miércoles, Dante, es miércoles de odio —afirmó Em, acompañando sus palabras con otras que ella no logró comprender del todo. Aun así, le dedicó una mirada condescendiente, era lo menos que podía hacer.

—Todos los días son de odio según tú, Em —soltó Dante tras unos minutos.

—No los jueves, nunca los jueves —alegó con el mismo tono melancólico tumbándose junto a Mel.

—Ni los viernes —añadió Mel, sumándose a la conversación.

—Exacto.

—A mí me gustan los miércoles —admitió en voz alta, encogiéndose de hombros. Dante permanecía apoyada en un árbol con la mirada fija en el cuadernito donde hacía la mayoría de sus bocetos.

—¿Me vas a decir que el día de hoy no te ha pasado nada digno de odiar?

Ante esa afirmación, Mel ahogó una risa, y se apresuró a contar cómo la noche anterior Dante había programado la alarma en la calculadora.

—¿Cómo es que algo así te sucedió?

—Eso mismo le pregunté yo —insistió Mel.

—Vale, tenía sueño, pero mucho sueño, Em. ¿Sabes lo difícil que es, no sé, existir cuando llevas noches sin dormir mientras intentas terminar cuatrocientas entregas?

—Eh, sí, de hecho, lo sé muy bien —añadió, arqueando una ceja y ladeando la cabeza para dar énfasis a su punto.

Dante gruñó.

—Espera, ¿por qué no configuraste una sola alarma para toda la semana?

—Eso mismo le dije yo —continuó Mel.

Dante se cubrió el rostro con ambas manos, frustrada, y comenzó a balbucear improperios al azar.

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—Te lo dije… —dijo, volviéndose hacia Mel—. Miércoles de odio.

Todo había comenzado tres años atrás. Mel fue la primera en aparecer: curiosamente compartían todas las clases. La rubia tenía ese magnetismo natural que atraía a las personas sin esfuerzo, y todos, inevitablemente, gravitaban hacia ella como polillas hacia la luz, e indudablemente, Dante no había sido la excepción.

Meses después llegó Emma.

—¿Tenéis fuego? —había dicho a sus espaldas. Mel acercó el mechero encendido al cigarrillo que sostenía Emma entre sus dedos. Fue entonces cuando Dante reparó en un detalle curioso: la morena vestía un uniforme de medicina.

—¿En tu carrera no enseñan que fumar es malo para la salud? —vaciló, con tono sarcástico.

El comentario no pareció haberle afectado. En su lugar, dio otra calada al cigarrillo con total tranquilidad, luego la miró y esbozó una ligera sonrisa.

—Veterinaria, y no, jamás dejaría que un animal fumara.

Mel fue la primera en reír, y después de eso, Dante no tuvo más remedio que tragarse sus palabras y ofrecer una disculpa. A partir de ese día, Emma comenzó a ser parte de ese pequeño y peculiar grupo, formado por personas que, a simple vista, parecían no tener nada en común. Sin embargo, a pesar de las constantes discusiones, malentendidos y diferencias, era evidente que si alguna de ellas faltara, la vida, tal como la conocían, perdería completamente su sentido.

***

Dante caminaba por los pasillos de la facultad, consciente de que ya pasaban de las cinco de la tarde. La mayoría de las aulas estaban vacías y, sin los habituales murmullos de los estudiantes, el lugar parecía adoptar un aire solitario y un tanto inquietante. Apenas quedaban unos cuantos rezagados en el edificio, y si no fuera porque había olvidado unos pinceles en la clase de pintura, ella tampoco estaría ahí.

Al pasar frente al aula de escultura, notó de reojo —casi por accidente— una silueta que le resultaba vagamente familiar. Se detuvo en seco, arrugando el entrecejo. Claro, conocía a esa chica; era difícil confundirla. Siempre llevaba la misma chaqueta de color verde. Decidió adentrarse en el salón y mientras su memoria comenzaba a encajar las piezas sueltas, todo cobró sentido; recordaba a aquella chica, pero había algo que no terminaba de encajar del todo. «¿Cómo pude haberme olvidado de ella?».

La joven permanecía sentada en uno de los escritorios, inmóvil —cualquiera podría haberla confundido con una estatua—; parecía sumida en sus reflexiones, en algún lugar muy lejos de ese sitio. Dante no quería importunar y mucho menos molestar, así que durante unos cuantos instantes solo la observó, fascinada por cómo la luz del sol resaltaba el tono blanquecino de su piel.

—Perdona —anunció, mientras intentaba, que con un poco de suerte el nombre de la chica se manifestara mágicamente en su mente. Pero, por mucho que lo deseara, no tenía ni la más mínima idea de cómo se llamaba—. No quiero interrumpirte, pero hoy no me dio tiempo de llegar a la optativa y… me preguntaba si podrías prestarme los apuntes.

La chica pareció no inmutarse y en su lugar continuaba absorta en sus reflexiones, ajena a lo que podía estar sucediendo a su alrededor. Dante rodeó el escritorio y se percató de que la joven mantenía los ojos cerrados: «Eso explica por qué no fue capaz de escucharme», pensó como si esas palabras guardaran sentido alguno. Al tenerla tan cerca, envidió que fuera capaz de mantener tal serenidad en su semblante. Meditó la idea de marcharse, pero una parte de ella la detuvo: «Solo son unos estúpidos apuntes».

—Oye… —dijo, aumentando el tono vocal con el objetivo de asegurarse de que esta vez sí la escuchará. Joder, cualquiera en un radio de un kilómetro sería capaz de escucharla.

La joven se sobresaltó y, como si Dante se tratara de una aparición, se inclinó hacia ella y clavó sus grandes ojos en los suyos.

—¿Puedes verme? —vaciló, arqueando las cejas. La joven hablaba en un tono tan bajo que apenas se podía escuchar, casi como si temiera romper el silencio a su alrededor.

Dante vaciló e inspeccionó el lugar un tanto inquieta. ¿Por qué le estaba haciendo esa pregunta? Lo primero que pensó fue que le estaba gastando una broma pesada, y vaya, desde el instituto, que nadie se atrevía a meterse con ella de esa manera. Había creído que al llegar a la universidad la gente maduraba un poco, pero, al parecer, no todos eran capaces de hacerlo. Apretó los labios en una fina línea. No tenía tiempo para eso, y aquel teatro barato estaba comenzando a fastidiarla.

—Claro que te puedo ver, ¿qué clase de pregunta es esa? —replicó abandonando todo tipo de amabilidad.

Esperó una respuesta, algún tipo de reacción, pero la chica simplemente la miró como si Dante fuera la única persona en el universo. Lo que consiguió irritarla aún más. «¿Por qué me miras de esa manera?»

—Olvídalo, se lo pediré a alguien más.

Justo en ese instante, y estando a nada de girarse para retirarse; la joven pareció encontrar su voz.

—Lo siento, ¿podrías repetir lo que dijiste? —inquirió con una expresión confusa y ligeramente afligida—. Por favor…

Dante se llevó una mano al rostro y apretó el puente de su nariz. La actitud de la chica era peculiar, pero su instinto le decía que no lo hacía adrede. Sin embargo, esta sería la gota que acabaría por derramar el vaso; todo lo que había sucedido en el día la tenía al límite de su paciencia. Aun así, inhaló profundamente y repitió una vez más lo que había dicho al principio.

—No —murmuró.

—Vale —respondió Dante, apretando la boca para no soltar un improperio. Nada de eso merecía su tiempo, ya había tenido suficiente como para continuar con aquel pequeño juego—. Lo que sea —refunfuñó exasperada y salió del salón.

Durante todo el trayecto a casa, no pudo evitar pensar en ella, y no porque lo deseara, sino porque hasta esa tarde ni siquiera había sido consciente de su existencia. Estaba segura de que la había visto en otras clases, y hasta podría ser capaz de admitir que compartían al menos tres de ellas. Pero, entonces, ¿cómo era posible que se olvidara de ella? Era evidente que estaba dándole demasiadas vueltas al asunto, y que tampoco era estrictamente necesario recordar a cada una de las personas con las que compartía seis horas de clases diarias. Pero lo hacía, Dante recordaba cada uno de los rostros de sus compañeros, los de todos, menos el de ella, hasta esa tarde.

Tras llegar a casa y como de costumbre, Apolo ya esperaba por ella. La bola de pelos siempre lograba sacarle una sonrisa; Dante le acarició la barbilla y continuó su camino, y claro está, el pequeño animal no desperdició la oportunidad para perseguirla, caminando entre sus piernas e impidiendo que avanzara con normalidad. Una vez llegaron a la habitación, la gata saltó primero a la cama y luego al escritorio, donde se acurrucó sobre una pila de ropa que estaba acomodada en la silla. «Debería doblar eso», pensó mientras soltaba el bolso a los pies de la cama.

—Te escuché esta mañana peleando con el móvil, ¿y algo sobre una calculadora? —preguntó el rubio confundido—. Déjame adivinar, ¿llegaste tarde otra vez?

Noa caminaba por el salón con el pecho al descubierto. Desde que había conseguido pagar por su mastectomía, había decidido no volver a usar camisetas, siempre que el contexto se lo permitiera. Así que, en casa, se limitaba a llevar solo pantalones cortos.

—Catastróficamente tarde.

—¿Por qué el mal humor? —preguntó, señalándole con la cucharilla mientras untaba crema de cacao en un pan—. Siempre llegas tarde. No es secreto para nadie las veces que me ha tocado despertarte.

—Hoy debía llegar temprano, solo eso.

—Dante, no puedes hacer de todo un drama cuando las cosas no salen como quieres.

—Eres tan molesto cuando te pones en plan padre —gruñó, arrebatándole la cucharilla para prepararse su propio pan—. Pero, supongo que tienes un punto. Igual, no es como si pudiera evitarlo.

—Podrías intentarlo —añadió, encogiéndose de hombros antes de desaparecer en la penumbra de su habitación.

Aquel chico de cabellos dorados y mirada cálida había sido el mejor amigo de Dante desde que ella tenía memoria, y también desde mucho antes de ser conocido como Noa, aunque para ella, Noa siempre había sido Noa, sin importar lo que su familia o un sinfín de extraños pudieran opinar.

—Los imposibles, Noa. No me pidas lo imposible.

Continuó masticando el pan con chocolate y meditando en las palabras de su mejor amigo. No era tan sencillo. Necesitaba tener al menos un poco de control en su vida, y aunque controlar el tiempo no estaba a su alcance, llegar temprano era algo que sí podía lograr. Sin embargo, por mucho que lo intentara, nunca parecía capaz de conseguirlo; era como si la puntualidad no estuviera programada en su naturaleza.

—Dante. —La llamó Noa, asomando la cabeza por el marco de la puerta—. ¿Todavía te interesa el trabajo de medio tiempo en el café?

—Sí, claro. ¿Por qué? ¿Necesitan a alguien?

—Sí, es Ana —respondió, señalando el móvil en su oreja—. La chica que contrataron hace poco ha dejado de ir y necesitan a alguien que cubra su turno. ¿Qué dices?

Al final del día, no todo había salido tan mal. Tenía un empleo nuevo y, aunque debía pasar por una entrevista primero, eso era lo de menos. Lo real y verdaderamente importante era que Mel había logrado conseguir los apuntes a través del amigo de un amigo.