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Fort Herrera Neptus, de ocho años, se detuvo frente a la entrada del bosque de Segana. El lugar tenía aroma a tierra y hojas; esto lo llenaba de determinación.

Comparó el aroma de su país natal, Teru, con el de las fábricas que dominaban el paisaje. Inhaló profundamente, notando el carbón y la basura quemada que se escapaban de las chimeneas. Con cierto pesar, levantó su cometa y se adentró al bosque.

Los periódicos trajeron noticias de la guerra de Seraphina, la vieja capital, y la Capital Norte. No eran buenas noticias para los habitantes de Segana. La tensión entre las regiones se intensificaba día tras día. No se podían ignorar los rumores de las calles. La posibilidad de un reclutamiento inminente acechaba.

Fort continuó con sus visitas al campo. Dejando atrás los ecos de discusiones y preocupaciones adultas. Hasta que, meses después, llegaron los primeros folletos en apoyo a la guerra.

Observó los panfletos de las calles; su contenido enloquecía su mente.

Te necesitamos.

Tú puedes cambiar el mundo.

El futuro de la nación está en tus manos.

Un hombre sonriente de ojos brillantes aparecía en cada cartel. Ese hombre le llamaba a pelear junto a él. Seraphina confiaba demasiado en un niño que no podía seguir sin él. Ellos no podrían ganar sin él. En ese instante dejó de sentirse parte de Teru. Y se cambió de país como si se tratara de juguetes.

Cada semana, más hombres trajeados aparecieron. Con sus espadas tambaleando a cada paso y rifles sobre los hombros, cuidados como si fueran bebes. Las calles se pintaron de azul marino, con banderas ondeando en cada esquina. Antes de que Fort cumpliera nueve años, apareció la primera escuela militar.

Los niños de Segana comenzaron a hablar de sueños heroicos en los que se alzaban victoriosos. Los juegos pasaron de ser simples travesuras a simulacros de combates. Empuñando ramas como espadas, luchando contra enemigos imaginarios en tierras lejanas.

El día de su cumpleaños, Fort se despertó emocionado. Tarareó el himno de Seraphina durante el desayuno, unas diez veces, y se preparó para un día especial. En su mente, visualizaba la guerra o la imagen de juegos que tenía sobre ella.

—Fort debe ir a un colegio, eso es seguro —dijo su padre, Pilar Herrera, con un tono decidido.

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Su madre, Blanca Neptus, asintió. Aunque su expresión mostraba preocupación.

—Sí, pero no podemos enviarlo ahora, debemos esperar. El hijo de los Ketel perdió un ojo la semana pasada y falleció por una infección estomacal. Se dice que los obligan a nadar en aguas infestadas —murmuró con la angustia reflejada en su rostro.

—Es cierto, pero si no lo hacemos, se lo llevarán como mensajero o detector de bombas. Fort es fuerte, lo sé —insistió su padre con determinación—. Tiene que aprender a defenderse. Cuando sea mayor de edad, es probable que la guerra haya terminado. El norte está ganando; cuando sea el momento adecuado, volveremos a Teru.

—No podemos esperar tanto. Renuncia a la fábrica y volvamos de una vez —suplicó la madre con voz temblorosa.

—No puedo, hemos invertido demasiado. —el padre frunció el ceño—. Fort necesita estar preparado para lo que venga. Todo lo que invertimos está en esas calderas. El metal se usa para las armas, armaduras y vehículos que usan los soldados. No podemos permitirnos fallar ahora.

Fort escuchaba con atención, aunque no entendiera nada. Estaba molesto y ansioso. Su general lo esperaba, y él se estaba tardando.

Recordó a su amigo, Lent, quien le contó las historias de los valientes que luchaban en campos de batalla. De los traidores de Seraphina. De los elfos, y cómo vendieron su lealtad por un puñado de oro y tierras en el norte, algo que desconocía completamente.

Les estaban mostrando la verdad de las cosas. La verdad histórica. La verdad de la magia como una creación maldita por la ambición y la codicia. Un poder maligno que se esparció por el mundo, dejando un rastro de destrucción y desconfianza. Cuyo acto final resultó en la destrucción de la vieja Seraphina.

Fort recordó las palabras de Lent.

—Aunque los registros son confusos, tienen sentido. Se dice que ellos crearon la magia y la usaron para derrocar a sus propios reyes. La ambición los consumió y, en su búsqueda de poder, desataron fuerzas que nunca podrían controlar.

La historia de los elfos resonaba en su mente, alimentando su curiosidad y temor. Se preguntaba como lucirían. Orejas monstruosas y afiladas como navajas. Caras pálidas como fantasmas. Patas de gallina y brazos de serpiente. Una raza oscura y poderosa, con habilidades que desafiaban la lógica.

El sonido de la silla, siendo arrastrada por su madre, cortó sus pensamientos.

—Está bien. Nuestro hijo debe ir —dijo con la voz quebrada, pero firme, como una espada que desenvainaba al miedo—. No obstante, si vuelve herido, regresará a casa de inmediato.

La decisión estaba tomada.

Fort sintió un torbellino de emociones cruzar su pecho. Por un lado, la emoción de ser parte de algo grande, y por otro, el miedo a no cumplir las expectativas. No a las de su familia, sino a las de su pueblo y nuevo país.

«¿Podría realmente ser un héroe?», pensó.

En ese instante, recordó la historia de un chico que no fue reclutado por tener los dientes careados.

La selección militar era dura y se sintió abrumado ante la idea de ser dejado atrás. Por lo que bajó al sótano, revisó las cajas de insumos y subió con una pasta de dientes. Debía asegurarse de cepillarse bien, así que lo hizo unas diez veces.

Continuará...

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