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Invasión

Han pasado siete meses desde el inicio de aquella guerra que ha cobrado millas de almas y ha afectado a millones más. Todo comenzó cuando una raza desconocida, al otro lado del gran vacío, se negó a unirse a nuestro imperio. Fue una sola decisión de nuestra raza patriarca la que desencadenó el conflicto: “Avancen”.

Descubrimos cómo viajar tres veces más rápido que la luz y, con ello, logramos atravesar el gran vacío. En nuestro trayecto, vimos algunas de nuestras naves que habían intentado cruzarlo antes. Al llegar al otro lado, encontramos un planeta cubierto de estepas, bosques y glaciares, todo bajo una densa capa de nieve. Intentamos integrarlo pacíficamente al imperio mediante el diálogo, pero si esto no era posible, la guerra sería nuestra última opción.

Subestimamos a esa civilización. Pensamos que era primitiva, pues no vimos naves espaciales en su órbita. Grave error.

Mientras tanto, en los pasillos de la nave insignia Gloria Crear, todo parecía sacado de un palacio real. Adornados con pinturas y esculturas de los Zyrkalians, los mejores artesanos del imperio, contrastaban con el verdadero propósito de la nave: la guerra. En la cámara de mando, se encontró al almirante junto a los representantes de las castas diplomáticas y de operadores.

—Es claramente una civilización primitiva que, de alguna manera, sobrevive en temperaturas extremas —afirmó el almirante Gar'ol con un porte orgulloso, erguido lo más alto posible mientras cruzaba sus cuatro brazos en un gesto solemne. Sus palabras no eran vacías, pues había liderado diez campañas de anexión y su confianza era absoluta.

El cabo Ju'rkal, aún joven y disciplinado, revisaba los análisis del planeta con cautela.

—Señor, no deberíamos subestimarlos. Sin embargo, será una gran adición al imperio interestelar —dijo con seriedad. A sus veintiocho ciclos estelares, aún seguía los manuales al pie de la letra.

El almirante, ignorando la advertencia, ordenó con firmeza:

—¡Que los diplomáticos se preparen… y que los soldados hagan lo mismo! —su mirada se dirigió hacia el general de guerra y el alto diplomático. A pesar de sus diferencias raciales, ambos se consideraban hermanos imperiales tras haber participado en más de cien campañas de anexión.

Desde la órbita, el planeta parecía una vasta bola de nieve. Apenas se distinguían asentamientos y los oficiales asumieron que se trataba de simples pueblos rurales. Ya planeaban a qué castas incorporarlos: tal vez guerreros, trabajadores o mineros.

Lo que no esperaban era recibir una transmisión. Para ellos, era impensable que un planeta primitivo pudiera responder de esa manera.

En la pantalla apareció la figura de un hombre vestido con lo que parecía un abrigo. En su pecho colgaban medallas decorativas y en su cabeza llevaba un gorro con el símbolo de lo que parecía un ave. Detrás de él, el fondo mostró un entorno más avanzado de lo que la vista orbital del planeta sugería.

—Están en territorio de las Naciones Solares Terranas Unidas. Les ordeno que expliquen su arrepentida aparición y lo que buscan —dijo con una voz firme, su rostro reflejando una autoridad incuestionable.

El almirante, creyendo que esta era su oportunidad, río con confianza. Su expresión denotaba orgullo mientras respondía con voz autoritaria:

—Queremos que tu planeta se una a nosotros. Les daremos una buena vida y los ayudaremos a avanzar —al decir esto, el almirante Gar'ol levantó uno de sus brazos, apuntando con un dedo acusador hacia la pantalla. Su tono era condescendiente—. Solicitamos que nos dejen aterrizar para poder hablar sobre su anexión al imperio interestelar.

En la sala de mando, todos esperaban que la respuesta fuera inmediata, una rendición sin resistencia. Sin embargo, la criatura en la pantalla tardó unos minutos en responder, como si discutiera con sus consejeros imperiales… o al menos eso pensaban.

Cuando finalmente habló, su voz era aún más firme que antes.

—Solicitud denegada. Vuelvo a repetir, están en territorio de las Naciones Solares Terranas. Se les solicita que se retiren del espacio aéreo de inmediato.

El tono del hombre era más seco, su mirada aún más severa. Luego, con una expresión de enojo que se notaba incluso a pesar de las diferencias raciales, agregó con énfasis:

—Si aterrizan, serán considerados invasores y se tomarán represalias inmediatamente.

El almirante apretó los dientes, su rostro enrojeciendo de ira. Golpeó la consola con uno de sus puños y gritó en la sala:

—¡Que los soldados se preparan y se agrupan en las naves de desembarco! —se giró de nuevo hacia la pantalla, dirigiendo una mirada desafiante al hombre que los confrontaba—. Ustedes lo quisieron así. Se unirán, ya sea por la diplomacia o por la fuerza. Parece que no tienen una capacidad militar estable…

Su voz rebosaba seguridad, pero en su interior, la emoción de la batalla lo consumía. Hacía años que no se dirigía a un combate, y la idea de conquistar una nueva civilización lo extasiaba. Lo único que quería ahora era ver qué tenían para ofrecer esos que se hacían llamar Naciones Solares Terranas —¿Qué harán? No parecen tener un ejército digno de mención —dijo mientras alzaba un brazo y reía con carcajadas claras.

—Serán considerado un enemigo e invasor… Se les dio aviso, se tomarán represalias.

Con este aviso, aquella criatura desapareció de los transmisores de la nave insignia. Aunque parecía más una nave de exhibición, seguía siendo imponente, pues medía más de diez kilómetros de largo y tres de ancho. De las compuertas inferiores comenzaron a descender cincuenta naves más pequeñas, todas con un destino claro: la superficie del planeta.

Mientras tanto, en los cuarteles terranos, la actividad era un hervidero. Las computadoras enviaban mensajes a planetas cercanos solicitando refuerzos, mientras que el jefe de guerra de Sixsus-Prime murmuraba para sí más que para los demás:

—Tres meses en el mando… y ya debo defender el planeta de una invasión alienígena —se talló los ojos con frustración.

Las alarmas resonaban en todo el complejo. El jefe de guerra ajustó su abrigo con manos temblorosas. Apenas tenía tres meses liderando la defensa y ya enfrentaba una amenaza que ponía en peligro a millones.

—¡Contacten con los planetas cercanos! ¿Han recibido respuesta de Titán-Seis? —preguntó, dirigiendo su mirada a un comunicador.

—Nos informan que tardarán cinco horas en llegar, señor —respondió el oficial con rostro preocupado, consciente de que cinco horas podían ser la diferencia entre la victoria y la derrota.

—¡Mierda! —exclamó el jefe de guerra—. ¿Y los refuerzos solares y de Victus?

Otro comunicador respondió apresuradamente:

—Señor, los refuerzos fueron aprobados. Llegarán en seis horas. Usarán naves supersónicas, pero aún así, tardarán seis horas en arriba.

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El jefe de guerra apretó los dientes. Sabía que era demasiado tiempo. Había hablado con el gobernador planetario mucho antes de que la nave alienígena entablara contacto, y habían tomado una decisión: reforzar las defensas terrestres en todo el planeta y evacuar a los civiles a los refugios subterráneos.

En una tundra inhóspita, en las coordenadas predichas por los comunicadores de la sala del jefe de guerra, se desplegaron diez divisiones de soldados invernales, junto con una compañía de caballería blindada y otras unidades, sumando un total de cien mil soldados.

Cuando cayeron las primeras naves de desembarco, se estacionaron sobre lo que parecía ser un lago congelado. Frente a ellas, el terreno se alzaba en forma de una colina nevada. Los soldados del Imperio, en su mayoría Velothians, Drayvarks y Kaelorins —las castas guerreras principales— avanzaban con confianza. Aunque no llevaban abrigos visibles, sus armaduras poseían sistemas de calefacción integrados, lo que les permitía soportar las temperaturas extremas de la zona.

Los sensores de los imperiales solo detectaban débiles señales de calor humano, lo que reforzaba su sensación de superioridad. Sin embargo, los humanos habían establecido nidos de ametralladoras en la colina, cubiertos con capas de nieve y camuflaje blanco para fundirse con el entorno. Cuando los invasores se acercaron, un oficial terrano alzó su mano y, con un movimiento brusco, la bajó mientras gritaba:

—¡Fuego!

Una lluvia de proyectos cinéticos y de plasma cayó sobre los imperiales. El primer disparo atravesó la armadura de un Velothiano, haciendo caer pesadamente sobre el hielo. En ese instante, la arrogancia de los invasores desapareció.

—¡Nos emboscaron! ¡Posiciones cubanas! —gritó un comandante imperial, mientras sus tropas intentaban reorganizarse bajo el torrente de fuego enemigo.

Cuando finalmente lograron cobertura cerca de las posiciones humanas, ya habían perdido más de dos mil soldados.

—¡¡¡Avancen… ellos están arriba, mátenlos a todos!!! —rugió el comandante, señalando hacia una trinchera donde vio asomarse a un soldado humano. Disparó, derribándolo al instante.

Algunos imperiales lograron acercarse lo suficiente para lanzar granadas Jur'kal contra los búnkeres terranos. Estas granadas, antes de explotar, emitían un destello cegador y un sonido ensordecedor que aturdía a quienes estaban cerca. Tras la detonación, los primeros búnkeres humanos fueron destruidos.

Mientras un grupo de imperiales avanzaba entre los restos de la batalla, de un rincón emergió un soldado humano con un tanque en la espalda. Sostenía un cable y un tubo en sus manos. Al verlo, algunos alienígenas se quedaron paralizados, sin comprender de inmediato qué hacía.

El humano apuntó y activó su arma.

Un chorro de combustible salió disparado y, pocos segundos después, una llamada lo encendió. Una ola de fuego se expande en todas direcciones, envolviendo a los soldados imperiales atrapados en su camino. Al principio, las armaduras de los guerreros imperiales resistieron el calor gracias a sus sistemas de regulación térmica. Sin embargo, la exposición prolongada a temperaturas extremas superó su límite. Las placas comenzaron a retirarse, dejando la carne expuesta a las llamas. Los gritos de agonía resonaron en la tundra mientras los soldados, desesperados, intentaban rodar sobre la nieve para apagar el fuego adherido a sus cuerpos.

Un imperial logró reaccionar y disparar contra el humano. El proyecto láser impactó en el tanque de combustible, provocando una explosión masiva que incineró a más soldados. Los que avanzaban detrás observaron, horrorizados, cómo sus camaradas eran reducidas a cenizas.

Algunos imperiales, conmocionados, miraban los cuerpos carbonizados de sus compañeros. Otros, con una mezcla de ira y pavor, contemplaban la resistencia feroz de los terranos, que, aunque habían perdido a cincuenta soldados, ya habían logrado eliminar a más de dos mil ciento cincuenta imperiales. En ese momento, quedó claro para los invasores: los humanos no eran una civilización primitiva, y esta batalla sería más costosa de lo que habían imaginado.

Cuando la primera línea de defensa terrana colapsó, los soldados humanos restantes emergieron de las trincheras. Algunas cargaban granadas, lanzándose directamente contra los imperiales en actos suicidas que arrastraban consigo a varios enemigos. Otros, en cambio, optaron por rendirse.

—¡Nos rendimos! ¡No dispares! ¡Nos rendimos! —gritaban algunos terranos, alzando las manos en señal de sumisión.

Mientras tanto, los comandantes imperiales ingresaban a un búnker intacto, comenzando a contar bajas y evaluar el equipo recuperado. Otras naves de desembarco llegaban con refuerzos, suministros y médicos para atender a los heridos.

Los Drayvarks, conocidos por su habilidad para erigir defensas rápidamente, trabajaron en silencio. Su fuerza y agilidad les permitió excavar trincheras y construir búnkeres subterráneos en menos de dos horas. Una vez finalizada la estructura defensiva, los humanos capturados fueron llevados ante los oficiales imperiales.

Uno de los comandantes se acercó a un prisionero terrano y, con un gesto de exasperación, le dijo:

—¡Entiende… la única solución para ti es unirte a nosotros! —Su rostro reflejaba el agobio de la resistencia humana—. ¿Acaso quieres seguir en una vida de guerras? Si te unes a nuestro Imperio, tendrás un motivo para vivir. Tu raza primitiva no tiene competencia contra nuestra maquinaria…

Mientras el humano se quedó callado, mirándolo fijamente, la decisión del almirante en tierra fue clara: debían llevar a una nave de reeducación y enviarlo de regreso a territorio imperial para adoctrinarlo.

Los prisioneros humanos fueron escoltados hacia la nave, resistiéndose con fuerza, pues no querían ser llevados a un lugar desconocido. Sin embargo, antes de que pudieran abordar, la nave explotó de manera violenta. Un tanque ligero Aegis MK, en su versión de orugas y con un camuflaje blanco perfecto para el terreno nevado, apareció en el horizonte. Su imponente figura contrastaba con la calma de la tundra. Desde su cañón, un proyectil HEAT salió disparado en línea recta, impactando la nave imperial y destrozándola en una explosión que resonó por todo el campo de batalla.

Cuando la nave cayó envuelta en llamas y los imperiales lograron visualizar al atacante, el tanque ya estaba apuntando su cañón hacia un grupo de soldados. Con un rugido ensordecedor, disparó otro proyecto, esta vez de tipo Flechette. La munición se fragmentó en cientos de dardos metálicos, cayendo como una lluvia mortal sobre los soldados imperiales, perforando sus armaduras con precisión letal. En cuestión de segundos, el suelo se cubrió de cuerpos y los gritos de agonía llenaron el aire.

Un soldado imperial, armado con un lanzador antitanque Thar'Khan, disparó un proyecto de destrucción molecular contra la máquina enemiga. Sin embargo, el impacto no provocó ningún daño visible. La bestia metálica permaneció intacta. Antes de que el soldado pudiera reaccionar, una compuerta en la torreta del tanque se abrió y de ella emergió un humano, quien comenzó a abrir fuego con una ametralladora pesada Brown .50 KAL. La ráfaga de disparos de plasma alcanzó de lleno al soldado imperial, derribándolo antes de que pudiera volver a cargar su arma.

Desde otro flanco, un grupo de seis soldados imperiales, todos equipados con la misma arma antitanque, apuntaron al tanque y dispararon al unísono. Esta vez, el daño fue significativo, pero insuficiente para destruirlo. El cañón de la máquina de guerra giró con precisión mortal hacia la posición del escuadrón atacante.

—¡¡¡DISPARA!!! —gritó un oficial imperial con desesperación, mientras el pánico se apoderaba de sus compañeros—. ¡¡¡AL SUELO... CÚBRANSE!!!

Pero ya era demasiado tarde.

Del cañón del Aegis MK surgió otro proyectil HEAT, que atravesó el aire con velocidad letal. Al impactar, la explosión fue devastadora, haciendo temblar el suelo y pulverizando la posición imperial. Escombros, armaduras destrozadas y restos de cuerpos salieron disparados en todas direcciones. El estruendo ensordecedor se mezcló con los gritos agonizantes de los sobrevivientes, mientras una densa nube de humo envolvía el área, ocultando la carnicería momentáneamente.

Entre los soldados que observaron la escena estaba Kruska, un cabo de la raza Velothian. Al presenciar la explosión, un terror profundo se apoderó de él. Su piel, normalmente de un morado intenso, se tornó de un violeta pálido, reflejando el miedo que lo invadía. Aunque su armadura debía protegerlo, sintió que no era más que papel frente a esa máquina de destrucción.

De repente, un proyecto de gran tamaño voló hacia el tanque. Era un arma de asalto, diseñada para destruir fortalezas, un armamento que jamás imaginó ver utilizado contra un solo vehículo. El impacto fue directo, y por un momento, los imperiales pensaron que finalmente habían logrado detener a la bestia. Pero la máquina no explotó. En lugar de eso, empezó a arder en llamas.

Los tripulantes del tanque salieron apresurados, tratando de escapar de la trampa de fuego. Antes de que pudieran reaccionar, un soldado imperial abrió fuego con su fusil de asalto Koma, derribándolos uno a uno. Kruska observará con una mezcla de horror y alivio cómo los humanos caían sin vida en la nieve.

El silencio se apoderó del campo de batalla. Solo el crepitar de las llamas y los gemidos de los heridos rompían la quietud.

La batalla, si es que podía llamarse así, dejó una lección clara: los humanos no eran primitivos. Un grupo de técnicos imperiales llegó al lugar para remover los restos del tanque y analizarlo. Si pudieran adaptarlo a su propia tecnología, tal vez desarrollarían una manera de contrarrestar estas máquinas infernales.

Sin embargo, la peor marca que dejó aquel enfrentamiento no fue material, sino psicológico. Los imperiales, que antes pensaban que la conquista de aquel planeta no tomaría más de tres horas, ahora comprendían que estaban atrapados en un conflicto mucho más feroz de lo que habían anticipado. Su idea de regresar gloriosamente a las naves de desembarco, llevando consigo a los prisioneros humanos y esperando la llegada de diplomáticos para formalizar la anexión, se desmoronó en cuestión de minutos.

Los humanos capturados eran tratados como simples recursos. Algunos aceptaban su destino sin resistencia, mientras que otros luchaban con uñas y dientes. En sus ojos se reflejaba odio, desesperación, pero también determinación. Algunos prisioneros fueron sometidos a tortura psicológica: privación de comida, aislamiento, amenazas. Otros serán trasladados a través del Gran Vacío, llevados a los mundos imperiales donde serán reeducados y asignados a nuevos roles en la sociedad imperial.

Pero la guerra apenas comenzaba.

Y la chispa de la rebelión seguía ardiendo en el corazón de los humanos.

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