En una zona apartada donde el tiempo parecía detenido, se alzaba la misteriosa mansión de una familia que el tiempo había olvidado. En lo profundo de esta gigantesca casa, David, el miembro más viejo de su ahora casi extinta familia, estaba atrapado entre sombras y ecos de un pasado oscuro. Rodeado por la oscuridad, David recordaba como había acabado en este punto y los rumores inquietantes que había escuchado. Sus propios nietos, en su ansia de dinero, esperaban que él muriera para heredar la fortuna oculta. Buscando una forma de evitar sus malas intenciones, busco entre los viejos libros y diarios, y encontró una historia sobre el Señor de los Faroles, un espíritu antiguo que su familia había invocado en el pasado. Con el miedo corriéndole por las venas, decidió llamar a este ente misterioso. Y como decía el ritual, a mediodía, bajo una lámpara solitaria, David recitó las palabras ancestrales, encendió una vela, y con un suspiro de desesperación, apagó la llama con su boca.
Después del ritual, la mansión cayó en un silencio espeluznante. Sus nietos desaparecieron, y él quedó a solas. La luz, que antes le había traído consuelo, ahora se volvió en su contra. Cada haz de luz que lo tocaba parecía estar vigilado por el Señor de los Faroles, que lo observaba desde todas partes. La luz, que antes lo iluminaba, se volvió siniestra.
Un día, mientras caminaba por el jardín, un rayo de sol que se filtraba entre los árboles rozó su piel, y sintió como si le clavaran mil agujas. Un terror inmenso lo envolvió, al oír una voz escalofriante llamándolo en el viento. En la mansión, las llamas de las velas y lámparas, que antes habían sido fuente de alegría, ahora se retorcían amenazadoramente. Una vez, mientras encendía una vela, la llama tomó la forma del rostro de lo que él creía es el Señor de los Faroles, cuya mirada parecía atravesarlo.
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Las noches tampoco le daban consuelo, con la luz de la luna filtrándose por las ventanas, trayendo susurros y la sensación de manos frías tocándolo. Recordó con terror una noche en que las sombras formadas por la luz de la luna parecían moverse y retorcerse de maneras extrañas, tratando de agarrarlo. Cada vez que esto ocurría, sentía como si la luz le arrancara un pedazo de su cordura. En un intento desesperado de protegerse, David cubrió todas las ventanas y fuentes de luz, sumiendo la mansión en completa oscuridad. Las sombras se convirtieron en su refugio, su escape de la luz, quien se había vuelto su enemiga.
El tiempo pasó y las habitaciones se convirtieron en su prisión. Con cada día, su mente y cuerpo se debilitaban más y más. Al final de su agonía, cuando sintió que su vida se estaba agotando, sus ojos, abiertos de par en par, reflejaron un destello de alivio y miedo. Justo entonces, sus nietos abrieron la puerta y vieron sus ojos siendo engullidos por un torbellino de luz. Un grito agudo llenó la casa, y como si manos invisibles emergieran de la luz, David fue arrastrado a una velocidad vertiginosa, dejando atrás solo un destello y el eco de su grito. El Señor de los Faroles había reclamado su alma.