En lo alto de un escarpado risco y con un crepitar que hizo estremecerse a desgana a la fábrica de la que estaba tejido el Universo mismo, las Torres Cantarinas de Dhun, erigidas en veneración a la primera falsa Deidad que había visitado aquella tierra lo que ya se le antojaban eones atrás, se vieron engullidas por el error más grande que la humanidad había cometido jamás.
Notas agudas siguieron a un horrible chirrido contenido en un mudo lamento que agravió la acongojante miríada de sonidos rompiéndose unos a otros; el golpe de una roca contra otra tras milenios manteniéndose ambas en su lugar, la gravilla saltando en el suelo desgarrado debido a los temblores que se sucedían de dentro a fuera. Incluso la luz, menguante a causa de los segundos cortafuegos cayendo uno tras otro en espeluznantes estallidos al haber fallado los primeros, parecía emitir una débil nota muy grave al tiempo que su tonalidad cambiaba por algo parecido al color de un lienzo secado bajo un sol más joven que el que estaba muriendo a lo alto.
Pero había otro sonido detrás de todos. Otro sonido que luchaba por sobreponerse al resto. Una voz. Una voz que luchaba con rebeldía por hacerse oír sobre el lastimero lamento que esgrimía el propio Universo en un último intento por mantenerse íntegro; por no desmenuzarse en un silencioso Big Bang que los tiraría a todos al final. O al principio. Al principio de una nueva historia. De un nuevo Universo. De un nuevo Universo con sus nuevas reglas y excéntricas curiosidades.
Unauthorized duplication: this narrative has been taken without consent. Report sightings.
Jorehin, enfundado en una toga que pesaba incontables veces menos que su habitual cota de malla, desvió un poco la mirada de lo que tenía delante y la fijó en lo que sucedía detrás suyo. Todavía no podía creerlo. Tras tantos años. Tras tantos planes. Tras tantos amigos perdidos por el camino.
Lo habían logrado.
La Sacerdotisa de Sol’, sus dos Doncellas y él mismo, en el papel de Guardián de la propia Sacerdotisa, habían llegado al final de su peregrinaje. El vestido blanco de Kamae destacaba sobremanera al lado de los de sus doncellas, negros como el cielo que se cernía sobre sus cabezas, exento de estrellas desde que el largo y temido acontecimiento vaticinado como El Desgarro había dado comienzo.
Kamae lo miró un momento a los ojos, y tras llevarse una mano a la boca y hacer un gesto con el dedo anular y el índiceS de la mano que no apoyaba sobre el trozo de tela que le cubría el rostro de la nariz al mentón, dirigió de nuevo su mirada hacia aquello que más que un cielo, semejaba más un globo fofo en su punto máximo de aguante.
Habían logrado llegar al final de su viaje, sí. Pero llegaban tarde.
Todo el grupo contuvo un grito que hubiese resultado fatal en aquel lugar, cuando, profiriendo un estridente grito parecido al que haría una media al ser rasgada usando un trozo de madera astillada, una parte del cielo se abrió a una velocidad errática sobre sus cabezas, dejando caer grandes volutas oscuras que se disolvían a los instantes de nacer. Más sonidos emergieron de aquella fisura, de aquella raja en la Fábrica de realidades, en el eterno tejer que se encargaba de la creación de toda materia habida y por haber.
Y si no ellos hacían su trabajo, pronto no habría nada que hacer.