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1. Luz

RENACE

Redención, Esperanza, Nobleza, Aceptación, Crecimiento y Esfuerzo.

Vivir es bailar en los tropiezos, navegar entre problemas, caer en los fracasos.

Pero, ¿qué de aquellos bendecidos con un nuevo amánecer, dispuestos a errar una vez más? Pues en cada renacer, hay un don sagrado: la oportunidad de redimir el alma y escribir un destino distinto.

SR.J. Lobrore: RENCENDER

1. Luz

Dentro del quirófano, el paciente yació casi inerte. Con el pecado abierto, ofreciendo resistencia e intentando mantenerse con vida. La luz blanca iluminaba su cuerpo vulnerable, mientras los monitores emiten pitidos constantes y las herramientas de acero se mueven frente a sus ojos.

—¡¿por qué no pueden estabilizarlo?! —gritó la cirujana desesperada y con las manos ensangrentadas.

—¡Controlen su pulso! ¡Lo perdemos! —exclamó una enfermedad entre dientes.

—¡Necesitamos jeringas! ¡Luis, cajón tres...!

El joven no entendía lo que pasaba. Sus ojos cansados estaban fijos en la luz. Sin poder creerlo, experimentando el miedo, pero incapaz de apartar su mirada. Maldijo su desdicha. De temblar desde hace tiempo y llorar hace poco.

En su cabeza, oyó voces extrañas provenientes de un plano astral, que reverberaron incluso en su alma. Y aunque él deseara callarlas, estas estaban lejos de hacerlo.

De repente, todo se sumió en el silencio. El pitido final se extendió durante minutos. Los cirujanos dejaron de intentar reanimarlo. Era inútil. Él había muerto.

En medio de la oscuridad, él se quedó flotando. La percepción del tiempo se le desdibujaba. Las experiencias, los sentimientos, aromas, pensamientos, iban y venían… Al final, la resistencia a la muerte fue opacada por la aceptación natural.

Pero, aun así, fue incapaz de descansar en paz. En la penumbra, vislumbró figuras etéreas, danzando a su alrededor, susurrando palabras desconocidas para él. De repente, un punto de luz apareció. Extrañado, puesto que había olvidado una vez más lo que significaba estar vivo, se acercó a esa luz, o mejor dicho, se dejó llevar a ella.

Segundos después, el ambiente se volvió cálido, de tonos anaranjados. Voces suaves y melodías lejanas se manifestaron a su alrededor. Su vista tardó en ajustarse. Utilizó sus oídos, los cuales funcionaban perfectamente, pero no logró entender palabra alguna. Trató de hablar, pero solo emitió balbuceos incoherentes. Forzó sus ojos de nuevo, intentando enfocar su mirada en lo que le rodeaba. Las figuras se fueron aclarando. Eran rostros familiares, pero se encontraban distorsionados y se sentían distantes. Quiso señalar algo, pero al alzar la mano, notó que esta era mucho más pequeña de lo que recordaba.

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***

Un bello lugar

Las primeras impresiones son peculiares: algunas memorables, otras divertidas y, a veces, desconcertantes. Esta le pareció una de las más confusas. Todo parecía enorme y él, un enano. La memoria se le escapaba entre los dedos y las cosas que hacía hace poco se le olvidaban.

Él era un bebé, había reencarnado. Esta era una experiencia extraña, como si hubiese apretado el botón de reiniciar en medio del juego de la vida. Todas sus experiencias previas, conocimiento y sabiduría estaban allí. Atrapadas, tras la frustrante barrera del lenguaje y su torpe coordinación motriz.

No tuvo éxito en identificar el idioma de sus padres. No era inglés, alemán, ni siquiera parecía japonés. Aunque él no sea un poliglota como tal, logró notar la ausencia de la melodía que los distinguía.

Al ver su entorno, comprendió que se encontraba en la Europa medieval. Sus padres eran caucásicos, jóvenes y llenos de energía. Los paisajes, tras las ventanas, eran vastas extensiones de campos verdes y dorados. Dentro: los muebles, utensilios, la casa misma, todo era de madera. Carente de televisores ni computadoras; sin rastro alguno de aparatos electrónicos.

«Soy un pobre campesino», pensó con resignación y repulsión.

Para alguien que odia los libros o películas ambientadas en aquella época, esto era el infierno. Este sentimiento se intensificaba día a día tras ver un caballo negro pastar cerca de la casa.

Pasaron pocas semanas. Más temprano que tarde, comenzó a comprender el lenguaje y, con él, a sus padres.

John Gracer. Un hombre joven, alto, con una melena que se aclaraba en las puntas, con un tono similar a la miel. Ojos anaranjados y mirada profunda. Cuyo oficio era ser comerciante. Entre sus posesiones se destacan un carruaje de madera, el caballo y la casa.

Emily Gracer. Una belleza única como anormal por su heterocromía. Es más joven que su esposo. Su cabello rubio es suave y tiene un aroma a girasoles. Su piel es fina, de un tono rojizo y elástica. Es ama de casa y rara vez la puedes ver trabajar. Experta en la cocina como la mayoría de las madres y cariñosa como la mayoría de esposas jóvenes.

Y él es Edrian Gracer. Hijo único de la familia. Un niño de poco cabello castaño y ojos verdes.

Pasaron unos meses. Edrian aprendió a gatear y, lo más importante, a aprender. Su cuerpo en desarrollo lo impulsó a hacerlo. El idioma dejó de parecerle extraño y se volvió propio. Las extrañas letras pasaron de ser extrañas a familiares. Ahora podía moverse de forma libre, impulsado por su curiosidad. Exploró los rincones que antes solo observaba desde la distancia. Tocó objetos, vio insectos, y oyó las extrañezas, que no eran tan extrañas para sus padres. Los cuales se encontraban orgullosos de sus avances.

—Siempre lo ves de aquí para allá —comentaba su madre a su padre—. Pero nunca se cansa de explorar. Es igual a ti.

—¿En serio? No lo veía de esa forma —dijo al abrazar a su esposa por la cintura y jugar con sus labios.

Tras una semana, Edrian logró recorrer toda la casa e identificar su estructura. Tres pisos, dos entradas: una principal y otra para carruajes. Dos salones principales, una cocina, tres baños y alrededor de siete habitaciones.

«Todo esto es demasiado grande para nosotros», pensó Edrian estupefacto y tumbado en el suelo. «A menos que deseen tener más hijos, siguen siendo jóvenes después de todo».

En una de sus expediciones, Edrian logró descubrir algo inusual. Las marcas de arañazos en el suelo, el marco y bisagras en medio de las paredes, escondían detrás una habitación secreta. Sintió miedo al tirar de la puerta con sus pequeños dedos. Al abrirla, vio escaleras en C que descendían a una habitación iluminada. Al bajar, vio una gran variedad de fantasías y experiencias mágicas. Arriba, las ventanas horizontales, casi ocultas por la vegetación exterior, lo atontaron. Frente a él, estantes de dos a tres metros exhibieron sus extrañezas; libros, mapas, armas y armaduras. A sus lados, cofres de madera, de metal y de roca cincelada.

«¿Qué lugar es este? Esto va más allá de lo que…» —No pudo terminar sus pensamientos.

—Edrián, tienes prohibido entrar aquí —Emily lo levantó del suelo con cuidado.

El chico espera la reprimenda, pero al oír la voz dulce y ver el rostro amoroso de su madre deshizo sus pensamientos. En su mirada, se veía la nostalgia y la tristeza que cargaba.

—Algún día, cuando seas mayor, podras entrar en esa habitación cuantas ves preguntas —dijo y acomodó la cabeza de su hijo.

Subió las escaleras y siguió su camino hasta llegar al jardín. Dejó a Adrian sobre el césped y volteó a ver la casa por varios segundos. Acomodó su larga blusa y falda con las manos. Se sentó sobre sus talones, y acarició la cabeza de su hijo. Cuya mirada infantil demostraba el querer saber más, porque había cosas que no lograba enterder. Sin embargo, ella sabía que su retoño, Edrian, estrella destinado a grandes cosas. Tan grandes que ella no imaginaría ni llegaría a comprender.

¡Un mundo desconocido! ¿Qué pasa?

Continuará...

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