El sudor goteó lentamente de su frente, sus flecos negro profundo de cabello enmarañado extendidos salvajemente a lo largo del lienzo de su lóbulo frontal como las raíces de un enorme roble. La multitud aullante rugió como monstruos inhumanos, sed de sangre en sus voces y locura nadando como leviatanes mortales en las piscinas de todos sus ojos.
—¡Mátalo!
—¡Decapítalo!
—¡Arráncale la garganta!
—¡Empálalo!
Él era su marioneta, su juguete. La losa de carne aún luchando acosada por un libertador de muerte y carnicería sin otro propósito más que su entretenimiento colectivo. Malditos sean todos. ¡Malditos sean todos hasta los pozos más oscuros del Infierno! No flaquearía. No aquí.
La bestia monstruosa arrojó el brazo, el impacto hundiéndose profundamente en su torso, sangre y saliva brotando de su boca y fosas nasales, el aire que una vez llenaba sus pulmones dejándolo por muerto. Sintió los alambres de la cerca de la jaula clavarse en su piel con toda la ansiedad de un perro hambriento que busca su hueso enterrado antes de que lo arrojaran hacia adelante como un muñeco de trapo sin vida contra la lona que cubría el ring. Tosiendo, ahogándose, a punto de vomitar el desayuno que no había tomado, rodó sobre su espalda aturdido. El mundo se convirtió en nada más que un borrón indistinguible a su alrededor, el tiempo pareciendo desacelerarse, voces incorpóreas gritando en lenguas apagadas que no podía comprender. Sin embargo, no necesitaba comprenderlas, porque ¿qué mejor intérprete podría haberse en ese momento que la extremidad dentada, huesuda y morada del apéndice de esa criatura zambulléndose directamente hacia su garganta, abriéndose camino a través de su visión nublada para aparecer tan claramente ante él para recordarle dónde estaba y por qué estaba peleando?
Su sangre corrió como sementales diabólicos en estampida a través de una pradera abierta, meros segundos transcurrieron mientras desaparecía del camino del apéndice y se manifestaba una vez más sobre sus dos pies descalzos al lado de la criatura, los dientes apretados, las manos temblando y las pupilas dilatadas como para eclipsar el frenesí implacable, la rabia incansable, latiente, palpitante, pulsante justo detrás de ellas. El monstruo miró a los ojos del niño golpeado y ensangrentado y, por un momento, se quedó inmóvil. Se quedó inmóvil como si se preguntara si lo que estaba viendo era él mismo o algo mucho más siniestro.
El niño se arrojó hacia el borde más alejado de la jaula y corrió a toda velocidad hacia el monstruo esquelético. Se movió para tratar de encontrarse con él pero inmediatamente recordó su apéndice dentado con el que momentos antes había fallado en quitarle la vida al joven y que ahora yacía empalado en las tablas de madera de su fatídica arena. No importaba, porque ¿qué era este mortal, este hijo del hombre, que se creía capaz de poder cargar contra un ser tan poderoso como él? Por enfadado que pudiera estar, no era más que un niño corriente, un mocoso ingenuo lanzando una rabieta imberbe por ninguna otra razón que porque no se había salido con la suya. Tenía muchas más extremidades a su disposición. ¿Qué diferencia haría una pierna bloqueada? No habría que esperar mucho para saber la respuesta.
Los pasos salvajes del chico resonaron a través del suelo de madera como una campana de muerte dando su último adiós a los observadores que los rodeaban. Otros tres apéndices de guadaña brotaron de sus costados, agitándose hacia el niño para cortarlo en tiras ensangrentadas; pero no importó. Serpenteó entre ellos como la sombra espectral de la mismísima parca, sus dientes apretados pareciéndose casi a una sonrisa. ¡Estaba burlándose de él! La indignación y la ofensa alimentaron el ataque final del monstruo cuando lanzó su cuello hacia adelante, las fauces abiertas como alas de halcón para tragarse al niño entero; pero cuando por fin juntó las dos mitades de su boca para morder, sólo se encontró con la fuerza de su propia quijada sin amortiguación para suavizar el golpe autoinfligido.
Violentamente, su cabeza rebotó hacia atrás, dejándolo mareado y totalmente desprevenido para lo que vendría a continuación. Todos los espectadores se deslizaron hacia los bordes de sus asientos con anticipación. Algunos levantaron las cejas con sospecha, algunos sacudieron la cabeza con incredulidad, algunos simplemente sonrieron ante el espectáculo de todo esto, y algunos se rieron de buena gana en aprobación de la locura del joven. Al final, todos temblaron de asombro por lo que siguió a partir de entonces. Sin interrumpir el paso, sin perturbar su carga, atravesó el brazo atascado del monstruo como si de madera podrida ahuecada por la incesante indulgencia de termitas insaciables se tratara. No obstante, mejor, más grande y más dulce que la vista era el sonido, el olor. Un bum profundo, violento y eterno resonó por el impacto, fragmentos de hueso afilados como dagas volando en todas direcciones como fuegos artificiales, el olor caliente y vertiginoso de la médula sangrante filtrándose por el aire y violando las fosas nasales de todos los presentes. Había logrado lo imposible.
¡El grito del monstruo sacudió la tierra, hizo sonar la jaula como si fuera un juguete insignificante! Las copas de vino se redujeron a polvo, las botellas de cerveza se rompieron en innumerables pedazos, ¡y numerosos observadores pronto se encontraron retorciéndose en el suelo por la sangre que les goteaba por las orejas! Aquellos que fueron capaces de taparse los oídos a tiempo, aunque no sufrieron de la sangre que brotaba de ellos, sin embargo, presenciaron cómo el mundo a su alrededor se convirtió en una espesa niebla mientras el vértigo los despojó de cualquier contenido que sus estómagos pudieran haber estado transportando en ese momento; unos por el mismo camino por donde habían entrado, otros por el otro por donde habrían salido.
El joven tropezó, arrodillándose un poco hacia delante con las manos sobre los oídos, pero sólo babeando. No se puede vomitar una comida que nunca se tuvo. Con la adrenalina todavía palpitando a través de él, rápidamente recuperó la compostura y levantó el apéndice roto sobre su hombro. Una última vez, sus pasos salvajes resonaron solemnemente en el aire, ahora más pesados con el peso del miembro amputado de su adversario en su espalda, golpeando contra la lona como los tambores de guerra de un ejército imparable. ¡Ahí estaba su ocasión! ¡Su oportunidad! Resistiendo el dolor, levantó una de sus otras piernas para tomar represalias, cortando a través del aire para decapitar al maldito pilluelo que lo había lastimado, que lo había humillado, que había--
CRUJIDO
--usado su propia extremidad partida para cortarle el cuello y poner fin a su vida.
El mundo se convirtió en nada más que un borrón indistinguible a su alrededor, el tiempo pareciendo desacelerarse, voces incorpóreas gritando en lenguas apagadas que no podía comprender. Sin embargo, no necesitaba comprenderlos; porque ¿qué mejor intérprete podía haberse en ese momento que el niño pequeño, flacucho y desafiante que acababa de decapitarlo con una parte de su propio cuerpo? El monstruo miró a los ojos del niño golpeado y ensangrentado y, por un momento, supo. Supo que lo que había estado viendo todo este tiempo era algo mucho más siniestro de lo que podría haber sido jamás.
Su ira se calmó, derritiéndose como la nieve helada ante el calor envolvente de un sol vivo, disipándose hasta que todo lo que quedó fue el agotamiento y la profunda satisfacción de una victoria bien ganada. El sonido de las cadenas resonó detrás de él, la puerta de la jaula se abrió de par en par y allí, ante él, vio el sol vivo. Rayos de luz, puentes de luminosidad, caminos de brillante resplandor se extendían ante él como brazos abiertos y amorosos que lo invitaban a dar los primeros pasos. Los primeros pasos por el camino de la libertad.
—¡Ve ahora!
—¡Sé libre!
—¡Sé feliz!
¿Y por qué no? Había luchado como una bestia, como un monstruo inhumano. ¿Por qué no debería de ser libre, ser feliz? Un pie tras otro, caminó tranquilamente hacia la luz, las cálidas voces de aliento sincero aún hablándole.
—¡Te mereces esto!
—¡Te lo ganaste!
—¡Ahora marcha hacia adelante!
—¡Y no mires atrás!
—Estaremos bien, ¿de acuerdo?
—¡Así que olvídate de nosotros!
—¡Olvídate de lo que pasó!
—¡Ve y vive tu vida sin nosotros!
Sus piernas se pusieron rígidas como piedra. Esas voces. Esas palabras. Las conocía; las conocía bien; sabía bien de dónde habían venido; mas no adónde se habían ido. Se dio la vuelta y allí estaban. Una nube de rostros tristes se retorcía y se deformaba frente a él mientras lágrimas interminables fluían de sus ojos desvaídos. Las manos extendidas agarraban desesperadamente el aire a su alrededor sólo para descomponerse en polvo antes de poder extenderse por completo. Lamentos de dolor y chillidos espantosos resonaron de sus bocas rotas. ¡Eran monstruosos! Sin embargo, los recordó; sin embargo, se compadeció de ellos; sin embargo, anheló tan fervientemente ayudarlos; salvarlos.
El terror apoderándose de él, hizo caso omiso del sol y sus brazos abiertos, ignoró la salida que la victoria le había brindado y corrió hacia aquellos que había dejado atrás. ¡No los perdería ahora! ¡Los salvaría esta vez!
—¡Déjanos!
—¡Abandónanos!
—¡Avanza!
—¡No mires hacia atrás!
Corrió hacia ellos más rápido que nunca antes. El sudor de sus poros, las lágrimas de sus ojos, la sangre de sus heridas, incluso la saliva de su boca: todo fue arrancado de su lugar mientras corría como un loco para salvar a esos desafortunados espíritus.
La lona del ring se extendió y se expandió debajo de ellos, aumentando la distancia con cada momento que pasaba hasta que se sintió como si hubiera corrido mil millas sólo para no acercarse a ellos. La lona del ring se convirtió en barro bajo sus pies, jalándolo hacia adentro, arrastrándolo hacia abajo, ralentizándolo aún más. Sus rodillas se doblaron bajo la presión y cayó hacia adelante, todavía tratando de arrastrarse hacia ellos con las manos. Su cuerpo le falló, su aliento lo abandonó una vez más y quedó reducido a nada más que una losa inamovible de carne que aún luchaba en medio de un océano interminable de porquería que todo lo consumía. ¡Y entonces allí estaba! ¡Calor! ¡Ardiente, candente, crepitante, atronador!
Volteó la cabeza por última vez y fue testigo de la horrible aparición que se le acercaba, ocultada por la luz del sol. También estaba hecha de fuego. Fuego rojo vivo como si hubiera salido de la boca del mismo Infierno. Atravesó los cielos como un presagio de calamidad, cubriendo los tonos azules brillantes en un negro impenetrable a través del cual sólo relámpagos cortaron y truenos retumbaron; mas ninguna lluvia cayó. Se detuvo ante él, con las alas extendidas, la cola curvada y los ojos centelleando en anticipación de lo que estaba por venir. Por más que lo intentó, el lodo lo fijó firmemente en su lugar. Aunque se esforzó e hizo lo mejor que pudo, ya era demasiado tarde. La bestia estaba sobre él ahora.
Con un gran aleteo de sus inmensas alas, la criatura se elevó más alto en los cielos para arrojar su cuerpo hacia adelante y lanzarse directamente hacia él, con las fauces abiertas más grandes que cualquier otra bestia que hubiera visto antes. Un calor abrasador y encendido se presionó contra su cuerpo mientras temblaba impotente ante el avance imparable de la bestia. Una última vez, el mundo se convirtió en nada más que un borrón indistinguible a su alrededor, el tiempo pareciendo desacelerarse, voces incorpóreas gritando en lenguas apagadas que no podía comprender. Sin embargo, no necesitaba comprenderlas; porque ¿qué mejor intérprete podía haberse en ese momento que el monstruo veloz volando rápidamente hacia él para acabar con su vida? Y en ese breve instante, el niño miró a los ojos de la bestia sin nombre y, por un pequeño instante, se quedó inmóvil. Se quedó inmóvil como si se preguntara si tal vez lo que estaba viendo era realmente un monstruo o simplemente él mismo. No tendría que esperar mucho para enterarse de la respuesta.
Al darse cuenta de su destino, cerró los ojos anticipadamente y--
PUM
--despertó y descubrió que había caído al suelo de su habitación privada, los primeros rayos del sol mañanero deslizándose a través de las cortinas de las ventanas del monasterio y colocando palmadas juguetonas, suaves y despertadoras en su rostro mientras que Blaise, su cardenal favorito y más frecuente, lo picoteaba suavemente en la nariz.
—No otra vez —suspiró, rodando sobre sus rodillas mientras Blaise se apartaba un poco de él—. Todas las noches con esto.
Golpes desesperados reverberaron desde la puerta frente a ellos, una voz preocupada llamándolo.
—¿Clément? Clément, hijo mío, ¿qué eran esos gritos? ¿Estáis bien, hijo mío?
¿Gritos? ¿Había estado gritando? No importaba eso ahora. Necesitaba hacerle saber a él que estaba bien.
—Estoy bien, padre. No necesitáis preocuparos. Fue sólo un sueño.
—Gracias a Dios Todopoderoso. Por favor, apresuraos a venir a desayunar, hijo mío. Recordad que hoy es la selección y, como embajador, la academia necesítaos hoy más que nunca. Así que no tardéis mucho, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, padre.
Los pasos desvanecientes desaparecieron en la distancia, un suspiro de alivio saliéndose de sus labios. El reloj estaba corriendo. Rápidamente tendió su cama y, una vez recitadas sus oraciones matutinas, se dirigió a los baños del convento. El mural de Saint Guillaume le Paisible se alzaba sobre el arco como un espectro siempre vigilante y siempre presente dándole la bienvenida a él y a muchos más creyentes a los espaciosos espacios de baño con los brazos abiertos y una sonrisa amable, invitándolos a participar de las refrescantes aguas que el río proveía.
La luz del sol estaba pegándole directamente ahora, golpeándolo sin piedad, su toque en su piel suavizado sólo por el agua helada del río Saint-Guillaume que corría a través de los tubos del monasterio. La estación invernal se había ido despidiendo lentamente de la capital, siendo las frescas aguas montañosas del río su regalo de despedida, y uno muy bienvenido, de hecho; pero eso tenía poca importancia ahora. Esta media década se acercaba rápidamente a su fin y, con ella, la promesa de muchos nuevos comienzos.
Después de asearse lo mejor que pudo, siguió hasta el cristal para vestirse y peinarse. Su cabello era de un negro profundo, no muy diferente a su ojo derecho (el otro era azul como el de sus padres). La viva imagen de su padre desde las mejillas hundidas hasta la delgada línea de la mandíbula, pero habiendo heredado los rizos rebeldes de su madre como cabello. Medía como un metro setenta y nueve (cinco pies y once pulgadas aproximadamente), esbelto, pero de músculos bien definidos; y estaba pálido, incluso para sus estándares.
Asumió con diligencia su tarea, deteniéndose por un momento para ahuyentar los pensamientos persistentes del terror nocturno que lo había despertado tan violentamente de su sueño.
«Ya yace detrás de ti, Clément», se dijo a sí mismo, cepillándose tranquilamente el cabello lo mejor que pudo para tratar de alisar los rizos oscuros y rebeldes; pero, por desgracia, nunca se alisaban. No importaba cuánto se esforzara, siempre volvían a su forma original, no muy diferente...
Se detuvo, recordando la imagen del fantasma de fuego.
No muy diferente a las llamas de esa bestia.
—Clément, el desayuno está listo —vino el anuncio.
—Voy en camino.
Agitado de su profunda reflexión, terminó de peinarse y rápidamente se dirigió al comedor donde el padre Michel lo esperaba vestido con su bata de mañana.
El padre Michel tenía dos ojos azules, el pelo canoso y era unos centímetros más alto que Clément cuando podía mantenerse erguido y no tenía que usar su bastón. Su rostro era tosco y un poco curtido, el tono de su piel ligeramente bronceado por sus viajes, y con manos notablemente grandes; y aunque lucía una sonrisa vivaz, una simple mirada le diría a cualquiera que sus mejores años ya habían quedado atrás.
—Venid, venid, hijo mío —dijo, señalando la silla de madera negra a su lado. Clément obedeció rápidamente y se sentó, con un plato de pan fresco cubierto con mermelada de fresa, dos rebanadas de requesón y un trago de café con crema esperándolo. Decir que no estaba ansioso habría sido una mentira. Apenas se hubo sentado, recitó la gratiarum actio--lo suficientemente rápido para no demorarse, pero lo suficientemente lento para no ser impío--y comenzó a comer con avidez.
—Calmaos, Clément. No queréis ensuciar vuestras ropas.
—Perdonadme, padre —dijo a través de una rebanada de requesón devorada a medias, acompañándola con un sorbo de su café—. Estoy un poco hambriento.
—Se ve. Esos terrores nocturnos vuestros deben de dejaros muertísimo del hambre.
—No es nada, padre.
—¿Nada, decís? —preguntó el padre Michel, levantando una ceja inquisitiva hacia Clément. —Bueno, es una nada que ha estado atormentándoos durante quince días, hijo mío; y mi preocupación crece con cada luna que pasa, Clément. Creo que ya es hora de que me seáis honesto. ¿Qué es lo que os aflige y pertúrbaos de modo que os agitáis y gritáis todas las noches ahora?
—Insisto, padre. No es nada.
—No debéis mentirme, Clément. Puedo decir de un vistazo que todavía estáis estremecido. Hablad, hijo mío. Hablad, aunque sólo sea para aliviar un poco vuestra carga.
Clément miró sus ojos azul claro, escudriñándolo como un sepulturero lo haría con un cadáver, registrando todos y cada uno de los detalles minuciosos que encontraban sus ojos. Respiró hondo y cruzó las manos sobre su regazo.
—Me veo allá de vuelta.
—¿Allá de vuelta?
—En Chantin. En el subsuelo. En la jaula.
—Donde conocímosnos por primera vez.
—Sí. Estoy de vuelta allá y véome peleando con criaturas horribles. Nunca son las mismas; a veces son unas que creo jamás haber visto antes en mi vida, al menos no cara a cara.
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—¿Y qué sucede en estos sueños?
—Yo gano. Gano y soy liberado. Pero después los veo a ellos. Pero no son realmente ellos, son sólo sus voces. Y están animándome. Me dicen que sea libre, que sea feliz; pero luego me doy la vuelta y mírolos. Véolos sufrir, los escucho llorar y corro tras ellos. Corro para salvarlos.
—¿No os vais?
—Nunca hágolo. No me atrevo a hacerlo. Así que corro tras ellos; pero siempre es en vano. Nunca los alcanzo. Nunca los alcanzo y ocurre un fenómeno extraño. Entonces soy testigo de una bestia de llamas rojas que carga desde el Este hacia mí para consumirme, para devorarme. Se eleva a los cielos y se lanza directamente hacia mí, pero justo antes de que me mate, me despierto.
—Ya veo. Vuestra conciencia. Aún sentisos culpable por el mal que aconteció a vuestros compañeros ese día. A vos mismo os echáis la culpa.
—Todavía hasta el día de hoy.
Sin decir una palabra más, el padre Michel se levantó de su asiento y comenzó a masajear suavemente los hombros de Clément.
—Ya ha pasado casi un año, ¿no es así?
—Casi, padre.
—Y todavía no habéis perdonádoos por los acontecimientos que sucedieron en ese lamentable día. ¿Tenéis miedo, hijo mío?
—¿Miedo? Quizás. Más aún, estoy arrepentido. Si hubiera sido tan fuerte ese día como lo había sido en la jaula, podría haber salvádolos a todos. Podría haber ahorrádoles la cruel fortuna que nos esperaba a todos en el orfanato.
—Algunas cosas no están en nuestras manos, hijo mío. Sin embargo, no tener siempre el control no es una locura del hombre, Clément. Porque toda la humanidad, aunque pueda pensar en sí misma como un dios, finalmente llega a la dura verdad de que, a pesar de todo su trabajo, no puede controlar por completo su destino ni su fortuna. Y eso, mi querido Clément, es por qué existimos nosotros. Para mostrar compasión a aquellos a quienes la suerte ha oprimido y para consolar a aquellos a quienes este mundo no ha mostrado ni misericordia ni gracia. Justamente como hice con vos hace tanto tiempo.
—Y estoy agradecido por ello, padre. Sinceramente, lo estoy. Mas ahora os pregunto: ¿qué hay de aquellos a quienes no podemos salvar? ¿Qué hay de aquellos a quienes la misericordia nunca alcanza, a quienes la gracia les llega demasiado tarde?
—Habed ahí nuestros límites, hijo mío. Que en un mundo tan malvado como este, no podemos salvar a todos los quebrantados, no podemos consolar a todos los miserables. Por cada vida individual que podamos ayudar a salvar, a sacar a la luz, no sabemos nada de las innumerables otras que aún sufren silenciosamente en la oscuridad. Por eso rezamos, hijo mío, porque así como aquellos que se creían dioses, nosotros también, a pesar de todo nuestro trabajo, pese a nuestra fe, no somos más que hombres.
«No obstante, Clément, os pido que no os dejéis desanimar por estas noticias. Creo que hay una buena razón por la cual vuestra conciencia os atormenta de esta manera. Es para que no los olvidéis, Clément. Es para que peleéis por siempre la buena batalla. Para salvar a los que han sufrido y sufren ahora lo que una vez sufristeis vos. Para que estén siempre en vuestros pensamientos y en vuestras oraciones.
—¿De veras lo creéis así, padre?
—Lo sé, Clément. Por eso estáis aquí, ahora, hijo mío. Por eso os hice discípulo. Así que terminad de comer, hijo mío. Permitid que vuestro espíritu se revitalice, íos hoy y haced bien vuestro trabajo en la academia con el corazón alegre y con la mente tranquila; que no sólo estáis vivo, sino en vida, y vivís para hacer libres a los hombres.
—Os lo agradezco, padre.
Con renovado entusiasmo y sentido de propósito, Clément terminó rápidamente su desayuno, agarró su capucha de oración y su mochila, y salió por las puertas del monasterio antes de que las campanas dieran la hora.
El patio del Monasterio de Saint Guillaume le Paisible estaba ornamentado sólo con la mejor arquitectura. Desde las representaciones de ángeles, demonios, monstruos y humanos en medio de una feroz batalla hasta los asombrosos rostros de los jóvenes monjes rezando y suplicando, las esculturas complejas y de cuerpo completo eran nada menos que un mural grande y expansivo interpretado en piedra en lugar de pintura. El puente principal, Le Pont de la Paix, también fue hecho completamente de piedra, numerosos arcos sosteniéndolo sobre la cabecera del Saint-Guillaume, actuando como un acueducto y como un puente que alimentaba de agua “bendita” a la ciudad de La Soleille misma.
La capital temblaba ese día con el ajetreo y el bullicio de la numerosa gente del pueblo cuando Clément por fin terminó de cruzar. La anticipación se había estado gestando dentro de ellos durante meses, no pasaba un día en el que no lo recordaran; pero ahora, finalmente había llegado. La gente hablaba de ello, se podían ver carteles en todas las paredes, el pensamiento estaba en la mente de todos: el Dominio había arribado.
—Necesitamos ganar esta vez.
—Las otras facciones han hecho lo que quieran con nosotros durante demasiado tiempo.
—Olvídenlo. Las selecciones de las últimas media décadas no nos han dado más que arrepentimiento; esta mediadé no va a ser diferente. Recuerden lo que les digo.
—A ver. No tiremos la toalla todavía.
—Treinta años son treinta años, compa. Eso no se llama “tirar la toalla”, eso se llama “mirar los hechos”.
Estas palabras y muchas más emanaron de las bocas de la gente del pueblo cuando Clément comenzó a caminar silenciosamente hacia la academia. Hablaron con enojo, con pesar. Era difícil saber si el rencor que guardaban era contra las otras facciones o contra ellos mismos; y la verdad sea dicha, no le importaba mucho averiguarlo.
—¿Te gustaría un periódico, baile Cœurbon? Sólo una moneda.
Sacudiéndolo de su escucha pasiva de la conversación de la gente del pueblo y deteniéndolo en seco, Clément miró hacia abajo para encontrar a un joven de cabello rubio con una amplia sonrisa jalándole la túnica con una bolsa de periódicos a su lado.
—Gabriel, ¿cuántas veces debo decíroslo? No es “baile”, es “fraile”.
—Tira una moneda y tal vez lo recuerde para la próxima vez —respondió el joven, lanzando a Clément una mirada esperanzada. Puso los ojos en blanco y dejó caer una moneda en la palma del repartidor de periódicos, quien rápidamente le entregó uno de los periódicos de la pila y salió corriendo alegremente.
«Será mejor que vuelva a eso yo mismo», pensó Clément; pero apenas había comenzado a caminar, una voz se abrió paso entre la charla de los ciudadanos.
—¡Clément! ¡Clément!
Al darse la vuelta rápidamente para ver quién lo estaba llamando, se encontró con un hombre grande y corpulento con cabello castaño, cuerpo robusto y barba espesa que lo saludaba desde lo alto de su carreta tirada por caballos.
—¿Sr. Dubois?
—Clément, eres tú. Quiero decir, por supuesto que eres tú. Nadie más camina por aquí vestido para misa en un día entre semana.
El paso de los caballos se detuvo justo al lado de Clément, su jinete mirando hacia abajo y ofreciéndole al joven una cálida sonrisa antes de preguntar:
—¿Pa’ dónde? ¿Estás de camino a la academia?
—Así es.
—Súbete. Te llevaré. Me dirijo hacia allí de todos modos.
Sin siquiera una palabra de protesta, Clément tomó asiento junto al Sr. Dubois y, con un golpe de riendas, se pusieron en camino. Clément miró hacia atrás y tomó nota de la sábana considerable detrás de ellos, la silueta de algo inusual detallada en cada pliegue.
—Es para la selección de hoy. Tu academia lo encargó y se me ha confiado llevarlo allá.
—Ya veo.
—¿Estarás en la selección, Cœurbon?
—Definitivamente. Tengo que estar. Es mi deber después de todo.
—Eso y mantenernos en tus oraciones, ¿verdad?
—Eso también.
—Entonces haznos un favor a los dos, Cœurbon, y comienza a rezar para que esta selección nos vaya bien, muchacho. No sé cuánto tiempo más pueda aguantar tener que responder ante esas otras facciones.
—Suena...desesperado.
—Lo estoy, compañero. Seis mediadés te harán eso. Compraste un periódico, ¿verdad? —preguntó, señalando el periódico que todavía estaba en la mano de Clément—. Léelo en voz alta para mí. ¿Qué dice?
Clément desdobló el papel e inmediatamente tuvo dudas acerca de compartir su información con el Sr. Dubois. Trazando las palabras con los ojos, se mordió el labio inferior de mala gana, sus cejas presionando el espacio entre ellas.
¡El Dominio de los Reyes está aquí! ¿Otra media década de ciudadanía de segunda clase para la Humanidad?
—Nada que le gustaría escuchar a vuestra merced, me temo.
Pellizcándose el puente de la nariz, el Sr. Dubois dejó escapar un suspiro exhausto.
—Justo lo que esperarías. Ya es bastante malo que hayamos estado en una racha de treinta años de pérdidas, pero ahora deben asegurarse de que tampoco lo olvidemos nunca. Incluso la gente del pueblo de estos lugares ha perdido toda apariencia de esperanza. ¿Cómo lo haces, Cœurbon?
—¿Cómo hago qué?
—Ya sabes. Enfrentarlos. Los ángeles. Los diablos. Los místicos. Las otras facciones, básicamente. ¿Cómo eres capaz de coexistir tan fácilmente con ellos en el mismo lugar, capaz de simplemente aceptar cómo te menosprecian y se burlan de ti?
—Viene con ser un discípulo, supongo. La humildad es parte del curso, por lo que creo que el padre Michel insistió en que me inscribiese como embajador en lugar de alumnus.
—No hubieras querido ser un alumnus de todos modos, ¿verdad? —dijo, señalando el ojo derecho de Clément.
Se tomó un momento para poner una mano sobre esa pupila oscurecida, reflexionando sobre su terror nocturno de esta mañana.
—Palabras más verdaderas jamás se han dicho.
—No te culpo. Todavía es tan surrealista pensar que fue hace sólo un año que el Padre Michel te trajo aquí; pero creo que te has adaptado bastante bien a todo, ¿no? Aun así, sólo desearía que viniera alguien que pudiera darles una buena paliza a esas otras facciones. ¿Sabes lo que estoy diciendo?
—¿Alguien de las academias?
—No, ellos no. Sin ofenderte, Clément; pero esos muchachos de la academia no están hechos pa’ na’, ¿sabes? Son todos snobs que creen que han ganado mucho en la vida sólo porque mamá y papá pagaron para que aprendieran a brincar con una espada y un escudo en la mano. Hablan mucho, pero hablar no vale nada.
—Ya veo. Entonces, ¿quién querría que nos redimiese?
El Sr. Dubois miró hacia el cielo, un destello brillante de alegría y esperanza brillando en sus ojos.
—Como de las historias de antaño.
—¿Cómo dijo?
—Conoces el tipo, Cœurbon, conoces el tipo. Estoy hablando del tipo de muchachos sobre los que leerías todo el tiempo en los cuentos antiguos. Gente humilde de aldeas pequeñas e insignificantes. Del tipo que sigue en lo suyo, sin hacerle nada a nadie, siendo pisoteado y empujado por todos los demás, hasta que un día: ¡bam! ¡Resulta que es el elegido! ¡Resulta que es el que ha sido llamado por el destino para salvar el día y liberar a la gente! ¡Y lo hace! ¡Derrota a los opresores y se burla de esos ricos engreídos y pretenciosos en sus estúpidas caras! ¡Ese es el tipo de persona que necesitamos, amigo! ¡Alguien que pudiera sacudir toda esta tontería del statu quo hasta la médula, voltear la mesa y poner el puto mundo entero patas arriba!
Con la sangre acelerada y el cabello erizado, volvió a mirar a Clément y lo encontró mirándolo con una mirada sorprendida y una amplia sonrisa.
—Estás riéndote de mí, ¿no cierto?
—¿Cómo? No, no. Yo jamás.
—Sí lo estás, Cœurbon, no me mientas. Todos lo hacen.
—Entonces qué bueno que no sea “todos”, ¿eh?
—¿Crees que sueño demasiado en grande?
—Vale más soñar demasiado en grande que no soñar del todo.
—¡Ja, ja! ¿Ves? Por eso me agradas, Cœurbon. Sin embargo, tal vez esté loco después de todo. Tal vez debería aceptar las cosas como son. En el mejor de los casos, tal vez mi héroe sólo exista en mis grandes sueños.
—Bueno, no diría todo eso.
—¿Ah?
—La Soleille es una gran ciudad. Lérèves, un reino aún más grande. Y el mundo más allá, incluso más grande que eso. ¿Quién sabe verdaderamente? Tal vez su héroe realmente esté por allí en alguna parte. Quizá ya esté aquí entre nosotros; mirando el mundo; esperando para contestar la llamada; esperando su momento hasta que el destino lo haga salir.
—¿Tú crees?
—Con todo mi corazón, Sr. Dubois. Como ya he dicho: el mundo es enorme; expansivo; infinito en todas sus posibilidades; y no sabemos siempre qué sorpresas nos aguardan.
—Mmm. Supongo que tienes razón, muchacho. Supongo que tienes razón. Siempre me gusta charlar alguito contigo. Hace que el tiempo pase más rápido. A propósito: ahora estamos llegando a la Academia Mixta de La Soleille. Revise su entorno antes de salir del vehículo para asegurarse de que no se dejen pertenencias personales. Muchas gracias por elegir Transportes Dubois. Se les desea una agradable estancia.
Clément no pudo evitar reírse cuando el Sr. Dubois le dio su mejor despedida de auxiliar y, siguiendo su recomendación, se aseguró de no dejar nada atrás mientras caminaba hacia las puertas sagradas de la estimada institución.
Las puertas tenían al menos cuatro metros de alto y siete de ancho, forjadas en plata brillante como para emular las mismas puertas de ese paraíso celestial reservado sólo para las personas más piadosas. Sin embargo, lo que llamaba la atención no eran las puertas ni el sacrosanto lugar al que aludían, sino lo que había más allá de ellas. En el otro lado, en el patio de la academia, se encontraban las estatuas de los tres mejores alumnos de la escuela: Reinhardt von Eisenzähnen con sus colmillos ferrosos y garras enormes, el desgarrador heraldo del incesante derramamiento de sangre a los místicos que provocaron los voraces gritos de carnicería y brutalidad desde dentro de los corazones de los espectadores cuando tenían lugar sus temibles danzas; Cynthia Flameheart, la guerrera ángel de la leyenda cuyas poderosas alas podían convertir el aire alrededor de su persona en fuego y brasas brillantes con nada más que un movimiento rápido y para quien los coros angélicos de sus hermanas cantaron canciones de guerra y santa victoria; y, por último, Sébastien du Léviathan, con su ondulado cabello color zafiro y su impresionante estatura, su escudo masivo y su lanzasatán que atravesó las costillas de miles, un demonio tan hermoso como letal para todos y cada uno de los enemigos con los que se cruzaba. Sin embargo, incluso más allá de estos, de pie bajo un arco humilde en la parte trasera, confinado a una pequeña caja, estaba la estatua del fundador de la academia y santo patrón de La Soleille, el mismo santo patrón de cuyo monasterio Clément había salido hacía sólo unos minutos. unos momentos antes: Saint Guillaume le Paisible.
A los pies de los tres guerreros, muchos alumni y fanáticos habían depositado obsequios ante sus monumentos de mármol, cada uno relacionado con las costumbres y normas de sus facciones. Halos hilados en el oro más puro para la bella Lady Flameheart, los colmillos de camaradas caídos en el pedestal del férreo Reinhardt, las mejores joyas y perfumes por todo Sébastien; pero parecía que no había ofrenda de recuerdo alguna para el humilde y pequeño Guillaume. Nada había en el pedestal de su memorial excepto el aire vacío y la atmósfera hueca de una larga y odiada racha de derrotas y humillaciones. ¿Había abandonado su espíritu a su pueblo? ¿Estaba ahora el santo condenado a que su nombre se pudriera en un olvido frío e implacable? Sin embargo, sintiendo un peso de lástima creciendo en su propio corazón, Clément miró el rostro de mármol del mortal y habló con nada menos que el viento alrededor para ser su audiencia.
—Vuestro pueblo clama por un libertador, Guillaume. Sus corazones están muy turbados y han endurecídose como piedras con el peso de vuestra muerte. No obstante, es justo que encuentres ahora un respiro entre la compañía del Altísimo y sus santos; pero por favor acordaos de nosotros desde lo alto de vuestra posición en los cielos, para orar por nosotros y guardarnos, para que se nos conceda la paz y para que los hombres se ahorren destinos tan espantosos y violentos como fue el vuestro. Siempre fue vuestro solemne deseo que forjásemos un futuro libre de nuestra propia sangre derramada y mirásemos hacia adelante en amor y fraternidad. Oh, buen Guillaume, plázcale al Señor ver vuestro sueño encarnado en nuestro mundo, para que nos unamos en la santidad de nuestro Padre Único y Común.
—A ver, ¿de dónde habrá salido el poeta señorial? —dijo una voz a su lado. De hecho, ella no era ninguna estatua, pero se le habría perdonado a todos y cada uno de los hombres pensar que primero fue forjada en mármol u oro antes que en carne. Era una cabeza más alta que Clément, cabello carmesí fluyendo como una cascada viviente a su alrededor, pero sus ojos eran tan verdes como prados vibrantes, y en su rostro lucía una sonrisa para deslumbrar incluso al más feroz de los monstruos. Una belleza como la de ella nunca era algo concedido a la especie humana. No, el suyo era un linaje superior; y la suya era una historia más personal.
—Buenos días, Dominique.
—Buenos días, buen discípulo. ¿Os encontráis bien? —preguntó ella, riéndose de él—. Espero que no te ofendas por mis bromas, Clémecito. Todavía me gusta mucho tu forma de hablar, después de todo. Sin mencionar que es un espectáculo muy poco común ver a alguien, incluso a un ser humano, rezando al pie de este pequeño.
—No me ofendo. Le agradezco sus amables palabras.
—Siempre es un placer dar crédito cuando se merece. Y a juzgar por tu apariencia, acabas de llegar del monasterio, ¿no?
—Así es.
—Si no te molesta mi pregunta, ¿cómo te sientes acerca de la selección de esta tarde?
—Nuestra fe descansa en las almas. Además, no es mi lugar, ni como embajador ni como discípulo, tener una opinión sobre tal evento.
Ante esto, sólo pudo dejar escapar su risa juguetona.
—No es de extrañar que los demás te llamen “Cœurbon”. Apropiado, por decir lo menos. Y un embajador nada menos. Supongo que de todas las personas que deberían buscar establecer una conexión feliz entre las facciones, un discípulo sería el más adecuado para la tarea; pero, sin embargo, cuestiono las posibilidades de éxito de su misión. Después de todo, ambos somos muy conscientes del hecho de que no nos hemos llevado bien desde el día en que nuestros mundos se cruzaron.
—Sin embargo, hemos hecho grandes avances, ¿no es así? Si esto fuese en otro momento, otro día, bajo un cielo diferente y un sol diferente, una conversación como esta nunca tendría lugar. En esto, damos testimonio de nuestro progreso.
—Supongo que es una evaluación justa. Pero a menudo me pregunto qué fuerzas impulsan dicho progreso.
—¿Qué está diciendo?
Otra risa escapó de sus labios mientras daba un paso más cerca a Clément.
—Estoy diciendo que los hechos hablan por sí mismos, ¿no? Sabiendo que la victoria está total y absolutamente fuera de su alcance, lo único que les queda por hacer es arrodillarse y orar desde el fondo de sus corazones para que las facciones puedan algún día aprender a vivir en paz antes de que la suya sea exterminada. Es un espectáculo bastante triste de ver, debo confesarlo. Ver cómo el impulso y la tenacidad de la humanidad son arrancados de su propio pecho y arrojados al borde del camino.
Dirigió sus ojos hacia los monumentos conmemorativos de los tres guerreros.
—Lo que les falta no es el alma adecuada para elegir a la persona adecuada. No, lo que les falta es alguien decidido a ser el héroe con el impulso, la tenacidad, la pura voluntad de tomar lo que este mundo no está dispuesto a darles. Necesitan un mesías propio. Los místicos tienen a Reinhardt, los ángeles: Lady Cynthia, y nosotros los demonios: mi bisabuelo Sébastien; ¿mas ustedes? Todo lo que tienen es un pequeño y lamentable mártir parado cansadamente en una caja sin marcar, olvidado por el tiempo y quien nunca será recordado, ni siquiera entre los de su propia especie a pesar de su sacrificio. Es un espectáculo triste de ver, ¿sabes? Pensar que su vida y ministerio ahora han de ser recibidos con desdén por todos salvo por unos pocos elegidos que todavía se aferran a él. En cuanto al resto de ustedes, Dios sabe que no hay nada más patético que un perro cuyo desafío se le ha sacado a golpes.
Sus ojos viajaron desde su rostro hasta el piso vacío del pedestal de Guillaume.
—El desafío, tal vez. Pero aún no la esperanza--no, lo que late en el pecho de mi pueblo no puede llamarse “esperanza”. Mi pueblo se aferra firmemente a su rencor, a la posibilidad de que la gloria y el gobierno vuelvan a ser nuestros. Sin embargo, si tal cosa, nacida de un tan cruel sentimiento, se cumpliese y nos encontrásemos de nuevo en el trono, pediría que pusiésemos fin a nuestras disputas. Después de todo, si en verdad somos todos obra de ese mismo Dios amoroso y bondadoso, me parecería justo que nos esforzásemos por una cohabitación pacífica como nunca la hemos conocido.
—Obra del mismo Dios, sí; pero me temo que te equivocas si crees que es amoroso o bondadoso. Mientras exista determinación, habrá guerra. Mientras dos bandos quieran lo mismo por razones diferentes, habrá batalla y sangre; pero esto, Clément, no es ni malo ni pecaminoso. Es simplemente la forma en que son las cosas, la naturaleza de nuestras propias existencias; y cuanto antes lo acepten ustedes, antes podrán empezar a recuperar lo que les pertenece.
En cierto modo, tuvo que admitir dolorosamente que ella tenía algo de razón. Confiar tanto en las selecciones era una tontería. Si un alma buena nunca iba a elegir a uno de ellos, entonces mejor sería compensar en otra área. Era más lógico de esa manera. Pero, oh, cómo se nos escapa la lógica cuando tenemos la espalda contra la pared.
—En cierto modo, comprendo su punto de vista.
—Por supuesto que s--
—No obstante, sea la guerra simplemente naturaleza nuestra o nuestra respuesta a la naturaleza misma, es un asunto completamente distinto. Pues ciertamente le diré esto, Dominique: si a golpes el desafío puede sacarse de un perro, a golpes también puede sacarse de una miríada de otras cosas; y a pesar de todo su tamaño y grandeza, el legado de esos guerreros--incluso el de su mismísimo antepasado, quien se para más alto y orgulloso que cualquiera de ellos--está también relegado a nada más que una estatua. Eventualmente, su juventud abandonolos, sus huesos volviéronse quebradizos, su carne envejeció, e incluso su desafío sacose de ellos. Este destino compartímoslo todos: que la muerte no respeta ni al diablo, ni al ángel, ni al místico, ni al hombre. Ya sea concebido en carne débil y condenada a decaer con el tiempo o en elementos superiores que nosotros, los hombres mortales, no somos aptos de descifrar ni comprender, ha demostrádose que esto es cierto: que la tumba lo consume todo hasta la perfección sin prejuicios, preferencias, pompa, ni predilección.
Ahora era ella mirándolo a los ojos a él, su mirada vuelta de acero como si sus pupilas estuvieran mirando algo detrás de la estatua del pequeño Guillaume.
—Supongo que estaré de acuerdo contigo en eso. Aunque seamos seres superiores, supongo que es sólo una justa observación decir que todos morimos de la misma manera. Mas —intervino ella, levantando un dedo y rompiendo su mirada para que él la mirara—, el contexto lo es todo, ¿no es así? Algunos de nosotros morimos noblemente, idealistamente, en esplendor y hermosa gloria —le dijo, volviéndose hacia la estatua de su bisabuelo—. Y otros morimos tristes, con las rodillas dobladas, lágrimas en los ojos, miedo en la voz y las manos sobre el corazón —agregó, ahora señalando a Saint Guillaume—. Y si me lo preguntas, eso hace toda la diferencia. Sin embargo, si aún no estás de acuerdo conmigo, te preguntaré esto: si fueras tú un alumno en lugar de ser un embajador, si fueras tú quien estuviera en la arena con tu vida en juego y supieras que estabas más allá de toda esperanza, ¿saldrías luchando hasta tu último aliento, negándote a rendirte hasta que la vida te fuera arrancada desde adentro, o te resignarías al sepulcro y morirías en paz?
—...
Se rio entre dientes ante su respuesta sin palabras.
—No es necesario que me respondas ahora, por supuesto, ni nunca, de hecho. Después de todo, a menos que pudieras probarlo en el campo de batalla, cualquier respuesta que me dieras sería, en el mejor de los casos, una suposición esperanzadora--o supongo que en el caso tuyo: rencorosa--, ¿no es así?
Volvió a pensar en el sueño que había tenido esa misma mañana. Pero no, esa vida había quedado atrás ahora. Y nunca volvería a--
DONG, DONG, DONG
--la campana sonó tres veces.
—Tres veces. Es para ti —respondió ella, mirando a Clément.
—Sí, es para mí.
—Qué lástima, y la conversación estaba poniéndose buena.