El amanecer en Egipto siempre traía consigo una atmósfera de misterio y belleza, pero esa mañana en particular, el resplandor del sol parecía bañar los campos cercanos al Nilo con una luz dorada especial. Los protagonistas, habiendo recorrido los majestuosos templos y monumentos de Neket, se dirigieron ahora hacia las orillas del río sagrado, el Nilo. Este río, más que un simple curso de agua, era el alma de Egipto, y su flujo constante representaba la conexión entre la vida, la magia y la naturaleza.
Acompañados por Khepri, quien había sido su guía desde que llegaron a la capital, los protagonistas fueron conducidos hacia los Jardines del Nilo, una vasta extensión de vegetación exuberante que bordeaba el río. Las plantas, flores y árboles que crecían en este lugar parecían estar imbuidas de una magia sutil, alimentadas no solo por el agua, sino por la energía mística que emanaba del Nilo mismo.
—Este lugar es sagrado —explicó Khepri mientras caminaban por los senderos llenos de vida—. Aquí es donde la diosa Hathor, nuestra madre y protectora, nos enseña el equilibrio entre la vida y la naturaleza. Sin ella, la fertilidad de nuestras tierras se marchitaría.
De pronto, una presencia imponente y serena se hizo notar. Al borde del río, rodeada por una corona de flores, apareció Hathor, la diosa semihumana de la fertilidad, el amor y la alegría. Su cuerpo irradiaba una paz indescriptible, y sus cuernos, los de una vaca sagrada, parecían captar la luz del sol de manera mágica. Con una sonrisa cálida, Hathor se acercó a los protagonistas, su paso ligero como el de una danza.
—Bienvenidos a los jardines de mi reino —dijo con una voz suave pero poderosa—. Aquí, bajo la bendición del Nilo, crecen las fuerzas que nutren tanto la tierra como los corazones de aquellos que la habitan.
Hathor extendió sus brazos, invitando a los protagonistas a seguirla a través de los jardines. Mientras caminaban, ella les explicó que el Nilo no solo era el sustento físico de Egipto, sino también su conexión espiritual con las fuerzas de la naturaleza.
—El Nilo es el corazón de Egipto —dijo mientras señalaba el vasto río que fluía a su lado—. Su magia corre por la tierra, y nosotros, los dioses semihumanos, somos los guardianes de ese equilibrio. Sin el Nilo, el desierto lo devoraría todo, y la vida misma desaparecería.
Los protagonistas escuchaban con atención mientras la diosa los guiaba a través de los campos fértiles y los bosques de palmeras que se alzaban majestuosos a lo largo de las orillas del río. Cada planta, cada flor, parecía estar conectada a la energía vital del Nilo, y Hathor, como la personificación de esa fertilidad, era quien mantenía ese vínculo sagrado.
Se detuvieron en un claro donde el sol se reflejaba en las aguas del Nilo, creando un espectáculo de luces doradas que bailaban sobre la superficie. Hathor alzó las manos y el agua comenzó a levantarse, formándose en delicadas figuras que danzaban a su alrededor, como si estuvieran vivas. El espectáculo dejó a los protagonistas sin palabras, mientras sentían cómo la magia del Nilo fluía a través de ellos.
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—La fertilidad no es solo de la tierra —continuó Hathor—. Es también del alma. En estos jardines, la magia del Nilo fluye hacia todo lo que toca, dándonos la vida y la alegría que necesitamos para prosperar. Pero no olviden que esa misma vida debe ser respetada. Todo en Egipto tiene su equilibrio, y nosotros, los dioses, somos los guardianes de ese delicado balance.
A medida que se adentraban más en los jardines, Hathor les mostró las plantas más raras y poderosas, aquellas que solo crecían bajo su protección. Había flores que emanaban una luz suave y cálida, y árboles cuyas hojas parecían vibrar con energía pura. Cada una de estas plantas tenía un propósito específico, ya fuera curativo, espiritual o mágico.
—Todo en este lugar está conectado —explicó la diosa—. La vida que nace aquí está ligada a las estrellas, al Nilo y a la misma esencia de la magia. Los semihumanos y los dioses trabajamos juntos para mantener esa conexión. Nosotros no solo gobernamos, también somos parte de esta tierra, igual que lo es cualquier otra criatura.
Los protagonistas observaban fascinados cómo Hathor cuidaba de cada rincón de los jardines, como si ella misma fuera la personificación de la naturaleza y la fertilidad en su forma más pura. A su paso, las plantas parecían reverdecer aún más, las flores se abrían y el aire se llenaba de una fragancia embriagadora.
En un momento de silencio, Hathor se volvió hacia ellos, su expresión más seria.
—Egipto es una tierra bendecida, pero también es una tierra de pruebas. La magia que corre por nuestras tierras es poderosa, pero debe ser controlada. Los semihumanos más poderosos, aquellos que ustedes llaman dioses, somos los encargados de mantener ese control. Nosotros somos una extensión de esta tierra, y esta tierra es una extensión de nosotros. Si el equilibrio se rompe, las consecuencias serán devastadoras.
Con esas palabras, los protagonistas empezaron a comprender que la magia de Egipto no era algo que pudiera tomarse a la ligera. El poder del Nilo, de los dioses y de la misma tierra era inmenso, pero también frágil. La tarea de los dioses semihumanos no solo era gobernar, sino proteger ese equilibrio a toda costa.
Antes de despedirse, Hathor les dio un último consejo.
—Recuerden siempre, viajeros, que la vida es un ciclo. Lo que crece debe morir, y lo que muere, renacerá. El Nilo fluye constantemente, y nosotros, los dioses, debemos fluir con él. Nunca olviden el poder que tiene la naturaleza, ni subestimen la magia que la sostiene.
Con esas palabras, Hathor los dejó en la orilla del Nilo, donde el río seguía su curso imperturbable, como lo había hecho durante milenios. Los protagonistas, ahora más conscientes del inmenso poder que fluía a su alrededor, sintieron una profunda conexión con la tierra y la magia de Egipto.
A medida que el sol comenzaba a descender, reflejando sus últimos rayos sobre las aguas, los protagonistas entendieron que habían presenciado algo más que una simple lección sobre fertilidad. Habían sido testigos del latido mismo de Egipto, un país que vivía y respiraba a través de su río, de sus dioses y de la magia que unía todo en un delicado, pero poderoso, equilibrio.