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luna de queso [Spanish]
capítulo ii, efecto mariposa

capítulo ii, efecto mariposa

Las horas en la biblioteca pasaban como un susurro entre las estanterías. Arturo, con el ceño fruncido y la mochila medio vacía a sus pies, exploraba la sección de literatura y escritura creativa. Las tapas de los libros se confundían entre títulos prometedores y técnicas repetitivas que parecían un eco de las mismas ideas. Sus dedos se deslizaban por los lomos de las obras hasta que uno llamó su atención.

Era un volumen extraño, encuadernado a mano, con una cubierta de cuero desgastada y letras bordadas en hilo dorado que apenas formaban el título: El Arte de la Visualización Narrativa. No aparecía el nombre de una editorial, sólo un diminuto grabado en la esquina inferior: Ana Soler.

Intrigado, Arturo lo sacó de la estantería con cuidado. Al abrirlo, un aroma a papel viejo mezclado con algo ligeramente dulce le golpeó, como si el libro hubiera sido guardado entre flores secas. Las páginas eran ásperas, llenas de anotaciones hechas a mano, algunas en tinta azul y otras en rojo.

El contenido no era convencional. No había esquemas tradicionales ni listas de consejos. En cambio, el libro ofrecía reflexiones que parecían cruzar la línea entre la técnica y la filosofía. Una página contenía un párrafo que parecía hablar directamente a él:

"Las historias no solo se escriben; se sienten, se habitan. Para crear algo verdaderamente auténtico, el escritor debe estar dispuesto a entrar en su propio mundo y enfrentarlo desde adentro. Esto no es un simple ejercicio de imaginación: es una conexión, una inmersión."

Arturo pasó las páginas con creciente interés hasta llegar a un capítulo titulado La Visualización Narrativa. El texto explicaba que esta técnica permitía al escritor "entrar" en la realidad de su historia, no solo como un observador, sino como un participante activo.

La promesa de vivir en Encantia, de experimentar ese mundo de primera mano, lo llenó de emoción y, a la vez, de dudas. ¿Cómo podría ser algo así posible?

Sin pensarlo dos veces, Arturo cerró el libro y se dirigió al mostrador. Allí estaba el bibliotecario de siempre, un hombre de cabello blanco y lentes gruesos que parecían darle un aire de sabiduría absoluta.

—Disculpe —dijo Arturo, colocando el libro con cuidado en el mostrador—. Encontré este libro en la estantería, pero no parece oficial. ¿Conoce al autor, A. Soler?

El bibliotecario ajustó sus lentes, que parecían a punto de caerse, y tomó el libro con manos que parecían tan viejas como las páginas que sostenía. Lo examinó durante unos segundos con una mirada pensativa antes de asentir lentamente.

—A. Soler... No lo conocía personalmente, pero venía aquí con frecuencia hace muchos años, antes de jubilarse. Se dedicaba a ordenar libros e incluso nos ofrecía los suyos, pero nunca lo vi en persona. Nos comunicábamos a través de notas.

—¿Sabe dónde puedo encontrarlo? —preguntó Arturo, tratando de ocultar la ansiedad en su voz.

El hombre lo miró con una mezcla de curiosidad y cautela.

—Si mal no recuerdo, me dijo que se retiraba en Magallón, un pueblo al oeste.

—¿Magallón? —repitió Arturo, el nombre le sonaba vagamente.

—Sí. Es un lugar pequeño, con casas antiguas y vistas al valle. Está mal que lo diga, pero no tendrás problema encontrándolo si preguntas un poco por ahí.

Y vaya que si era pequeño: con poco más de 1,000 habitantes, el pueblo se encontraba a unos 45 minutos de la ciudad, pasando por Utebo, la ciudad donde él había vivido hasta que comenzó la universidad.

Por eso le sonaba.

Su coche, cubierto de polvo tras kilómetros de carreteras secundarias, se detuvo frente a la casa de su infancia. El sol brillaba intensamente, y un aire suave agitaba las hojas de los álamos que flanqueaban la entrada.

Arturo salió del coche y se quedó un momento de pie, observando la fachada familiar. Era como si hubiera retrocedido en el tiempo; las casas seguían siendo las mismas, con sus fachadas de piedra y los geranios en las ventanas.

El viaje representaba una oportunidad para avanzar en su proyecto literario, pero también como reacción a las palabras que le había dejado su madre días atrás: “María quiere estar en casa. Sus últimos días, nos pidió que los pasara aquí.”

Al entrar al jardín, empujó la puerta de hierro forjado con un chirrido que le recordó a todas las veces que había entrado corriendo después de la escuela.

—¡Arturo! No me dijiste que al final vendrías —dijo su madre a lo lejos, con bolsas de la compra.

Arturo se apresuró en ayudarla, vaciando sus manos para que ésta pudiera sacar las llaves de su bolso—. Fue una decisión de último momento, mamá. Estoy de paso hacia un pueblo cercano. Pensé que no estaría mal pasarme por casa primero.

Entraron juntos, donde el olor a guiso casero impregnaba el aire.

Su padre estaba en la cocina, ingeniándosela para hacer la cena.

—Mira quién ha venido —canturreó la señora Duarte.

—No planeaba parar, pero tenía ganas de veros antes de continuar mi viaje —dijo una vez más Arturo, dejando las cosas en la mesa para abrazar a su padre—. Además, siempre es agradable tener una buena comida casera.

—¿Viaje? —preguntó el cocinero, ofreciéndole un plato que el joven negó—. ¿A dónde vas?

Arturo se removió incómodo al escuchar la pregunta del cocinero, sintiendo el peso de un tema que aún no había sido capaz de enfrentar. No le había contado a sus padres que el TFG había sido rechazado. Y, francamente, no tenía idea de cómo hacerlo.

—Mañana me voy a Magallón, un pueblecito de por aquí cerca —soltó rápidamente, esperando desviar la atención.

—¿Y eso?

Arturo forzó una sonrisa, aunque su mente buscaba desesperadamente una excusa que sonara convincente.

—Es una larga historia —respondió con un tono despreocupado, quitándose la chaqueta y dejándola sobre el respaldo de la silla del recibidor—. Estoy trabajando en algo para el proyecto, ya sabes, inspiración de campo.

Su madre lo miró con una mezcla de interés y escepticismo.

—Inspiración de campo, ¿eh?

—Sí, claro. A veces hay que salir de la rutina para que las ideas fluyan —dijo Arturo con más confianza de la que sentía—. ¿Y María? ¿Está descansando?

Su padre asintió, señalando el pasillo que conducía a las habitaciones.

—Está en su habitación. Hoy estuvo animada, pero se ha cansado después del almuerzo.

El joven asintió, agradecido de que la conversación no hubiera profundizado más. Con paso tranquilo pero ligeramente nervioso, se dirigió por el pasillo hacia la habitación de María. Siempre le daba un vuelco el corazón al abrir esa puerta, porque nunca sabía cómo iba a encontrarla: durmiendo profundamente, luchando contra el dolor o, en los mejores días, con esa chispa en los ojos que parecía iluminarlo todo.

Tomó el pomo de la puerta con suavidad y lo giró, intentando hacer el menor ruido posible. Al entrar, vio que la habitación estaba en penumbra, las cortinas medio cerradas y la luz del atardecer filtrándose apenas por las rendijas. María estaba acostada, de espaldas a la puerta.

Arturo se quedó en el umbral unos segundos, debatiéndose entre acercarse o dejarla descansar. Dio un paso hacia adelante, cuando de repente su hermana habló con voz clara, aunque un poco débil:

—¿Tú crees que no me doy cuenta cuando alguien me espía?

Arturo sonrió involuntariamente, a pesar del susto inicial.

—Pensé que estarías dormida —dijo mientras se acercaba a la cama.

María se giró lentamente hacia él, una expresión de fingido reproche en su rostro.

—Dormir está sobrevalorado —respondió, aunque la ligera palidez en sus mejillas y las ojeras marcadas contaban otra historia—. ¿Qué haces aquí? Pensé que estabas ocupado salvando el mundo con tus elfos y dragones.

—Siempre puedo tomarme un descanso para visitar a la princesa del cuento —bromeó Arturo, sentándose en una silla junto a la cama.

María rodó los ojos, pero sonrió.

—Vaya honor —dijo con fingida solemnidad—. ¿Y qué trae al valeroso narrador a mi humilde alcoba?

Arturo se acomodó en la silla, observándola en silencio por un momento. Siempre había sido buena ocultando lo que sentía, pero él la conocía demasiado bien. La delgadez de sus manos, la fragilidad con la que se movía… Le aterraba notar esos cambios, porque cada uno era una cuenta atrás.

—Quería verte —admitió al fin.

Ella inclinó la cabeza, como si evaluara su sinceridad.

—Entonces, ya que estás aquí, dime... ¿alguna nueva noticia del trabajo?

Arturo abrió la boca para responder, pero se detuvo. ¿Le mentiría hasta el final de que había fracasado? Que todo lo que había intentado escribir se sentía vacío, que no sabía escribir sin ella al lado.

Pero María no necesitaba una respuesta.

—No pienses tanto, Arturo —dijo suavemente—. Siempre haces lo mismo. Cuando éramos pequeños, inventabas historias increíbles sin preocuparte por si eran "buenas" o "originales". Solo nos importaba divertirnos.

Arturo sonrió con tristeza.

—Sí, pero entonces tenía a la mejor compañera de aventuras.

María chasqueó la lengua.

—Y la sigues teniendo. A ver, vamos a hacer lo que hacíamos antes… —se incorporó un poco en la cama, con los ojos brillando de emoción—. Inventa algo. Ahora mismo.

Arturo la miró con sorpresa.

—¿Así, sin más?

—Así, sin más. Vamos, ¿quién va a protagonizar esta historia?

Arturo la miró durante un instante, y entonces lo supo.

—Una princesa —dijo—. Pero no una cualquiera. Es una princesa que nunca envejece.

Los labios de María se curvaron en una sonrisa.

—¿En serio? ¿Y cómo lo consigue?

—Ah, bueno… —Arturo apoyó los codos en la cama, acercándose más—. Se dice que encontró un lugar donde el tiempo no existe. Un reino escondido donde las historias nunca terminan, donde todo el mundo puede ser quien quiera ser y donde nadie está atado a un destino impuesto.

—Suena a un sitio increíble —susurró María desviando la mirada y parpadeando rápidamente—. Me gusta.

Arturo tragó saliva.

—A mí también.

El silencio se instaló entre ellos. Arturo bajó la cabeza, sintiendo un nudo en la garganta. María vivirá eternamente, pensó. En su trabajo, en cada historia que inventaron juntos y en todo.

Y aun así, dolía.

Arturo levantó la vista y la observó en silencio. Quería grabarse cada detalle: la forma en que la luz tenue del pasillo dibujaba sombras suaves en su rostro, el brillo cansado pero sereno de sus ojos, la forma en que sus labios aún conservaban una sonrisa ligera, casi eterna.

Quería recordar la manera en que su cabello se deslizaba sobre sus hombros, el ritmo pausado de su respiración, el pequeño gesto que hacía con los dedos cuando intentaba ocultar su cansancio.

Quería recordarla así.

Pero cuanto más la miraba, más se rompía por dentro.

El dolor lo golpeó con la fuerza de una verdad irrefutable, y antes de darse cuenta, las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Intentó contenerlas, desviar la mirada, respirar hondo, pero fue inútil.

María frunció el ceño con dulzura y, sin decir nada, alzó una mano y le secó las lágrimas con la yema de los dedos. Sus caricias eran ligeras, casi etéreas, como si con ellas pudiera borrar no solo el llanto, sino también el miedo y la tristeza que pesaban sobre él.

—No llores —susurró, intentando esbozar una sonrisa.

Arturo dejó escapar una risa ahogada, una mezcla de dolor y ternura.

—Lo siento… —susurró—. Es que no quiero olvidar nada.

María negó suavemente con la cabeza y, con un gesto lento pero decidido, entrelazó su mano con la de él.

María suspiró contra su hombro, su respiración haciéndose cada vez más pausada. Arturo sintió cómo su cuerpo se relajaba poco a poco en su abrazo, hasta que su peso descansó completamente sobre él.

No hizo falta mirarla para saber que se había quedado dormida.

Con sumo cuidado, la recostó con suavidad sobre la almohada, apartando un mechón de su rostro. La observó un instante más, como si intentara grabarse cada detalle: la curva de sus pestañas, la paz que se reflejaba en su expresión, la tibieza de su mano aún entrelazada con la suya. Luego, soltó un leve suspiro y se levantó en silencio.

Caminó hacia la ventana y apoyó la frente contra el cristal frío. Desde allí, el campo abierto se extendía ante él, inmenso y tranquilo, bañado por la tenue luz de la luna. Era el mismo paisaje de siempre, el de su infancia, el que había formado parte de tantos recuerdos felices.

Pero algo en el cielo había cambiado.

La luna brillaba con su resplandor plateado habitual, alta y majestuosa, pero Arturo sintió un estremecimiento en el pecho. Había algo distinto en ella. Parpadeó, intentando asegurarse de que no era una ilusión, y entonces lo vio.

La luz de la luna comenzó a transformarse. Su brillo frío se volvió más cálido, su superficie pareció ablandarse, como si estuviera perdiendo su consistencia. Pequeñas grietas se formaron en su corteza, como si estuviera desmoronándose lentamente ante sus ojos.

If you stumble upon this narrative on Amazon, be aware that it has been stolen from Royal Road. Please report it.

Arturo contuvo el aliento.

La luna—la misma luna que había visto incontables noches—se convertía en otra cosa. Se deshacía en un tono dorado, adquiriendo una textura porosa y blanda. La imagen era absurda, imposible. Y, sin embargo, ahí estaba: un enorme trozo de queso flotando en el cielo, su superficie cubierta de vetas y hendiduras profundas, como si siempre hubiera sido así y Arturo nunca lo hubiera notado.

Las estrellas a su alrededor parecieron alejarse un poco, como si el propio universo estuviera observando en silencio esta metamorfosis.

Arturo no podía apartar la vista. Algo dentro de él vibró, una certeza que no lograba comprender del todo, pero que sentía con una claridad absoluta.

No era un simple capricho de la imaginación.

Era un mensaje.

Y, de alguna forma, sabía que María lo entendería.

—¿La luna hecha de queso? —preguntó su madre, esbozando una sonrisa. Era una sonrisa cargada de esa dulzura que usaba cuando hablaba con María sobre sus sueños o cuando intentaba calmar las ansiedades de Arturo de niño—. Hijo, eso debe haber sido un sueño. Es normal que la imaginación juegue trucos a veces.

—Puede que solo fuera eso —admitió Arturo, encogiéndose de hombros, aunque en su interior no podía deshacerse de la sensación de que había sido algo más. Algo simbólico, quizás una señal.

—De todas formas, no te vayas tan pronto. Espera a que María se despierte, le hará bien verte —insistió su padre.

Arturo apretó los labios y miró hacia la puerta de la habitación de su hermana.

—No puedo —dijo finalmente, con un tono de disculpa en su voz—. Me espera un viaje largo, tengo que ir a Magallón y quiero llegar antes del mediodía.

Su madre frunció el ceño—. Pero podrías quedarte al menos para despedirte. Quizás esto la anime.

El joven miró una vez más hacia la habitación de María, dudando. Por un momento sintió el impulso de quedarse, de esperar hasta que ella abriera los ojos y compartir un cuento más con ella.

—Lo sé, mamá —respondió con un suspiro—. Pero... si me quedo, no sé si podré irme después.

Sus padres asintieron, resignados—. Entonces ve con cuidado —dijo su padre, dándole una palmada en la espalda—. Y vuelve pronto. Este siempre será tu hogar, Arturo. Pase lo que pase.

Arturo tomó sus cosas, incluyendo los cuadernos de notas, y se dirigió a la puerta de entrada. Se montó en su coche y se dirigió de nuevo a la carretera, dejando atrás su hogar y a su hermana, sabiendo que podría ser la última vez que la viera en vida.

Mientras conducía hacia Magallón, el paisaje cambió lentamente, de los verdes campos que rodeaban su pueblo, a las colinas y viñedos que caracterizaban esa parte de Zaragoza.

La señal que indicaba "Magallón" se asomaba a lo lejos. Faltaba poco para llegar, y con cada kilómetro, sentía cómo la expectativa crecía.

Cuando finalmente llegó, apagó el motor del coche y dejó escapar un largo suspiro mientras miraba a su alrededor. Había conducido durante dos horas y al fin estaba en Magallón, un pequeño pueblo aragonés que parecía atrapado en el tiempo.

El aparcamiento donde había dejado el coche estaba junto a la plaza principal, que en ese momento bullía de actividad.

Era Martes, al parecer día de mercadillo, y las calles adoquinadas estaban llenas de puestos con toldos de colores vivos, donde los vendedores ofrecían de todo: frutas y verduras frescas, quesos artesanales, ropa, bisutería, y objetos que parecían sacados directamente de un desván polvoriento.

El aire estaba impregnado de una mezcla de olores: pan recién horneado, hierbas secas y el dulce aroma de las frutas maduras.

Arturo salió del coche y cerró la puerta con cuidado, como si temiera perturbar la armonía del lugar. Se quedó de pie un momento, observando la escena frente a él. Las voces de los vendedores mezclándose con el murmullo de los compradores.

—¡Tomates recién cogidos, a un euro el kilo! —gritó un hombre desde un puesto cercano, su voz grave resonando por encima del bullicio.

Las calles que rodeaban el mercadillo eran estrechas y serpenteaban como un laberinto entre casas de piedra. Las fachadas, algunas decoradas con balcones de hierro forjado llenos de macetas con geranios, tenían un aire antiguo y encantador. La plaza misma estaba pavimentada con grandes losas de piedra y en su centro había una fuente que parecía tan vieja como el pueblo. El agua brotaba con suavidad, creando un remanso de calma en medio del ajetreo.

El joven forastero caminó despacio entre los puestos, dejándose llevar por el ambiente. Pasó junto a un tendero que ofrecía quesos de cabra, sus ruedas perfectamente alineadas sobre una tabla de madera. Más allá, una mujer mayor con un pañuelo en la cabeza vendía tarros de miel y botellas de aceite de oliva, mientras explicaba con paciencia a una pareja joven las propiedades de cada producto.

Había algo mágico, algo que lo hacía sentir como si hubiera entrado en otro mundo.

Cada puesto parecía tener su propia historia, cada producto, un fragmento de la vida del pueblo. Los olores, los colores y las voces creaban una atmósfera que lo envolvía completamente.

Arturo se detuvo frente a un puesto de libros viejos. Un hombre delgado, con gafas redondas y un sombrero de ala ancha, estaba sentado detrás de una mesa cubierta de volúmenes polvorientos.

—¿Busca algo en particular, joven? —preguntó el librero, con una sonrisa amable.

Arturo negó con la cabeza, aunque sus ojos recorrieron los títulos con curiosidad. La mayoría eran novelas de autores clásicos, pero también había libros de cuentos y algunos volúmenes de historia local.

—Sólo estoy curioseando.

Después de unos minutos, y con una nueva adquisición en su biblioteca personal, Arturo siguió caminando. Las calles que se alejaban del mercadillo eran tranquilas, y en algunas partes, las enredaderas trepaban por las paredes de las casas, añadiendo un toque de verde al paisaje dominado por la piedra y el ladrillo.

Podía oír el repique lejano de las campanas de la iglesia, que marcaban la hora mientras custodiaba al mismo tiempo el pueblo.

Había decidido hospedarse en una casa particular, siguiendo una sugerencia que había encontrado en un foro de viajes. Se trataba de la vivienda de un hombre llamado Jacinto, un habitante del pueblo que, según los comentarios, solía alquilar una de sus habitaciones a viajeros muy poco ocasionales.

Al acercarse a la dirección indicada, se dio cuenta de que la casa no era diferente de las otras: una estructura sencilla, con una puerta de madera desgastada y una pequeña terraza con plantas que parecían necesitar algo más de cuidado.

Tocó el timbre y esperó unos segundos. Finalmente, la puerta se abrió con un chirrido, y apareció un hombre de unos sesenta y tantos años, con una barba grisácea y una mirada cansada, pero amable. Llevaba una camiseta vieja y unos pantalones gastados, como alguien que había dejado de preocuparse por las apariencias hacía tiempo.

—Buenas tardes, ¿eres Jacinto? —preguntó Arturo, intentando no sonar demasiado formal.

—Así es —respondió el hombre, asintiendo con una sonrisa cortés—. Tú debes ser el escritor. El que busca historias, según dicen.

Arturo se sorprendió un poco al oír eso. No había mencionado ser escritor en ningún mensaje, solo había pedido alojamiento por un par de noches. Pero en un pueblo pequeño como Magallón, las noticias vuelan rápido.

—Supongo que sí —admitió Arturo con una sonrisa avergonzada—. Estoy aquí para encontrarme con alguien. Y claro, también busco historias.

Jacinto hizo un gesto con la mano, indicándole que pasara—. Entra, entra. La habitación está lista. No es gran cosa, pero espero que te sirva. La gente ya no suele quedarse por aquí. Los turistas prefieren los hoteles de Zaragoza y los pocos que vienen solo pasan una noche o dos.

Arturo siguió al hombre por un pasillo estrecho, observando las paredes decoradas con fotografías en blanco y negro, imágenes de Magallón en tiempos pasados. Al llegar a la habitación, notó que era pequeña pero acogedora. Una cama individual, una mesita de noche con una lámpara antigua y una ventana que daba al patio trasero.

—Espero que estés cómodo. Cualquier cosa que necesites, sólo llama —dijo Jacinto, apoyándose en el marco de la puerta—. La cocina está al fondo, por si te apetece preparar algo. Aunque no tengo mucho que ofrecer.

—Estoy seguro de que estará bien —respondió el joven con amabilidad—. Se lo agradezco mucho.

Jacinto asintió, pero antes de retirarse, se detuvo un momento, como si quisiera decir algo más. Miró a Arturo con cierta curiosidad y finalmente se atrevió:

—Dices que buscas a alguien. ¿Un amigo, familia?

Arturo negó con la cabeza—. Es alguien que no conozco personalmente, sólo por su apellido: Soler.

El rostro de Jacinto se iluminó por un momento, como si reconociera el nombre.

—Vaya, aquí en Magallón no hay muchos Soler, al menos que yo sepa. Quizás alguien pueda ayudarte. La gente aquí se conoce bastante bien.

Arturo asintió—. Eso me dicen y eso espero. He venido hasta aquí específicamente para hablar con esta persona.

—Pues, si puedo ayudarte en algo, dímelo. No suelo recibir visitas últimamente. Desde que mi esposa se fue y los hijos se marcharon, aquí ya no hay mucho movimiento. Así que cualquier compañía es bienvenida.

Arturo sintió un nudo en la garganta. Podía ver que el hombre, al igual que el pueblo mismo, cargaba con la melancolía del tiempo pasado, de los días mejores que ya no volverían.

—Gracias, Jacinto. Creo que este es el lugar perfecto para lo que necesito hacer.

El hombre le dio una palmada en el hombro, como un gesto de ánimo, y salió de la habitación, dejándolo solo. Arturo se acercó a la ventana y miró hacia el patio, hacia las plantas secas que parecían esperar el regreso de alguien que las cuidara.

Arturo suspiró, mirando el libro que había encontrado en la biblioteca pública. Las páginas se sentían pesadas entre sus manos, llenas de promesas y teorías sobre cómo adentrarse en su propia imaginación, cómo visualizar su historia, cómo crear vida en esos personajes que parecían burlarse de él desde la página en blanco.

El aire en la habitación estaba cargado, como si el tiempo mismo se hubiera detenido, esperando que él lograra, por fin, conectar con su historia. Con las instrucciones claras en su mente, se acomodó en la silla frente a la mesa, tomando el libro con más determinación que nunca. Cerró los ojos, intentando calmar la respiración, dejar que la mente se vaciara de todo, y solo se concentrara en la historia.

Se visualizó a sí mismo dentro del mundo de Encantia, rodeado de los personajes que había creado, sintiendo la vibrante energía de ese lugar que solo existía en su mente. Sintió su corazón latir fuerte en su pecho mientras trataba de sumergirse, pero algo no estaba bien. La sensación de la historia se desvaneció como vapor entre sus dedos. No podía concentrarse. No podía ver nada.

—¿Por qué no puedo escribir? —murmuró frustrado, apretando el libro contra su pecho, como si pudiese apretar la historia de vuelta dentro de él. Miró la ventana, el patio vacío, las plantas secas que parecían esperarlo para hacer algo— ¿Qué me falta para darte vida?

La puerta de la habitación se abrió lentamente, interrumpiendo sus pensamientos. Jacinto entró con dos cafés, dejando un leve rastro de aroma a tostado que pareció llegar hasta Arturo como un pequeño consuelo.

—¿Has probado en descansar un poco? —le preguntó Jacinto, mientras entraba en la habitación con dos cafés.

Arturo frunció el ceño—. ¿Descansar? —repitió, como si la palabra le resultara extraña.

—Sí, descansar —insistió, con una risita—. A veces, cuando uno se obsesiona tanto con algo, lo único que hace es enredarse más. Quizás necesitas alejarte de la escritura, dar un paseo, tomarte un café… —dijo mientras dejaba la infusión delante de Arturo— o dormir, si es que llevas toda la mañana ahí sentado.

—No puedo descansar ahora, Jacinto. Por fin siento que tengo un hilo del que tirar y no quiero destensarlo. Tengo la sensación de que sólo tengo que tratar de descubrir cómo traer a mi protagonista a la vida. De que si sigo un poco más lo lograré.

—Y si no, te agotarás y estarás en las mismas —entonces ambos se quedaron en silencio por un momento, cada uno reflexionando las palabras del otro—. Arturo, antes mencionaste que buscabas a alguien.

—Sí, a Soler.

—Soler, dices… Hay una familia Soler aquí cerca, en las afueras del pueblo. No estoy seguro si son los mismos, pero el apellido no es muy común que digamos. Conozco a alguien que tiene tratos con ellos. Un viejo amigo mío, Mauricio, que vive en la siguiente calle. Él trabajó un tiempo para ellos, cuidando la panadería.

Arturo se inclinó hacia adelante, intrigado—. ¿De verdad? ¿Crees que Mauricio podría saber algo sobre los Soler?

Jacinto se encogió de hombros.

—No pierdes nada preguntándole. Si no son los Soler que buscas, al menos habrás salido un poco y puesto los pies en la tierra. Tanto tiempo escribiendo te va a dejar con la cabeza en las nubes.

Arturo sonrió, divertido por la imagen mental.

—Eso sí, Mauricio es un hombre amable, pero tiene sus propios ritmos. Le gusta contar historias, así que prepárate para escuchar alguna que otra anécdota antes de llegar al grano.

Arturo se levantó de la mesa, sintiéndose optimista y salió de la casa, tomando el camino que Jacinto le había indicado. El aire de la mañana era fresco y revitalizante.

Tendría que empezar a pensar en qué iba a decirle a Mauricio. Si realmente ese hombre conoce a la familia Soler, quizás por fin tendría una pista sólida sobre A. Soler.

Antes de salir, Arturo había sugerido que Jacinto lo acompañara, pero su anfitrión había rechazado la propuesta con una risa.

—¿Yo? Ni loco. Mauricio es buena gente, pero tiene un don para hablar sin parar. Si voy contigo, terminaremos el día hablando de cómo se cuida una panadería y no de lo que necesitas saber. Ve tú solo.

Mientras avanzaba por las calles, divisó finalmente la casa de Mauricio. Era una construcción modesta, con paredes de piedra cubiertas por enredaderas que trepaban hasta el tejado. Frente a la entrada, un hombre mayor, de cabello gris y ojos vivaces, estaba de cuclillas, rodeado por un pequeño ejército de gatos callejeros. Con movimientos tranquilos, Mauricio vertía agua en unos cuencos mientras murmuraba algo que Arturo no alcanzaba a entender.

Cuando Arturo se acercó, Mauricio alzó la mirada y frunció el ceño ligeramente al ver a un desconocido. Se incorporó con cierta dificultad, limpiándose las manos en el delantal que llevaba puesto.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó, con un tono de voz ronco pero amable, mientras observaba a Arturo de arriba abajo—. No se ven muchos forasteros por aquí…

Arturo dio un paso adelante, tratando de mostrarse amigable.

—Buenos días, señor Mauricio. Me llamo Arturo, soy amigo de Jacinto. Estoy buscando información sobre la familia Soler, y me dijeron que usted podría conocerlos.

Mauricio ladeó la cabeza, intrigado, y lanzó una mirada a los gatos, como si estuviera consultando su opinión.

—¿La familia Soler, eh? Vaya, eso sí que no lo esperaba. ¿Y qué busca con ellos, si se puede saber? —preguntó, mientras se inclinaba para llenar otro cuenco.

—Estoy trabajando en un proyecto que surgió gracias a una colaboración con alguien que firma como Soler —dijo Arturo, tratando de resumir—. No sé quién es ni de dónde es, pero estoy seguro de que tiene alguna conexión con esta familia.

Mauricio lo miró en silencio durante un momento, rascándose la barbilla. Luego, dejó el cuenco a un lado y se cruzó de brazos.

—Esas son palabras mayores, joven. Pero mire, está de suerte. Conozco a los Soler. Trabajé para ellos hace años, cuidando su panadería. Aunque no le garantizo que le den las respuestas que busca, puedo contarle un poco de lo que sé. ¿Le parece?

Arturo asintió, agradecido, mientras Mauricio hacía un gesto para que lo siguiera hacia un pequeño banco de madera junto a la entrada de su casa.

—Ah, pero prepárese, muchacho. Esta historia no se cuenta en dos minutos —advirtió el hombre con una sonrisa ladeada—. Aunque quién sabe, quizás encuentre lo que necesita entre mis palabras.

Mauricio comenzó a relatar con calma, su voz ronca pero cargada de un entusiasmo que hacía evidente su amor por los recuerdos. Arturo escuchaba atento, esforzándose por separar los detalles relevantes de las numerosas anécdotas que el hombre intercalaba en su relato.

En sus días más jóvenes, Mauricio había trabajado durante años en una panadería del pueblo, un negocio modesto pero bien conocido por sus hogazas crujientes y su aroma a levadura que impregnaba las calles por la mañana. La panadería era propiedad de David Soler, un hombre de trato amable y voz fuerte que siempre tenía una historia que contar. Según Mauricio, David y él solían quedarse charlando después de las largas jornadas de trabajo, cuando las máquinas estaban apagadas y el calor del horno ya no quemaba.

—David era una enciclopedia de historias familiares —dijo Mauricio, con una sonrisa nostálgica—. Siempre hablaba de su madre, Ana Soler, una mujer de carácter que, según él, había puesto los cimientos de todo lo que su familia era. "Todo lo que somos se lo debemos a ella", decía. Se refería a ella con tanto respeto que uno pensaría que la mujer era alguna especie de noble o algo por el estilo.

Ana Soler, continuó Mauricio, era conocida en el pueblo por su ingenio y su capacidad para salir adelante en tiempos difíciles. Había criado a sus hijos prácticamente sola después de casarse joven, y su nombre todavía resonaba entre los más viejos de la comunidad.

—Pero lo interesante, si me permite decirlo —agregó Mauricio, inclinándose hacia Arturo con una mirada conspiradora—, es que David también mencionaba que Ana escribía. Nunca fue algo público, claro, pero él solía encontrar cuadernos viejos llenos de historias y reflexiones. Decía que su madre tenía una imaginación sin igual y que a veces pensaba que su amor por las palabras se había heredado en la familia.

Arturo sintió que algo dentro de él hacía clic.

1. Soler… Ana Soler. Era tan simple que casi se sentía tonto.

Ana Soler, la madre de David: una mujer con sueños de palabra escrita, con el anhelo de ver su nombre impreso en las páginas de un libro, pero que, por razones ajenas, tuvo que esconderse detrás de un pseudónimo. Arturo imaginaba que en su juventud, Ana, igual que tantos otros escritores, había sentido la chispa de la creatividad arder dentro de ella. Probablemente, tuvo sueños de ver sus historias publicadas, de compartir con el mundo los mundos que había creado. Pero algo, o alguien, había detenido ese impulso.

Arturo no pudo evitar poner mala cara ante la decisión de su marido, de que ella se dedicara a las labores del hogar, a cuidar a su familia.

Quizás él no comprendía la necesidad de Ana de escribir, de volcar sus pensamientos en palabras. Quizás pensaba que los sueños de su esposa eran solo eso, sueños. Arturo no podía evitar compararlo con la historia de tantas escritoras y artistas que, a lo largo de los siglos, vieron cómo su potencial era reprimido por las expectativas sociales y familiares.

El propio marido de Ana, quien seguramente parecía tan sabio y respetuoso, fue el que sin querer, apagó la llama de sus ojos.

Arturo pensó en los cuadernos de los que Mauricio había hablado. Probablemente escritos a mano, llenos de historias de mundos no contados, ideas nunca compartidas con la mayoría, pero que, como un susurro, habían llegado a él a través de un nombre enigmático.

No era la primera vez que un escritor usaba un seudónimo para ocultar su verdadero rostro al mundo. Algunos lo hacían por modestia, otros por deseo de escapar de la carga de su propia identidad, otros para darle espacio a su obra...

—¡Claro! —exclamó Arturo, casi sin querer, mientras asimilaba la conexión.

Mauricio lo miró con curiosidad, aunque, al ver la expresión en su rostro, asintió con una sonrisa comprensiva.

—¿Todo bien, muchacho? ¿Demasiada información?

Arturo no lo había notado, pero había estado mordiéndose el labio, absorto en su pensamiento. Ahora, al ver el rostro preocupado del amante de los gatos, respiró hondo y le devolvió la mirada con una sonrisa agradecida.

—Lo siento, es solo que... acabo de darme cuenta de algo. A. Soler... Ana Soler. ¡Tiene que ser ella! El extraño que ayudaba al bibliotecario y dejaba sus propios libros en la biblioteca pública de Zaragoza.

Mauricio frunció el ceño, claramente no comprendiendo de inmediato, pero se acomodó en su banco y esperó a que Arturo terminara de hablar.

—Siempre había pensado que A. Soler era un hombre. Un seudónimo, claro. Pero lo que me dices, todo tiene sentido.

El rostro de Mauricio mostró un destello de reconocimiento, como si algo se estuviera aclarando en su mente también. Después de un momento de reflexión, el hombre asintió lentamente.

—Eso sería algo muy propio de ella, sí —dijo, pensativo.

Arturo se levantó de golpe, la búsqueda había tomado un giro inesperado. El seudónimo no era solo un enigma, sino una clave, un puente entre la obra y el autor, una forma de ocultar su identidad, pero también de desafiar a aquellos lo suficientemente curiosos como para descubrir la verdad.

—¿Y David todavía vive aquí? —preguntó Arturo, un atisbo de desesperación en su voz.

Mauricio negó con la cabeza—. Se mudó hace años. Pero su hijo, Jaime, se quedó. Aunque si hay alguien que pueda decirte más sobre Ana Soler, es ella.

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