Capítulo 6: Gärn II.
Gärn había sido testigo de un juicio una vez, cuando tenía trece años. Un asesinato. No eran comunes entre los vientos de lluvia, de modo que recordaba la historia. No había sido más que una discusión que se había salido de control, y un cuchillo había estado demasiado a mano de uno de los hombres. La manada había coincidido en que era una tragedia, y el asesino se había mostrado genuinamente avergonzado de sus acciones, pero perder el control nunca había sido una excusa aceptable para las Leyes en la Roca, y aquel hombre había perdido su nombre. Se le había dado a escoger entre el exilio y la muerte, como era tradición, pero, ¿qué clase de lobo de manada escogería la vida del inefable errante? Esa clase de deshonor era raramente escogida, ni siquiera por los prisioneros más sanguinarios.
Recordaba aquel juicio como un evento grave y pesaroso, pero cargado de honor y ceremonia. El hermano de su padre, Krew, el Lector de la Ley de Jakharo, había presentado los hechos, y el guía de la manada no había disfrutado de dar su veredicto. Aunque fuera un asesino, el lobo sin nombre había sido un viento de lluvia, y se lo había tratado con respeto hasta el final. Lo habían alimentado, le habían permitido lavarse y despedirse de sus seres queridos y se habían pronunciado rezos por su espíritu. Después, Jakharo lo había degollado. Rápidamente. Gärn recordaba el olor espeso de la sangre al derramarse y el tiempo que tardó en ser absorbida por la tierra.
Mientras jugaba a retorcer y estirar un trozo de cuero crudo que había encontrado olvidado en el suelo de su hogar, se preguntó si ella también perdería su nombre.
No había habido rezos, ni comida, ni ninguno de los aspectos ceremoniales que Gärn recordaba, más que una camisa y unos pantalones tras ordenarle que se transformara. La habían reducido por la fuerza, sin que Dacko hiciera nada por evitarlo, y los habían encerrado por separado a la espera de que el juicio pudiera celebrarse. No la habían dejado hablar con Dacko, lo cual le parecía bien, porque solamente tenía insultos para él, pero lamentaba no ir a poder despedirse de Nadja. Iba a dejarla sola en aquel nido de ratas traicioneras, y lamentaba aquello mucho más incluso que no haber podido apuñalar en el cuello a Roho.
Maldito Dacko. En su intento de hacerse el héroe, había apartado a Roho de la trayectoria de su arma. Si al menos lo hubiera matado, por lo menos me juzgarían con razón.
Porque no tenía ninguna duda de que Daichi no tendría en cuenta los antecedentes de la pelea, y Gärn se negaba a explicarlos. Aquel montón de carne podrida con patas ya le había hecho demasiado daño a lo largo de todas esas semanas de acoso, y no pensaba hacerle saber el efecto que había tenido en ella. Solamente había saltado finalmente después de que se hubiera atrevido a desautorizarla delante de los aprendices, a insultarla y a amenazar la vida de Nadja.
Sacudió la cabeza. No importa. Se preparó para ser acusada de intento de asesinato, y para declararse culpable. Se pasó la mano por el cuello. Un único tajo profundo; así morirían todos sus sueños. Todo su entrenamiento, todo lo que había hecho por la manada, se echaría a perder, y cuando le hubieran arrebatado su nombre nadie lo recordaría siquiera. Se preguntó brevemente si podría ser capaz de elegir el exilio, pero se le encogía el estómago solo de pensar en vivir sin su nombre. Su nombre era todo, albergaba toda su identidad. Sería vivir sin espíritu. No sería mejor que un animal salvaje.
Trató de rezar durante mucho rato. Pidió fuerzas para encarar su destino, pidió valor para escupir a Daichi a la cara, pidió que la hoja fuera rápida y afilada, y suplicó que los espíritus de sus antepasados pudieran encontrarla allá donde vagaban las almas que no tenían nombre.
Después pasó a la furia. Destruyó todo lo que no estaba hecho de roca en aquel diminuto hogar individual que habían usado como celda. Rompió los estantes, rasgó las mantas, pulverizó las vasijas de cerámica y golpeó la pared hasta que los puños le sangraron y el dolor pudo amortiguar sus pensamientos. ¡No es justo! ¿Debo morir porque Dacko quería salvar a su nuevo Príncipe? ¿Voy a morir porque aprovechó la oportunidad de quedar bien ante Roho y Daichi? ¿Por qué? ¿Por qué me ha traicionado? Sabía que era un cobarde, pero, ¿tanto? ¿A tanto llega su necesidad de escupir en el legado de su padre?
Rugió cuando lanzó el único taburete de madera de la habitación contra la pared opuesta, donde cayó al suelo hecho trizas. No le cabía duda de que los guardias de la entrada habían oído toda aquella explosión de ira, pero le dio igual. Dacko debería ser quien se emparejara con Roho, si tanto quiere ponerse de rodillas para él.
Se sentó en el suelo, contra la pared, habiendo roto su único asiento, e intentó llorar. No pudo hacerlo.
Cuando vinieron a buscarla, varias horas después, le dolía todo el cuerpo por haber permanecido inmóvil. Siguió a los dos guerreros que abrieron la puerta, esperando ser cegada por el sol, pero encontró que el cielo estaba oscuro y estrellado. Había pasado más tiempo del que pensaba.
Sabía a dónde la llevaban, pero dejó que la guiaran hasta la hoguera de las asambleas, donde esperaba toda la manada reunida. Sintió que volvía a llenarse de vergüenza cuando reconoció entre los rostros los de sus compañeros guerreros. Todos ellos, que habían combatido a su lado, la tenían ahora por traidora.
Lo eres. Has intentado matar a tu príncipe, se dijo, con el mismo tono con el que corregía las posturas de los aprendices. Levanta la cabeza. Acepta tu destino. Buscó a Nadja con la mirada, en busca de consuelo, y la encontró lejos, varios escalones más arriba, sentada cerca de Aarik. Las lágrimas le brillaban en los ojos. Gärn le prometió silenciosamente que todo estaría bien.
Pero su decisión se volvió confusión cuando fue a ocupar su lugar como la acusada y se lo impidieron, indicándole en su lugar que tomara asiento en la grada. Gärn los miró, pero nadie le dio explicaciones.
Daichi llevaba la capa de Jakharo; su figura se recortaba contra las llamas. Alto, serio, con los brazos cruzados. Su hijo estaba de pie a su lado, con el brazo entablillado. Sonreía. Cuando lo vio, Gärn entrecerró los ojos y ahogó un gruñido. Se ordenó ser firme en sus últimos momentos de vida. El guía de los vientos de lluvia hizo los llamamientos a los espíritus pertinentes, y solamente entonces se percató la guerrera de que Krew, que era quien debía Leer la Ley, no estaba allí.
—¡No toleraremos las luchas internas! ¡Aquellos que pretenden dividirnos serán eliminados!—estaba exclamando Daichi. Tenía potencia en la voz, pero a Gärn le asqueaban sus palabras—¡Asesinar a un guía es el peor de los crímenes! Asesinar a un futuro guía no puede ser menos. Intentarlo no quedará sin castigo. ¡Traedlo!
Parpadeó. ¿Traedlo? ¡Ya estoy aquí! ¿A quién…?
Lo entendió un instante demasiado tarde. Observó, muda, cómo prácticamente arrastraban a Dacko hasta el lugar que ella debía estar ocupando. No era su juicio. Era el de él.
¡No!
—¡A Dacko, Corredor del Viento, se le han dado incontables oportunidades de demostrar su lealtad!—siguió bramando Daichi. Dacko tenía la cabeza gacha. Lo habían obligado a arrodillarse. Gärn se percató del cuchillo en el cinturón del guía. Esto no está pasando—¡Su padre fue depuesto de acuerdo a las leyes de la manada! Pero la ambición de este traidor no conoce el honor. ¡Esta tarde ha tratado de asesinar a mi hijo, el Príncipe del Bosque Escarpado!
Lo señaló con un dedo furioso. Gärn no podía entenderlo que estaba ocurriendo. Se levantó con ira.
—¡Eso es ridículo! ¡Dacko le salvó la vida! ¡Yo lo ataqué! ¡Yo intenté matarlo!—se volvió hacia el resto de la manada— ¡Fui yo!—gritó.
Support the author by searching for the original publication of this novel.
—¡Sentadla!
Manos fuertes aferraron sus hombros y la obligaron a tomar asiento. Se las quitó de encima con un gruñido. La manada murmuraba, y Daichi la miraba con furia. Incluso Dacko había vuelto la cabeza en su dirección.
—Gärn, no—dijo, monótono—. Estabais discutiendo, y yo le rompí el brazo para defenderte.
El mundo se heló por un momento en el instante en el que Gärn comprendió lo que estaba ocurriendo. Y, de alguna manera, saber que Dacko pretendía sacrificarse por ella se sintió todavía más insultante que creer que la había traicionado para salvarse.
—¡Mentira!—rugió, y el hielo que la apresaba se quebró. Tuvieron que retenerla por la fuerza.
—¡Gärn, por favor!—Dacko tenía lágrimas en los ojos.
¡Yo lo hice! ¡Fui yo! ¿Por qué te entrometes? ¿Por qué incluso mi juicio tiene que girar alrededor de ti?
—¡Silencio! ¡Silencio! ¡O haré que os amordacen!—ordenó Daichi. La manada se removía con inquietud, Gärn podía ver que nadie estaba cómodo con la situación. Incluso la sonrisa de Roho se estaba apagando. Permitió que la hicieran sentarse—Los testigos han confirmado que Dacko atacó a Roho en la hondonada. ¡Todos podéis ver sus heridas! Yo lo acuso de traición a su guía y a su manada. ¡Lo acuso!
A Gärn le daba vueltas la cabeza, pero era capaz de ver que Daichi estaba manipulando la ceremonia como le placía. No había un Lector de la Ley presente, no habían escuchado a los testigos, Dacko no había tenido oportunidad de hablar en su defensa. La manada también lo sabía, incluso Daichi debía ser capaz de ver que aquello iba a perjudicarlo. Pero, si estaba dispuesto a despacharlo de manera tan descarada a toda costa, ¿por qué no lo había matado aún?
El guía le dio la respuesta que buscaba cuando caminó hacia él y le agarró del pelo para obligarlo a mirar hacia arriba. Dacko no se resistió. Daichi le dijo algo que Gärn no alcanzó a escuchar, pero que hizo que la expresión del joven se tornara en estupefacción y luego en horror.
—Todos escuchasteis las últimas palabras de Jakharo, Corazón de Lluvia—Daichi había bajado la voz para referirse a su pueblo, dejando a Dacko atrás—. Escuchasteis el juramento que le hice. Que no heriría a su familia. He cumplido mi palabra hasta la fecha: este joven continúa con vida, y también el cachorro de Faenin y Dalar que acogió como suyo—hizo una pausa mientras la manada murmuraba un rezo corto por el espíritu de los padres de Nadja. Gärn se apresuró, por fuerza de la costumbre, a hacer lo mismo. Solo entonces se dio cuenta de que Nuva no estaba por ninguna parte—. ¿Debo respetar tal juramento después de que este traidor haya tratado de matar a mi hijo?
Hubo muy pocas negaciones aisladas. La mayoría de la manada permaneció en silencio. Gärn vio a personas agachar la cabeza, avergonzadas, o desviar la mirada con incomodidad. Nadie estaba dispuesto a intervenir en favor de Dacko, por miedo a ser acusados, pero muy pocos apoyaban directamente la idea de matarlo. Halló cierto consuelo entre tanta cobardía.
—Pero, aunque el dolor de un padre le impulse a buscar venganza, un guía debe dar ejemplo a su manada—continuó Daichi, soltando un suspiro que a Gärn le pareció falso—. Un ejemplo de misericordia y honor a los muertos. Dacko, Corredor del Viento, hijo de Jakharo, Corazón de Lluvia—se volvió hacia él—. Quienquiera que vuelva a ver a este hombre en el Bosque Escarpado tras el mediodía de mañana deberá tratarlo como a cualquier salvaje hostil. Yo, Daichi, Fauces Negras, te retiro tus títulos, te expulso de los vientos de lluvia y te despojo de tu nombre.
Hubo un momento de silencio, roto tan solo por algunos gritos ahogados y por las lágrimas de Nadja. Gärn la oyó sollozar a lo lejos, pero todo a su alrededor parecía apagado y sin importancia. Tenía los ojos clavados en el lobo sin nombre, arrodillado ante ella en el centro de la plaza. La inundaba una mezcla de horror y mórbida curiosidad. Era la primera vez que veía a uno de los suyos convertido en salvaje. Se descubrió pensando que su aspecto no parecía haber cambiado.
—Con esto concluye la asamblea de la manada—estaba diciendo Daichi cuando Gärn volvió a prestar atención.
—¿Qué quieres decir?—no pudo evitar preguntar en voz alta. Notó que las manos se tensaban en sus hombros, pero no intentó levantarse.
—¿Perdón?
—¿Qué hay de mí?
—¿De ti?
¿Pero a ti qué te pasa?
—Yo ataqué a tu hijo primero. ¿Qué hay de mi castigo?
Los vientos de lluvia reunidos se miraron entre sí, dubitativos, sin saber si debían retirarse o sentarse de nuevo. ¿Era aquello parte de la asamblea, o no? Daichi, por su parte, frunció el ceño y se volvió hacia su hijo. Roho tenía una expresión ansioso, y Gärn pudo leer un “padre” silencioso en sus labios. Daichi resopló y volvió a mirarla.
—Por lo que a mí respecta, tuvisteis una discusión de pareja.
Roho, hijo de una rata, me has salvado para tomarme como trofeo. No iba a permitir eso. Había llegado a su límite en lo que a aquella obsesión respectaba.
—No somos pareja—replicó, firme, y esta vez nadie la detuvo cuando se puso en pie—. ¡Sabedlo todos!—gritó, dirigiendo una mirada a la manada reunida— Moriré antes de permitir que Roho, hijo de Daichi, me ponga una mano encima. ¡Sois testigos!
Todos la miraban, excepto el lobo sin nombre, que continuaba con los ojos clavados en la tierra entre sus piernas. Daichi emitió un gruñido de advertencia, pero su voz era pausada cuando respondió:
—No es tu decisión. La Ley en la Roca dicta que la sangre del guía escoge a su pareja, y no al revés. Mi hijo, mi sangre, te ha escogido, y acatarás la ley o habrá consecuencias, para ti y para los tuyos—estaba tenso, pero Gärn podía saber que no se debía a que aquel asunto, aquel estúpido capricho de su hijo, lo afectase directamente, sino a que estaba poniéndolo en evidencia ante toda la manada.
Notó que el tiempo se frenaba a su alrededor. Vio a su madre, mirándola con desprecio desde la grada. A su padre, impasible. A sus amigos, sus compañeros de caza, sus camaradas de batalla. A su amiga Nadja, que gritaba cosas que no lograba comprender mientras sollozaba. Algo chasqueó en su interior, como había ocurrido cuando se había decidido a matar a Roho hacía apenas unas horas. El fuego corrió por sus venas y notó su corazón acelerarse. Había tomado una decisión de la que no habría marcha atrás. Estaba harta de permitir que Roho revolotease a su alrededor, estaba harta de tolerar que un asesino incapaz fuera su guía, estaba harta de ver en lo que se estaba convirtiendo su manada.
Se acabó.
—Ni tu hijo ni tú sois de la sangre de los antiguos guías, usurpador—escupió, con un gruñido animal en la garganta que acompañaba a cada una de sus palabras—. No siento más que asco hacia ti y hacia tu linaje, ni más que lástima por lo que va a ser de los vientos de lluvia bajo tu sangre. Asesinaste a Jakharo y le robaste su capa, pero no eres más que un cachorro jugando a ser un guía en comparación a él. ¡Mátame si tienes valor, rata traicionera, porque no escucharé tu palabra ni un momento más!
Se hizo el silencio. Gärn sentía la furia hirviendo bajo su piel, las garras y los colmillos deseando brotar, deseando morder, romper, desgarrar, hacer lo que mejor se le daba. Estaba lista para enfrentarse al mismísimo Daichi, a su hijo y a todos los guerreros que lo seguían si hacía falta. Se había hartado de seguir aquella farsa. Moriría gritando la verdad.
Vio el miedo en un reflejo en los ojos del guía de los vientos de lluvia, pero Daichi no reaccionó a su desafío inmediatamente. Lo vio mirar a la manada, evaluar su situación y casi pudo escucharlo pensar frenéticamente en los segundos que duró aquel silencio. Cuando habló, solamente un ligero temblor al inicio de la frase delató su inquietud:
—Gärn, Garra Gris…
—¡Expúlsala!—gritó alguien de repente de entre la multitud. Gärn parpadeó y siguió la voz hasta encontrar a Aarik de pie en la grada. ¿A qué estás jugando?—¡Es tan traidora como él! ¡Que pierda su nombre y lo acompañe al exilio!
¿Acaso había ofendido más de la cuenta a Aarik en aquella patrulla? ¿Qué estaba pasando? ¿Había sido tan dura con él?
—¡Eso!—exclamó otra voz.
—¡Perseguidlos! ¡Que no vuelvan nunca!
—¡Desnómbrala, Daichi!
—¡Fuera del bosque!
—¡Traidores!
Una tras otra, decenas de voces se alzaron pidiendo su exilio. Gärn trató de seguirlas a todas, terriblemente confusa, pero se mezclaban y se perdían entre los gritos. La gente se había puesto en pie y exclamaba y gesticulaba con fuerza.
¿Qué estáis haciendo?
Entonces miró a Daichi, vio su expresión desconcertada primero y airada después y lo entendió. Están forzando su mano.
Intentaban salvarle la vida.
¡No!, quiso gritar. ¡Quiero combatir! ¡Dejadle atacarme!
Pero Daichi ordenó silencio a gritos, y cuando se volvió hacia ella su rostro era una máscara de furia.
—¡Yo te despojo de tu nombre! ¡Abandonaréis el bosque al amanecer, los dos! ¡Lleváoslos! ¡Sacadlos de mi vista! ¡No sois vientos de lluvia, nunca lo habéis sido!
Esta vez los encerraron en la misma casa, pero la antigua guerrera había perdido las ganas de golpear al lobo sin nombre. Ambos se encogieron contra paredes opuestas, en silencio, tratando de procesar que sus almas ya nunca encontrarían el camino a los territorios celestiales de sus antepasados.
Desterrada. Mancillada. Deshonrada. Sin títulos. Sin nombre.
¿Libre?