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Parte II

Con una sonrisa, Indira se acercó a la máquina expendedora, presionó la palanca para comenzar a calentarla y sin pensárselo mucho, presionó los botones 7 y 3 situados en un pequeño tablero numérico, y esperó al tiempo que hacía unos cuantos estiramientos más y pensaba en que debería hacer a continuación. Llegar a la sala de control y hacer un examen exhaustivo de toda la nave era lo más sensato.

También debería supervisar que la trayectoria dispuesta siguiese siendo la misma. No serían ni los primeros ni los últimos en despertar en El Quinto coño, en vez de en la Quinta forca.

El sonido sordo de un bol al caer tras una ventanita situada en la máquina que con sus lucecitas parecía tratar de distraerla, hizo que su estómago rugiese todavía más cuando acto seguido, un chorrito de caldo de pollo comenzó a llenar el recipiente repleto de humeantes fideos, carne y vegetales que, tras muchos años en un estado de congelación bastante costoso, o eso le habían recalcado con ganas, volvían a la vida.

Mientras se deleitaba con el olor y terminaba la segunda fase del estiramiento de piernas que estaba realizando, decidió dejar en caliente la máquina para cuando comenzase a despertar a sus compañeros.

A sus inferiores al mando, tal y como a su padre le había repetido en incontables ocasiones. Indira estaba pensando en cuánto le hubiese gustado poder contentar a su padre siendo ella una renombrada (y temida) capitana en alguna expedición de descubrimiento y coloniaje, cuando otro sonido, que en nada tenía que ver con los últimos pasos en aquella sencilla comida que sería su primera en muchos años, una explosión lejana se hizo sentir por todas las superficies de la cocina.

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Las luces del techo todavía parpadeaban cuando Indira se escondió bajo la mesa en un acto instintivo que todos en la Tierra habían aprendido a las malas. Cuando el suelo se mece tus pies, busca un lugar para esconder tu cabeza. La vieja Barcelona recordaba eso con mucho dolor. Los utensilios guardados temblaron en sus correspondientes armarios y la máquina emitió un pitido distorsionado, tras el cual, y habiendo cesado aquel retumbar, procedió a apagarse a medio terminar el plato de comida.

Así como toda luz.

Indira, respirando hondo y rezando para que aquellos patanes no le hubiesen endiñado una nave tan disfuncional como sus pequeñas cositas de viejos ricos, contó hasta tres. Uno. Dos. Tres. Ahí estaba. El para nunca color dramático usado para una situación de, valga la redundancia, emergente emergencia.

Luces rojas hicieron que toda sombra bailase en direcciones que variaban de un momento a otro, mareándolo a uno si prestaba demasiada atención a la macabra danza desatada a su alrededor. ¿Qué había pasado? Primero despertaba ella antes de tiempo, y ahora eso. Sus compañeros. El sistema de energía de la Isabel II estaba preparado para soportar las mínimas necesidades funcionales de esta, y las cápsulas de hibernación estaban incluidas en el pack, pero Indira sabía de fallos. Y el sistema operativo de esa nave era viejo, cómo ella ya había podido comprobar en sus dos años de preparativos.

Era un sistema operativo muy viejo. En mayúsculas.

¿Por qué demonios no los había despertado antes? ¿Para que no cundiese el pánico? Seguro que eso que no sucedía ahora, al despertarlos entre luces rojas y un sistema de alerta que no tardaría en comenzar a sonar.

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