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luna de queso [Spanish]
capítulo i, érase una vez

capítulo i, érase una vez

La fantasía no es sólo un género literario, es un idioma universal para aquellos que se atreven a soñar despiertos.

Es el susurro de los vientos que arrastran antiguas historias, la voz de los árboles cuyas raíces tocan los confines del tiempo. Habla en lenguas que nunca hemos escuchado, pero que siempre hemos entendido. Sus palabras se deslizan por el aire, dibujando paisajes invisibles donde los límites se desdibujan en el horizonte.

Justo en el corazón de esta, la imaginación hace de brújula que guía a quienes se atreven a adentrarse en sus vastos territorios. Los soñadores son los exploradores de estos mundos, caminando por senderos invisibles donde cada paso es una nueva página que se escribe sola. 

En este idioma no existen barreras, ni tiempo ni espacio; es el lugar donde los castillos flotan sobre las nubes, los océanos esconden imperios olvidados, las montañas guardan los secretos de dioses y gigantes y los dragones vuelan sobre cielos rojizos.

La fantasía es también un refugio para las almas que cargan con el peso de una realidad demasiado rígida. Para aquellos cuyas esperanzas se han visto apagadas, es una puerta abierta hacia la posibilidad infinita. En sus historias, encuentran consuelo, un pedazo de cielo donde pueden imaginar lo que podría ser, lo que debería ser. La realidad se transforma en un lienzo en blanco, y con la fantasía como pincel, los soñadores pintan futuros diferentes, mundos mejores, y, sobre todo, un lugar donde todo es posible. Donde el amor imposible entre un simple guerrero mortal y una hechicera todopoderosa; cuenta la historia de un niño que descubre que su sombra puede cobrar vida y llevarlo a un reino escondido; susurra las epopeyas de un barco que navega sobre mares de nubes apagadas buscando el arcoiris.

La fantasía es, en última instancia, la promesa de que la magia existe. No la magia de los hechizos y los conjuros, sino la magia de la imaginación, de los sueños que nos empujan a lo imposible, a descubrir, a soñar ser algo más de lo que somos.

Y nuestro protagonista soñaba a lo grande. 

Desde pequeño, Arturo había comprendido que la fantasía no era solo un refugio, sino una forma de vida. Cada noche, cuando el mundo parecía reducirse al silencio y las luces se apagaban una a una en las ventanas del vecindario, él se convertía en un narrador. Sentado al borde de la cama de su hermana María, su única audiencia y la más exigente, inventaba historias que brotaban de su imaginación como fuentes inagotables.

La niña, con los ojos brillantes, pedía historias. Pero no cualquiera bastaba, María tenía un gusto peculiar, casi caprichoso, que siempre lo empujaba al límite de su creatividad. 

—¿Qué tal un reino donde nadie quiere ser rey? —le decía mientras entrelazaba los dedos sobre las mantas—. ¿O un camino que no conduce a ningún sitio?

Arturo, con un lápiz invisible en la mente, comenzaba a trazar un mundo donde ellos dos pudieran soñarlo todo. 

Él era, por naturaleza, un amante de las fórmulas y los algoritmos. Creía en la estructura, en los finales bien definidos y en los personajes que se comportaban de manera coherente. Para él, las historias eran puzzles, y cada pieza tenía su lugar. 

En cambio María quería historias extravagantes que te hicieran cuestionarlo todo. Ella vivía para los riesgos, para los giros inesperados que rompían las reglas y dejaban a los lectores boquiabiertos.

Esa mezcla, entre la audacia de María y el rigor de Arturo, fue lo que lo hizo destacar en sus estudios filólogos. Aunque muchos no lograban entender del todo sus propuestas, nadie podía negar que eran diferentes, únicas y capaces de desafiar los cánones establecidos sin abandonarlos del todo. 

Sin embargo, como en todo grupo de artistas, la paz terminó por desvanecerse. En este caso, a causa de una enfermedad repentina y terminal que, aunque Arturo evitaba mencionar en alto su nombre, no hizo menos real el deterioro de su hermana.

—¿Ya te vas?

La luz del mediodía se filtraba por las cortinas de la habitación del hospital, bañando el espacio en tonos cálidos. Sobre la mesita de noche, un vaso de agua y una caja de medicamentos compartían espacio con un bloc de notas garabateado.

Arturo asintió—. Sí, quiero llegar temprano —se puso la mochila colgando de un hombro y se colocó frente a su hermana, subconscientemente pidiendo ánimos—. Estoy un poco nervioso.

María dejó el libro que estaba leyendo a un lado y lo miró con un dejo de arrepentimiento.

—Ojalá pudiera haber ayudado más. Ya sabes, revisar los capítulos, darte ideas... Siempre hemos hecho esas cosas juntos.

Arturo negó rápidamente, tomando una de sus manos entre las suyas.

—No digas eso, María. No tenías por qué ayudarme con esto. Además, tú me has dado más de lo que crees.

Ella arqueó una ceja, incrédula.

—¿Ah, sí? ¿Qué, exactamente? Porque todo lo que he hecho últimamente es ser un mueble decorativo.

Arturo rió tristemente, claramente desanimado de la tan poco oportuna comparación.

—No seas tonta, cada palabra de este trabajo tiene un pedazo tuyo. Las historias que inventábamos, las charlas sobre los libros que leíamos juntos... Tú eres la razón por la que amo la fantasía. Si estoy haciendo este trabajo, es porque tú me inspiraste a escribir.

El rostro de María se suavizó, y una leve sonrisa se dibujó en sus labios.

—Bueno, cuando lo pones así... —su tono seguía siendo de broma, pero Arturo pudo ver la emoción asomándose en sus ojos—. Espero que te vaya bien. Aunque, no voy a mentir, me hubiera encantado meterle mano a ese manuscrito y darte unas cuantas opiniones.

—Me habrías destrozado con tus críticas —bromeó, inclinándose para darle un beso en la frente—. Pero esto tiene que ser algo que me gane yo solo. Tú tienes que concentrarte en ponerte mejor. Lo demás, déjamelo a mí.

Arturo se apartó de la frente de María justo cuando su padre, un hombre de rostro severo pero mirada cálida, apareció en la puerta del cuarto. Su porte, ligeramente encorvado por el cansancio de días difíciles, se iluminó al ver a sus hijos.

—¿Todo bien aquí? —preguntó en voz baja, aunque su pregunta parecía dirigida exclusivamente a María.

—Todo perfecto —respondió, haciendo un ademán con la mano como si quisiera espantar cualquier preocupación.

Arturo dio un paso atrás, sabiendo que era su señal para salir.

—Voy al comedor —anunció el joven—. Mamá está ahí, ¿verdad?

—Sí —dijo su padre, cruzando la habitación para sentarse junto a María—. La encontrarás con su café, como siempre.

María hizo una mueca juguetona.

—No dejes que te ponga demasiada presión, ¿eh? Sabes cómo es cuando empieza con los discursos motivacionales.

Arturo sonrió antes de salir.

Mientras caminaba por el pasillo del hospital, Arturo no pudo evitar sentir el peso de la despedida que estaba por venir. Aunque irse a la universidad era parte de su rutina, cada vez que salía del hospital sentía una punzada de culpabilidad, como si los minutos lejos de María fueran un desperdicio irremediable.

Llegó al comedor y, como había predicho su padre, encontró a su madre sentada cerca de la ventana, con una taza de café entre las manos. Miraba hacia afuera, pero sus pensamientos claramente estaban lejos de aquel paisaje.

—¿Mamá?

Ella giró la cabeza al escuchar su voz, y su expresión se suavizó al verlo.

—Ah, hijo. ¿Te vas ya?

Arturo asintió mientras se sentaba frente a ella.

—Sí, el tutor me tiene que decir lo que piensa de mi TFG pero no tardaré mucho. Volveré pronto.

Su madre lo observó con una mezcla de orgullo y preocupación.

—Estás haciendo demasiados esfuerzos por nosotros, Arturo. Por María…

—No empieces, mamá. Sólo hago lo que debo —la interrumpió suavemente, colocando una mano sobre la de ella—. Y eso incluye aprobar este trabajo.

—Sabes que ella está muy orgullosa de ti, ¿verdad? Independientemente de la nota.

Arturo sonrió débilmente, aunque su pecho se contrajo por las palabras.

—Eso espero, mamá. Pero más importante, quiero que esté bien.

—Lo estará —dijo su madre, apretando su mano antes de soltarla para arreglarle un mechón rebelde del cabello, como si aún fuera un niño pequeño—. Pero tú también tienes que estar bien.

Se levantó de la mesa, inclinándose para darle un beso en la mejilla a su madre de despedida antes de dirigirse hacia la salida. Mientras caminaba hacia la puerta, se obligó a sí mismo a no mirar atrás. Sabía que si lo hacía, sería aún más difícil dejar ese lugar y la carga emocional que lo mantenía atado a su familia.

—Dale recuerdos al tutor, si es que te deja hablar —bromeó su madre a lo lejos, intentando aliviar la tensión mal disimulada de Arturo con un comentario ligero.

Caminó hacia la estación, escuchando el crujir de la grava bajo sus zapatos, un sonido monótono que acompañaba los pensamientos que se arremolinaban en su mente. No era solo un trabajo de fin de grado lo que llevaba consigo; era una carrera contra el tiempo, un intento desesperado de capturar algo más grande que un título universitario.

Había trabajado frenéticamente durante meses, días enteros borrados por el teclado y noches interminables frente a una pantalla. Cada palabra, cada página, cada capítulo era un acto de resistencia contra el reloj. Arturo sabía que el tiempo no estaba de su lado. La salud de María se deterioraba día a día, y lo único que deseaba era entregarle el libro en físico, verla pasar las manos sobre la portada, quizás esbozar esa sonrisa que siempre tenía cuando algo la emocionaba.

El TFG no era solo una obligación académica; era un homenaje. Un tributo a los cuentos que los habían unido desde siempre, a los universos de dragones y magos que habían explorado juntos en los libros de su infancia. María siempre había sido la soñadora, la que le enseñó que las historias podían ser más grandes que la vida, que podían iluminar incluso los momentos más oscuros.

Él quería devolverle algo de esa luz. Por eso, había estructurado el libro como un caleidoscopio de referencias a todos esos cuentos que tanto le habían gustado a María. Había castillos encantados y bosques oscuros, héroes improbables y criaturas que desafiaban las reglas de lo posible.

Arturo se detuvo en un semáforo, esperando a que el cruce se despejara. Una brisa fresca le sacudió el cabello, pero apenas lo notó. En su cabeza, repasaba las escenas del libro una vez más. Sabía que no era perfecto, que había errores y quizás demasiados clichés. Pero también sabía que era suyo. Y lo era de María.

Cuando llegó a la estación, buscó un asiento vacío en el andén y se dejó caer. Sacó el manuscrito de la mochila y lo sostuvo en las manos. Sus dedos trazaron la portada improvisada que había impreso con un título provisional: Encantia. Aunque era consciente de sus defectos, había algo en ese libro que lo hacía sentir orgulloso. Porque, más allá de las palabras, contenía su corazón.

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Con un último suspiro, subió al tren, decidido a enfrentarse a lo que sea que dicte el juicio de su tutor. 

—Arturo, lamento decírtelo, pero no puedo aprobar esto.

El joven parpadeó, confuso. Había venido preparado para recibir críticas, incluso para tener que hacer modificaciones, pero un rechazo directo lo tomó por sorpresa.

—¿Cómo que no? —repitió, inclinándose hacia adelante.

Don Juan lo miró, cruzando las manos sobre la mesa.

—¿Puedo preguntarte algo? ¿Por qué no seguiste mis consejos?

Arturo frunció el ceño, tratando de recordar cada detalle de las reuniones con su tutor.

—Pensé que... una vez que leyera la propuesta al completo, cambiaría de parecer sobre mi enfoque.

Don Juan negó lentamente con la cabeza—. Ya ves que no.

El silencio llenó la sala por unos segundos. Arturo sentía que el aire se volvía más denso. Finalmente, se armó de valor y preguntó:

—¿Qué tiene de malo mi trabajo? He utilizado al pie de la letra todas las técnicas que funcionan en el género fantástico.

Don Juan esbozó una media sonrisa, no de burla, sino de algo que parecía más cercano a la compasión.

—Ese es justamente el problema, Arturo. Tu trabajo es... funcional, pero no tiene alma. Parece un popurrí de los libros más populares de fantasía. Es como si hubieras seguido una receta exacta, sin atreverte a añadir un ingrediente propio.

—Pero la fantasía es así —se apresuró a decir—. Hay patrones, arquetipos... es lo que la gente quiere.

—No, Arturo —replicó Don Juan con suavidad, inclinándose un poco hacia él—. Es lo que tú quieres. En tu historia, todo sucede exactamente como debería. No hay riesgo. No hay vida.

Esa última palabra lo golpeó con fuerza. Vida. Inmediatamente, la imagen de María inundó su mente. Su hermana, en la cama del hospital, luchando contra algo que no entendía y que, a diferencia de su historia, no seguía un guión predecible.

Don Juan pareció notar su distracción, porque su tono cambió a uno más suave.

—¿Cómo está tu hermana?

Arturo bajó la vista hacia el manuscrito, evitando la mirada de su tutor. Con un movimiento casi mecánico, empezó a recoger sus cosas.

—Peor —dijo finalmente, la voz baja—. Lo malo de una enfermedad terminal... pero ahí va, aguantando.

La sinceridad en su tono dejó a don Juan sin palabras durante un momento. El profesor asintió lentamente, dándole tiempo para continuar, pero cuando Arturo se quedó en silencio. Finalmente, Don Juan carraspeó y dijo:

—No quiero que pienses que estoy insinuando que María debería hacer el trabajo por ti, pero... ¿se lo has mostrado?

Arturo apretó los labios.

—No. María tiene que descansar. Además... esto es algo que me tengo que ganar yo mismo.

Don Juan lo observó por un momento antes de asentir.

—Sí, eso lo entiendo —concedió—. Pero escribir no es solo una cuestión de técnica. No es cuestión de “ganártelo” como si fuera una ecuación a resolver. La escritura es un reflejo de quién eres, de lo que te duele, de lo que te mueve. Y ahora mismo, Arturo, tu historia no tiene nada de ti.

El joven tragó saliva.

—¿Y qué se supone que haga?

—Empieza preguntándote por qué escribes esta historia.

Arturo abrió la boca, pero ninguna respuesta le pareció suficiente. 

¿Por qué la escribía?

Porque quería terminar el TFG. Porque necesitaba aprobar. Porque le gustaba la fantasía. Pero ninguna de esas respuestas le resultaba suficiente.

—Piénsalo —continuó Don Juan—. ¿Por qué esta historia y no otra? ¿Por qué Encantia? ¿Por qué estos personajes?

Encantia. Un mundo de reinos mágicos, de profecías, de héroes que se enfrentaban a fuerzas oscuras. Un mundo que había construido poco a poco, pero que ahora, tras escuchar las palabras de su tutor, le parecía vacío.

Y entonces, casi sin quererlo, su mente viajó atrás en el tiempo.

A las tardes en el sofá con María, devorando libros bajo la tenue luz de la lámpara. A las conversaciones sobre qué finales habrían sido mejores, sobre qué harían si algún día pudieran crear su propia historia. A los juegos en los que, de niños, cerraban los ojos e imaginaban un mundo diferente.

Las preguntas absurdas que se hacían el uno al otro.

—¿Y si el océano fuera un espejo de otro mundo?

—¿Y si las estrellas fueran los ojos de los dioses?

—¿Y si alguien pudiera ver el destino escrito en las hojas de los árboles?

Encantia no era solo una historia. Era su historia. Era la historia que María y él habían construido sin darse cuenta a lo largo de los años.

—Creo que ya tienes algo en lo que trabajar —dijo Don Juan, su voz más suave ahora.

Arturo asintió lentamente, pero no dijo nada. Se despidió con una mueca de agradecimiento y salió del despacho, sintiendo que su cabeza era un torbellino.

No quería volver a casa. No todavía. No soportaba la idea de sentarse a cenar con sus padres, de ver la mirada expectante de su madre, de escuchar a su padre preguntarle cómo iba el trabajo.

Porque tendría que decirles la verdad. Que no lo había aprobado. Que no tenía respuestas. Que sin María, se sentía completamente perdido.

Así que, en lugar de tomar el camino de vuelta, giró en dirección contraria y se dirigió a la biblioteca pública.

El edificio se alzaba como una reliquia entre las estructuras modernas de la ciudad, una joya arquitectónica que parecía sacada de un cuento antiguo. Las altas columnas de mármol en la entrada reflejaban el sol del mediodía, y los vitrales de las ventanas, decorados con motivos de libros abiertos y plumas, proyectaban sombras multicolores en el suelo de piedra pulida. El aire olía a una mezcla de papel envejecido y madera barnizada, un aroma que Arturo encontró reconfortante y ligeramente melancólico.

Dentro, el techo abovedado parecía una catedral dedicada al saber. Lámparas colgantes con diseños de filigrana dorada iluminaban los pasillos en tonos cálidos. Las estanterías, de madera oscura y desgastada por el tiempo, se alineaban con precisión militar, alcanzando alturas vertiginosas. Cada pasillo parecía contener siglos de conocimiento y, al mismo tiempo, un silencio casi sagrado. Las sillas y mesas de lectura estaban cuidadosamente dispuestas, cada una con su lámpara individual que emitía una luz tenue, invitando a la concentración.

Arturo eligió una silla en una esquina menos transitada, frente a una ventana desde donde se veía un pequeño jardín interior lleno de plantas trepadoras y una fuente de piedra que emitía un suave gorgoteo. Dejó caer su mochila al suelo y, con un suspiro, sacó su portátil. Lo encendió, y en la pantalla apareció el título familiar: "Encantia (Manuscrito)". Arturo movió el cursor lentamente, casi con pesar, hasta el título, lo seleccionó y lo renombró: "Encantia (borrador 12)." Al presionar "Enter," sintió una mezcla de cansancio y derrota.

Se recostó en la silla, observando la pantalla con los ojos enrojecidos. Había pasado tantas horas, tantos días corrigiendo su trabajo que su propia creación le parecía ahora una serie interminable de palabras sin alma. Encantia, el reino fantástico que había ideado con tanto cariño, se sentía cada vez menos vivo, menos suyo. "¿Qué estoy haciendo mal?" murmuró para sí mismo, su voz apenas un susurro que se perdió entre los ecos lejanos del espacio cavernoso de la biblioteca.

La primera lágrima cayó sin aviso, seguida de otra, y pronto Arturo estaba llorando en silencio, con las manos cubriéndose el rostro. Sentía que su esfuerzo era inútil, que su trabajo estaba condenado al fracaso. Los recuerdos de su tutor rechazándolo y la imagen de María en su cama, cada vez más débil, se mezclaban en su mente, creando un nudo de emociones que no podía deshacer.

Después de unos minutos, Arturo tomó una respiración temblorosa y se limpió los ojos con la manga de su sudadera. Su mirada cayó de nuevo sobre la pantalla del portátil, donde las palabras del borrador lo observaban como un desafío.

Pasó días refugiado en la biblioteca, el lugar que había elegido como su escondite y santuario. Cada jornada era un intento de luchar contra el peso de las palabras de don Juan: "Funcional, pero sin alma." Esas cuatro palabras martilleaban su mente con una insistencia cruel, desdibujando incluso los recuerdos de lo que le había impulsado a escribir su libro en primer lugar.

Había mentido a su familia. Cuando su madre le preguntó aquella noche cómo le había ido con el tutor, Arturo dibujó una sonrisa falsa y respondió:

—Le ha gustado, solo quiere que lo revise la junta antes de dar el visto bueno.

Su padre, satisfecho, le ofreció un aplauso, y su madre le abrazó con orgullo. María, desde su cama, había sonreído con esa dulzura que siempre lo desarmaba. El peso de su mentira lo aplastó, pero no podía permitirse decepcionarlos. No mientras María seguía luchando contra algo más grande que un libro.

Esa noche, Arturo decidió probar el primer método que había leído en un artículo sobre escritura creativa: el método de los sueños. Se aseguraría de pensar en su historia justo antes de dormir, con la esperanza de que su subconsciente le regalara alguna imagen o idea brillante. Preparó un cuaderno y un lápiz al lado de su cama, apagó las luces, y cerró los ojos concentrándose en Encantia. Visualizó las colinas verdes, los castillos imponentes, los personajes que había creado con tanto esfuerzo. Recorrió en su mente el bosque de árboles cristalinos y la aldea donde María, su princesa ficticia, paseaba entre campesinos sonrientes.

Pero los sueños no obedecen deseos conscientes.

Cuando se quedó dormido, el reino de Encantia no apareció. En su lugar, Arturo se encontró en una sala lúgubre, llena de mesas largas y sillas vacías. Al fondo, estaba don Juan, su tutor, con el manuscrito de "Encantia" entre las manos. Don Juan alzó la mirada y con una expresión de severidad le dijo:

—Esto no es suficiente, y nunca lo será.

Despertó de golpe, jadeando, con el eco de las palabras de su tutor resonando en su mente. Al mirar el cuaderno junto a su cama, sintió un nudo en el estómago. No había nada que anotar salvo la sensación de fracaso que lo había despertado. 

Los días siguientes, Arturo intentó otros métodos para desbloquear su creatividad. Probó escribir de manera automática, dejando que las palabras fluyeran sin filtro en una hoja de papel, pero los resultados le parecieron incoherentes y ridículos. Intentó dibujar a sus personajes y sus escenarios, a pesar de que sus habilidades artísticas eran escasas, pero los trazos toscos solo lo frustraron más. Incluso consideró escribir bajo los efectos de la privación del sueño, pero rápidamente abandonó la idea al darse cuenta de que apenas podía sostener un pensamiento coherente en ese estado.

Cada nuevo intento era seguido por un ciclo de desesperación, autocrítica y lágrimas reprimidas en el rincón más apartado de la biblioteca. Cuando su madre le llamaba para preguntarle cómo iba todo, Arturo mentía con la misma frialdad que empezaba a sentir hacia su propio trabajo.

—Va bien. Estoy revisando detalles menores, pero creo que la junta lo aprobará.

La verdad era que estaba atrapado. No solo en su libro, sino también en su mentira, en sus propias expectativas y en las de los demás. Y lo peor de todo, no podía apartar de su mente el rostro de María, su hermana, a quien tanto deseaba impresionar.

Tras el fracaso de los sueños y la creciente presión de su mentira, Arturo decidió probar algo más radical: primero con la ruleta creativa. Había leído sobre ella en un blog de técnicas literarias y, aunque parecía infantil, pensó que no tenía nada que perder.

Con un trozo de cartón, un alfiler y una hoja de papel, improvisó su ruleta en la mesa de la biblioteca. Dividió el círculo en secciones desiguales y escribió categorías al azar: "género", "escenario", "conflicto", "personaje principal". Giró el puntero, y los resultados fueron una mezcla desconcertante: "horror gótico", "mercado flotante", "traición de un amigo", y "un mago jubilado". Arturo se quedó mirando las palabras, desconcertado pero intrigado.

—¿Un mago jubilado en un mercado flotante? —murmuró para sí mismo, anotando ideas en su libreta.

Le dedicó unas horas a la idea, pero no pudo evitar pensar que aquello se alejaba demasiado de Encantia. Sin embargo, guardó los apuntes; tal vez algo de aquello podría inspirarle más adelante.

El siguiente método que intentó fue la lluvia de palabras prohibidas. Arturo eligió términos que consideraba clichés en la fantasía: "magia", "destino", "reino", "profecía". El desafío era transmitir las mismas ideas sin recurrir a esas palabras.

—Si no puedo usar "magia", ¿qué hago?— se preguntó, frustrado.

Intentó reemplazarla por frases descriptivas como "la fuerza que torcía la realidad" o "las leyes que no obedecían la lógica". Aunque algunas descripciones le parecieron ingeniosas, otras eran tan enrevesadas que parecían parodias de sí mismas.

Al final, el ejercicio le ayudó a cuestionar sus propias palabras, pero también le dejó claro que sustituir términos no solucionaba el problema central de su libro: no tenía alma.

Desesperado, Arturo se lanzó al método de escribir al revés. Comenzó con la última escena que imaginaba para su libro: los personajes reunidos en una colina, libres de sus roles, con María como la líder de una nueva era en Encantia. La escena tenía fuerza, y Arturo se emocionó escribiéndola, detallando el amanecer sobre el reino y las palabras de María, que resonaban como un eco de su propia lucha.

Pero trabajar hacia atrás fue una tarea hercúlea. Cada evento que inventaba requería una justificación previa, y Arturo se perdía en un laberinto de decisiones narrativas que parecían aleatorias. Tras dos días de trabajo, se encontró con más preguntas que respuestas.

Un día, mientras exploraba la sección de mitología en la biblioteca, Arturo encontró un libro sobre leyendas del sudeste asiático. Usó esa idea como inspiración para un rincón de Encantia, un lugar efímero y místico que solo podía ser encontrado por aquellos que buscaban algo más allá de sus límites.

Luego, intentó incluir un mensaje oculto en su manuscrito. Decidió que cada capítulo empezaría con una palabra que, al ser leída en conjunto, formaría una frase dedicada a María. Pero rápidamente se dio cuenta de que este detalle simbólico solo funcionaba si el resto del libro tenía peso.

Por último, Arturo probó el método más audaz: revisitar lo intocable. Reescribió una escena de "El Señor de los Anillos" desde la perspectiva de Gollum, imaginándolo como un héroe incomprendido que luchaba contra su propia oscuridad. Aunque la escena era potente, Arturo sabía que no podía copiar esa idea directamente en su libro. Sin embargo, el ejercicio le ayudó a repensar algunos de sus personajes en Encantia.

Tras días de experimentos, Arturo se sentía más cansado que nunca. La biblioteca se había convertido en su hogar improvisado, y los rostros de los demás estudiantes se mezclaban con los fantasmas de sus personajes y la voz inquebrantable de don Juan. Pero a pesar de su agotamiento, había algo que le impulsaba a seguir.

Una noche, después de intentar escribir y borrar una escena por enésima vez, miró el título del documento: "Encantia (borrador 12)". El número 12 parecía un símbolo de su fracaso. Sin embargo, Arturo lo cambió de nuevo, esta vez con una pequeña sonrisa en los labios: "Encantia (Renacimiento)".

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