Capítulo 1: Nadja I.
La lluvia que caía de forma intermitente sobre el Bosque Escarpado era fina, casi como niebla, del tipo que ignoras hasta que, antes de que te des cuenta, te ha calado hasta los huesos. Reflejaba la luz de la luna y bañaba con suavidad las hojas de los árboles y los musgos de las rocas, que bebían con ansia de aquella llovizna nocturna de principios de otoño. El verano había sido seco y todas las criaturas del bosque agradecían aquella recién llegada humedad.
Caía también, casi como una caricia, sobre el pelaje moteado de Nadja, abajo en el sotobosque. El manto manchado blanco, gris y rojizo de la loba le proporcionaba un camuflaje perfecto bajo las sombras de los árboles, moviéndose suavemente con la brisa. Lo que realmente ocultaba a Nadja era la humedad en el ambiente, que atrapaba y apagaba los rastros, pero esconderse no era algo que le preocupara aún.
Pisaba con cuidado, con zarpas silenciosas sobre el lecho de hojas, pero lo hacía por respeto al bosque y a su canción, y al resto de criaturas que la rodeaban. Se sentía a salvo en el corazón de su hogar, aunque sus pasos la encaminaban hacia la frontera, montaña abajo, donde grandes peligros la acecharían. Pero en ese instante, durante esos momentos, ella era el único depredador del bosque, y por tanto era su responsabilidad cuidar su paz y su silencio.
Respiró hondo y los aromas atenuados por la lluvia la rodearon. Decenas de leves rastros de criaturas menores se cruzaban aquí y allá, algunos recientes, y la mayoría sanos. El bosque se recuperaba de un verano abrasador, pensó satisfecha, y se dijo que habría buena caza pronto. Haría falta, pues las reservas de la manada estaban bajo mínimos y el invierno llegaría pronto y sería duro. Pero no estaba allí en misión de caza. Esa noche no.
Esa noche era de patrulla. Una misión sencilla encomendada por el mismísimo Daichi: visitar las marcas del Bosque Escarpado, asegurarse de que no había habido intrusos en los últimos días y renovar las señales olorosas. Lo habitual en este tipo de misiones era enviar a dos personas juntas, pero la manada estaba demasiado ocupada reponiendo las provisiones de comida ahora que las presas estaban regresando. Era el mismo motivo por el que llevaban tantos días sin patrullar la frontera con el territorio de los nubes de tormenta. De modo que Nadja bajaba sola la montaña hacia el Este, donde el arroyo y el inicio del pinar hacían de frontera natural con el Bosque Nublado.
Redujo el paso cuando pudo escuchar el correr del agua. Su oído era extraordinariamente fino, de modo que eso aún significaba que estaba a bastante distancia, pero había rastreadores con el mismo o superior talento que ella viviendo en el bosque al otro lado del arroyo, y no deseaba llamar su atención. Sintió que los árboles a su alrededor se estrechaban en torno a ella, como buscando darle una sombra que la protegiera y la ocultara, y lo agradeció en una corta y silenciosa plegaria. Agachó la cabeza para olfatear la tierra húmeda, pero sus orejas delataban su estado de alerta.
Se aproximó a las primeras marcas olorosas, unos troncos concienzudamente arañados y frotados que desprendían un fuerte rastro a viento de lluvia, si bien algo antiguo. Se rascó a conciencia en ellos para dejar su propia señal. No había signos de presencia enemiga, pero aún quedaba cierta distancia hasta la frontera, de modo que no había terminado.
Desde allí las marcas olorosas se volvían más comunes, y Nadja se tomó su tiempo para renovar todas las que se encontraba en su camino. Incluso se desvió en más de una ocasión para alcanzar una, con lo que su ruta dibujó una serie de curvas erráticas hasta que pudo ver el arroyo más allá de los árboles. Se aproximó con sumo cuidado, sin hacer el menor ruido y atenta a cualquier olor o sonido sospechoso, pero tras unos segundos alerta sin percibir nada tomó unos lametones de agua fría y se rascó la cabeza y el cuello en un árbol cercano. Podía oler las marcas de los nubes de tormenta más allá, en los primeros pinos del Bosque Nublado al otro lado de la franja de tierra de nadie entre las dos masas de árboles, pero no había señales de que la hubieran atravesado. Se relajó un poco.
Empezó a recorrer su lado de la frontera en dirección sur, repasando las marcas y olisqueando todo lo que le llamara la atención. Sabía lo importante que era su misión, pero nunca se le había dado demasiado bien permanecer concentrada. Recorría cierta distancia, se distraía con algo y rápidamente volvía a plantar las orejas en alerta. De cualquier manera, le venía bien tener algo que hacer sola, lejos del Hogar, acompañada únicamente de la lluvia y la brisa en las hojas. Allí podía respirar sin sentir las miradas de todos clavadas en ella y especialmente en Dacko, como esperando a que en cualquier momento… ¿hicieran qué? ¿Qué esperaban todos de ellos?
Era muy consciente de lo delicado de su situación, como hija de un líder derrocado, y de cómo ni siquiera se aproximaba al precario equilibrio en el que existía Dacko, que había sido su heredero. Se sintió algo culpable por haber aceptado el encargo mientras su hermano permanecía encerrado en el Hogar, a la espera de una oportunidad de demostrar que seguía siendo leal a la manada aunque la liderase el hombre que había matado a su padre, pero descartó el pensamiento con un resoplido.
También era mi padre, pensó con cierta amargura. Y a Dacko le habían arrebatado su herencia, pero era un hombre adulto que probaría su lealtad en cuanto le dieran la oportunidad. No era el primer príncipe derrocado que aceptaba su nuevo lugar en la manada y era reconocido como un valioso miembro más. La manada tenía el ascenso de Daichi demasiado fresco, sólo había pasado una luna y media, pero se acostumbrarían. Nadja tenía casi dieciocho años y se le agotaba el tiempo para conseguir su nombre de adulta. Necesitaba con más urgencia esta clase de misiones, se dijo a sí misma, porque Daichi era mucho más estricto que Jakharo con los nombres que otorgaba. Y Jakharo lo había sido, pero de un modo muy diferente.
Hacía lo que parecía una eternidad, cuando tenía quince años, no mucho después de que Dacko se ganara su nombre, le había preguntado apenada a su padre si algún día ella conseguiría uno, aunque no pudiera luchar ni correr mucho y fuera mucho más débil que sus hermanos. Jakharo la había consolado:
—Luchar y correr no son las únicas maneras de forjar tu nombre, Nadders—le había dicho—, y no tienes menos fuerza que Dacko o Heko, sólo eres distinta. Tienes fuerza en el espíritu, en el corazón, y mucha más que ellos. Eres valiente, eres leal y de los lobos más inteligentes que tengo, y esas cualidades te darán tu nombre un día.
—¿Cuándo?—había preguntado ella, impaciente.
La risa de Jakharo había sido cálida y reconfortante.
—A su debido tiempo, hija mía—le había apretado el hombro afectuosamente—. Tu nombre llegará cuando sea el momento oportuno; él me dirá cuándo debo entregártelo. Los falsos nombres no tienen valor. Cuando tu nombre llegue a ti te alegrarás de haberlo esperado. No hay deshonra en que ocurra con dieciocho, veinte o treinta años—había asegurado.
Para él, que había sido un Corazón de Lluvia, era fácil decirlo, pero Nadja le había tomado la palabra. Sin embargo, ahora, casi dos años después, recordaba aquellos momentos con nostalgia y amargura: en la manada de Jakharo no habría sido una deshonra recibir su nombre con treinta años, pero en la de Daichi sí que lo sería. Y Daichi no entregaba nombres a la fuerza del espíritu, significara aquello lo que significara.
No podía arriesgar su ya complicada posición en la nueva manada, pensó, y un zarzal de ansiedad le arañó el pecho por dentro. Se esforzó por controlarlo, deteniéndose un momento a respirar. Daichi en persona le había encargado esa misión, se dijo, y eso era una oportunidad. Si demostraba ser leal, si probaba ser útil, tendría su nombre y aseguraría su lugar en la manada. Nunca recuperaría su estatus anterior, pero sí que podría… ¿Qué era eso?
Se había distraído, pero sus sentidos captaban ahora algo. Había caminado más hacia el sur de lo que pensaba, se hallaba casi en la esquina del territorio, y notaba algo extraño en el ambiente. Era como si el bosque entero le advirtiera de un peligro que no podía ver, como si le gritara en silencio. Con cuidado, se acercó a la próxima marca, un viejo tocón de árbol muerto, y la olfateó. Y se quedó paralizada. Había un rastro, y era muy reciente.
Un escalofrío la recorrió, y necesitó toda su fuerza de voluntad para no moverse lo más mínimo. Con toda la fingida calma y el disimulo que pudo reunir, miró a su alrededor. El tocón estaba en la parte baja de un terraplén, y espesos arbustos cubrían su visión en la zona alta. El olor a nube de tormenta era fresco, espeso, fuerte y lo impregnaba todo. El lugar y el momento ideales para una emboscada.
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Corre, dijo una voz en su cabeza.
Pareció que sus patas se movían solas cuando, levantando un montón de tierra húmeda, salió despedida en dirección norte, montaña arriba hacia el corazón del Bosque Escarpado. Oyó un agitar de hojas a sus espaldas, y unos colmillos intentaron aferrarse a su lomo. No lograron agarrarse a ella, por fortuna, y un lobo al que no se atrevió a girarse a mirar solo pudo arrancarle un pedazo de pelaje manchado. Dolía, y Nadja podía oler la sangre que manaba de su herida, pero redobló sus esfuerzos por escapar. Oía a sus espaldas las pisadas de dos… no, al menos tres perseguidores. Muy cerca, cada vez más cerca…
Enseguida le empezó a arder el pecho. Forzó sus patas todo lo posible, las obligó a correr más rápido que nunca, dejando que su instinto la llevara por los caminos ocultos del bosque que su cuerpo conocía, pero los de los cazadores no. Con el corazón latiendo con fuerza en sus oídos, Nadja corrió por su vida. Debía llegar al Hogar: siempre había patrullas en las cercanías. Guerreros bien entrenados que la ayudarían, que espantarían y darían caza a sus perseguidores. Confiaba en ello, al menos, porque su conocimiento del bosque era lo único que estaba retrasando el momento en que la atraparían. Y cuando su cuerpo fallara, como sabía que iba a ocurrir… eso no bastaría.
¿Cómo había ocurrido eso? ¿Por qué estaban aquellos guerreros en su territorio, sobre el terraplén, al acecho? ¿Esperaban una patrulla para emboscarla? ¡Hacía días que no enviaban ninguna! ¿Es que habían acampado allí? ¿Era casualidad que hubieran tendido esa trampa coincidiendo con su llegada? ¿Y por qué harían algo así? ¡Los nubes de tormenta siempre habían sido belicosos y las batallas fronterizas eran habituales, pero estaban en paz! ¡Se acercaba el invierno! ¡Ninguna manada quería tener heridos graves en invierno! No era época de pelear. Aquella debería haber sido una patrulla rutinaria y…
Una descarga de dolor la recorrió cuando sus patas traseras tocaron suelo. Su cuerpo había fallado. Con un aullido de dolor, se forzó a seguir corriendo a pesar de la agonía que explotaba en su interior con cada zancada, pero no pudo mantener el ritmo. Un lobo negro como la noche que los rodeaba y mucho más grande que Nadja la alcanzó y clavó en ella unos ojos amarillos en los que podría haber jurado que había lástima. De nuevo, unas fauces se abalanzaron sobre su lomo, pero en esta ocasión su agarre fue firme y Nadja se vio arrastrada varios cuerpos por el suelo del bosque, con un inmenso macho pardo sujetándola firmemente contra la tierra. Sus ojos eran verdes y salvajes, tenía el hocico cubierto de cicatrices y mostraba un característico colmillo roto. Se le cayó el alma a los pies. Lo reconocía: Yawö Piel de Piedra, de los nubes de tormenta, el guerrero más terrorífico del Valle por detrás del Terror Blanco.
La sacudió sin ninguna dificultad, como si no pesara más que un cachorro, y la soltó. Los otros cazadores la habían rodeado ya, pero Nadja hizo el esfuerzo de levantarse penosamente; le temblaban las patas y un hilo de sangre le caía por el costado desde la herida del lomo. Volvió a recorrerla el dolor cuando tocó el suelo con la pata trasera derecha, y no pudo apoyar su peso en ella, de modo que su equilibrio era aún más precario si cabía.
—Kainan, agárrala—ordenó Yawö. Nada había salido de su garganta, los lobos no tenían las cuerdas vocales de los humanos, pero no por ello su lenguaje era menos complejo. Había señales en las orejas, en la cola, en la posición de la cabeza, en el olor y en decenas de gestos y ruidos con infinitas combinaciones, cada lobo con su propia voz. En su conjunto, bastaba para enviar mensajes que no tenían nada que envidiar en complejidad a las palabras humanas. La mente de Nadja se encargaba de recoger todas las señales, muchas de las cuales no percibía de manera consciente, y las transformaba en una voz que escuchaba casi como si la estuviera oyendo. Era una lengua abstracta, subjetiva, más precisa cuanto más conocieras al hablante, y cabía la posibilidad de que el receptor hubiera entendido un mensaje ligeramente distinto a ella.
Kainan resultó ser el lobo negro de ojos grises. Que no le sonara su nombre era señal de inexperiencia; era joven, con pocas marcas de batalla y bastante más pequeño que Yawö, si bien seguía siendo más grande que Nadja y, como juzgó cuando el nube de tormenta dejó caer sobre ella todo su peso, mucho más fuerte.
Había otros dos guerreros; Nadja los percibía, podía olerlos, pero inmovilizada de costado como estaba, con el aliento de Kainan sobre su garganta, no entraban en su campo de visión.
Intentó calcular cómo de lejos estaba del Hogar. Había aullado de dolor poco antes de ser capturada, ¿había sido lo bastante alto para llamar la atención de una patrulla? Si había alguien lo suficientemente cerca, la habría reconocido aunque no comprendiera del todo el mensaje. Con la pata palpitando de dolor y la visión algo borrosa por los golpes, no lograba orientarse, pero algo le decía, en el fondo de su corazón, que había fracasado. Iba a morir allí.
—¿Cómo te llamas? No te conozco—preguntó Yawö. Su voz era áspera, tosca e impaciente. La había rodeado para colocarse donde ella le viera bien y se había sentado.
Nadja maldijo para sí misma, pero la costumbre instaba a presentarse, incluso a los enemigos, incluso (o quizá especialmente) a quien estaba a punto de matarla.
—Mi nombre es Nadja, hija de Nuva Paso de Niebla, de los vientos de lluvia—dijo rápidamente, y esperó mirando al lobo pardo, aunque no a los ojos. Los nubes de tormenta eran belicosos y al fin y al cabo la habían atacado, pero al menos le devolverían ese gesto de cortesía, ¿verdad?
Durante unos largos segundos, pareció que no iban a hacerlo. Después, el cazador asintió levemente.
—Soy Yawö Piel de Piedra, hijo de Gorvan Ojo de Águila. Mis hombres son Zorn Zarpa Rauda, hijo de Tharod Largo Salto; Gavn Destello Gris, hijo de Gorvan Ojo de Águila… y Kainan—aquello llamó la atención de Nadja. ¿Un sin-nombre, como ella? —. De los nubes de tormenta, evidentemente. Y creo que me mientes, muchacha. Jakharo no engendró hembra ninguna en su compañera. A menos que…
Se acercó a ella y la olfateó. Sintiéndose invadida, Nadja se tensó, a la defensiva.
—Eres el cachorro que se encontró tirado—dijo divertido. Estaba demasiado cerca, y un gruñido muy bajo se abría paso por la garganta de Nadja. Una advertencia instintiva, si bien inútil en aquella situación en que no era ninguna amenaza. Sin embargo, el lobo pardo se separó un poco de ella y volvió a sentarse—. He oído hablar de ti. Y por lo que sé, debieron dejarte donde te encontraron.
Resopló. ¿Creía que podía hacerle daño así? ¿Que era alguna clase de tema sensible? Nadja sabía de quién era hija. No la heriría insultando a sus verdaderos padres o a las circunstancias de su nacimiento.
—¿Qué estáis haciendo en el territorio de mi manada?—gruñó con una sacudida de la cola. Percibió que el lobo negro que la retenía aflojaba un poco la presión, probablemente sin darse cuenta.
—El Terror Blanco está pensando en expandir el nuestro—explicó Yawö despreocupado—. Es un bosque muy agradable y tranquilo. ¡Llevamos semanas esperando a que apareciera alguien con quien hablar! Sinceramente, la seguridad de los vientos de lluvia me decepciona. Es como si a Daichi no le importara…
Parecía estar esperando una respuesta, pero Nadja no sabía qué decir, de modo que permaneció inmóvil. Eso pareció molestarlo, porque resopló y se puso en pie.
—El tema, joven, es que tu líder nos prometió algo y no nos lo ha dado. Así que ahora necesito que se lo recuerdes de nuestra parte. No pongas esa cara, no vamos a matarte, no somos bárbaros.
Dudaba de aquello, pero entonces el lobo negro se le quitó de encima, y nada le ocurrió cuando se puso penosamente en pie. Su pata mala protestó, pero Nadja hizo un esfuerzo por no dar una impresión totalmente lamentable. Alzó la cabeza con orgullo, casi en desafío, a pesar del miedo que la invadía.
—¿Y os volveréis al Bosque Nublado?
Yawö esbozó el equivalente a una sonrisa que le provocó un escalofrío.
—Cuando llegues a casa, ve a tu líder. Dile que el Terror Blanco quiere su parte del trato.
La cabeza de Nadja daba vueltas intentando comprender a qué trato se refería el cazador, o quizá lo hacía porque se había llevado un golpe nada desdeñable. En cualquier caso, pasó unos momentos sin poder moverse, antes de que su cuerpo decidiera por su cuenta retroceder despacio hacia el bosque, hacia la cima de la montaña, sin dejar de mirar a los lobos como si en cualquier momento fueran a cambiar de opinión. Sin embargo, no se percató de que el joven negro había desaparecido.
Casi había llegado a los arbustos cuando el enorme lobo pardo agitó las orejas.
—Un momento—dijo, serio pero con un tono subyacente de diversión que le provocó a Nadja otro escalofrío. Supo que debía huir, salir corriendo, todo a su alrededor le gritaba que estaba en peligro, pero no fue capaz de moverse—. He dicho que no te mataría, pero tenemos una reputación que mantener, ¿sabes? No puede correr la voz de que los cazadores del Terror Blanco se han ablandado. No te preocupes, vivirás para dar tu mensaje.
Los tres lobos, todos más grandes que ella, todos más experimentados y todos mucho, mucho más fuertes, la rodearon. El corazón de Nadja amenazaba con estallarle. Lo supo un instante antes de que Yawö lo dijera, en un gruñido tan bajo que parecía un ronroneo:
—Bien pensado, creo que tu cadáver bastará como mensaje.
Nadja alzó el hocico al cielo nocturno y aulló.
Duró un instante; los colmillos del cazador, como un destello sobre su garganta, la silenciaron.