Las nubes de tormenta se arremolinaron sobre los campos que los rodeaban.
Se pronosticaba una de las tempestades comunes en aquellas tierras, que quemaría el cuerpo de las personas si no se resguardaban en seguridad, una lluvia que hervía en los cielos, y nutría con desprecio los campos de Serranía. Luego, más tarde en el día, esa misma agua se enfriaría tanto como para congelar a hombres, animales y ánimas en pena.
Pero en ese momento, los vientos de lluvia le calentaban el rostro y movían sus mechones de pelo con brusquedad, de un lado para otro. Tras haber estado arrodillado en la dura piedra de la tarima, sus piernas le sangraban con ardor, a pesar de estar dormidas por la falta de circulación en sus venas. Sin embargo, el miedo a lo que le harían lograba calmar el dolor de su cuerpo, y el nerviosismo le enfriaba, y hacía temblar y sudar. No atrevía a levantar su cabeza, pues los guardias que lo resguardaban, junto a otros condenados que lo acompañaban, no reconocerían las facciones de dolor de su rostro, dadas las deformaciones provocadas por los golpes que había recibido.
Aún pensaba como lo matarían, tal vez le cortarían la cabeza, tal vez lo bañarían en vísceras de animales para luego arrojarlo a los cerdos, o lo dejarían en la lluvia, hasta que secara algunos días después. Agradecía que el período de tortura hubiera terminado, pues su sufrimiento se extendería unas cuantas horas más, o un poco menos.
A sus espaldas, una orden se escuchó tras el casco de un guardia: ¡Saluden al duque Antonio del Camposanto, señor de Serranía!, acompañando del golpe del metal de armaduras y armas. Esas palabras lo condenaron. Inconscientemente supo que el castigo que recibiría no sería tan piadoso como esperaba.
Unos pasos se le acercaron con rapidez, y tensó su cuerpo para prepararse ante un golpe, o la muerte, hasta que pudo percibir una sombra frente a él. Lentamente subió su cabeza, y su rostro se fijó en la figura que tenía delante. Inmediatamente notó los vestidos abrigadores que caían con sus colores rojizos elegantemente a los lados de un cuerpo fornido, y recubiertos con una cota de malla plateada. Al mirar los rasgos del rostro que tenía delante: la mandíbula fuerte, la piel bronceada, los ojos castaños, y los cabellos cuidadosamente cortados, envueltos en una capucha de piel, se intimidó sin que ni siquiera dijera nada, y agachó su cabeza una vez más, sintiendo asco de su apariencia.
El duque suspiro con calma, y aclaró su garganta mientras le daba una rápida mirada a los demás condenados. Todos, incluidos los guardias, permanecieron en silencio hasta que el Duque hablara, mientras sentía como su corazón subía hasta su garganta, y bajaba a su entrepierna.
--Mi duque, --dijo un guardia que había corrido a su lado--. La tormenta se acerca, debemos terminar el asunto pronto, antes de que nos alcance la lluvia.
El Duque no respondió, y solo se limitó a ver el horizonte, que se vestía de color negro, como queriendo intimidar a las sombras de los infiernos.
--No se preocupe, soldado, la lluvia solo es lluvia, este asunto deben pagarlo ellos con el rigor de la espera. –señaló el Duque, moviéndose alrededor de los hombres arrodillados.
El guardia asintió en silencio, volviendo rápidamente a su lugar. El Duque inspiraba un miedo malsano y grotesco. No era solo su figura, alta y esbelta, sino el hecho de la innegable culpabilidad de todos los condenados. Ninguno había negado su papel en los crímenes que se les imputaban, pero todos habían gritado de dolor cuando los dirigieron a la cámara de torturas, y todos delataron a sus dirigentes ante el Orador, después de habérseles arrancado los dedos de los pies. Para ellos, no habría piedad humana, o animal. Y el Duque estaba dispuesto a condenarse al sufrimiento eterno con tal de proteger a su reino.
Miró una vez más a los hombres, reconociendo a todos, excepto a uno: al hombre con la cara desfigurada. Era al que más habían golpeado, y también era el que más había hablado para salvar su pellejo. Y ahora ni siquiera se atrevía a mirarlo a los ojos. Se agachó para tener su horrendo rostro a su altura, y levantó su cabeza con suavidad, notando como los huesos rotos crujían dolorosamente en sus manos.
--¿Me podrías repetir tu nombre, por favor? –le dijo el Duque con suavidad.
--Mi... mi nombre... es... es Said. –susurró el hombre con rostro desfigurado.
--Háblame de ti, Said. –ordenó el Duque mientras se levantaba y volteaba a ver el cielo, buscando las invisibles gotas de lluvia.
Said, que antes no se atrevía a ver la cara del Duque, mantuvo su mirada en él, aunque este no lo estuviera viendo.
--Soy un granjero, me dedico a trabajar ocho hectáreas de tierra, al norte de La Capital. No tengo familia.
--¿Te pagábamos menos por tus productos que a tus vecinos? –inquirió el Duque, posando su mirada severa en Said.
--No... no señor. Me proporcionaban la misma cantidad de caspios que a los demás: cien por entrega.
--¿Y entonces porque te uniste a la Dieta Real, si no era por el dinero?
Said enmudeció, la vergüenza lo movió por dentro, y nuevamente bajó su mirada, sin contestarle al Duque.
--¡Por qué traicionaste a Serranía, tu propio pueblo, tu propia sangre! –exclamó este, tomándolo por los brazos y alzándolo violentamente, mostrando los huesos de sus piernas, mientras la carne palpitante sangraba.
Said gimió de dolor, y empezó a llorar sin atreverse a contestar la pregunta. Sabía que no había sido por dinero, pero el miedo del momento ganó terreno ante la lealtad a su pueblo. Aceptaba su culpa, y el castigo que merecía.
El Duque lo observó con decepción, esperaba más valentía de un traidor, pero se dio cuenta de que todos eran estúpidos, lo suficiente como para no confiar en lo que nunca había sido conquistado. Lo soltó, dejándolo caer sobre sus rodillas. Miró de reojo a los demás condenados, y vio terror en sus rostros, aunque mezclado con serenidad y aceptación de su destino. Los asesinaría, era claro..., pero a Said. Con solo verlo pudo saber que era otro pobre diablo, uno que, a diferencia de otros, no merecía siquiera morir lentamente.
--A este... –dijo mientras Said dejaba de llorar para escuchar lo que decía. Sus apenas visibles ojos hinchados por el llanto exclamaron una súplica de piedad, aunque fue completamente ignorado--. Llévenlo adentro, no hemos terminado de enseñarle lealtad.
Entonces Said, se levantó otra vez, y gritó y pataleó cuando dos guardias lo tomaron entre brazos para llevarlo dentro del recinto que los flanqueaba por detrás. Al entrar al edificio, sus gritos se dispersaron en todas direcciones, mientras la oscuridad parecía habérselo tragado, aunque hubiera deseado que eso pasara.
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Al desaparecer esa vista, el Duque se volvió a los demás condenados, y ordenó a sus guardias asesinarlos rápidamente, pues las primeras gotas de lluvia hirviente ya habían caído en su rostro. La sangre caliente salió de sus cuellos al pasar el filo de los cuchillos, y cubrió la tarima rocosa de un rojo escarlata que sería limpiado por la lluvia. Se ahogaron entre borbotones y gritos callados; lamentos mudos que se escaparon al viento, y que se extinguieron en instantes.
Al momento en el que los guardias volvieron a sus puestos, el Duque lanzó una señal para que todos los efectivos se prepararan para volver al edificio, aunque antes de retirarse dirigió una última mirada de desprecio a los muertos, tras lo cual caminó con calma hasta la entrada en la que había entrado Said. Los guardias lo siguieron a corta distancia, tal que simples estatuas de roca. En cuanto todos entraron, la lluvia empezó a caer entre su propio vapor, limpiando cualquier rastro sanguíneo de los cadáveres, que ni los animales mordisquearían siquiera un poco, pues no merecían esa atención.
Al entrar al edificio, bautizado en tiempos más pacíficos como “Resurrección”, todas las personas que trabajaban dentro pausaron sus trabajos para dirigirle al Duque una solemne reverencia, para inmediatamente volver a sus respectivas tareas. El lugar, ocupado en otros tiempos como un pabellón médico, ahora servía, simultáneamente, como centro de reserva de soldados reales de Serranía, listos para actuar ante cualquier situación. El Duque se había movilizado únicamente para resolver el problema de los traidores, pero debía retirarse para volver a La Capital. Hubiera preferido que alguien más se encargara de ellos, pero dudaba que alguien más tuviera la mente tan limpia como para hacer eso.
Le dio la orden de dispersarse al grupo de guardias que lo seguía, pues deseaba buscar reconciliación consigo mismo ante sus acciones. Tras encontrarse solo, se limitó a recorrer los pasillos del edificio, asegurándose de que todos cumplieran sus tareas apropiadamente. Pasaba por las casernas de los soldados, mientras estos pulían sus armaduras, afilaban sus espadas, o practicaban entre sí. Se veían demacrados y cansados, pero aun con la convicción de serle leal a Serranía. Uno de ellos se percató de su presencia, y se inclinó respetuosamente, mostrando una gran herida en su nuca, probablemente provocada por el filo de una hoja.
No era el único marcado por los conflictos de antaño, incluso él mismo aún dolía por los impactos de espadas ajenas, pero seguía siendo algo crudo y horrendo. Lamentablemente, todos merecían sus cicatrices, pues todos eran causas de lo causado.
Estaba absorto en sus pensamientos, cuando de pronto, una mano lo tomó del hombro con firmeza, y en un acto reflejo, la tomó de regreso y la retorció hasta provocar el dolor en el causante de la intromisión; sin embargo, rápidamente se dio cuenta de quién era el agraviante. Se trataba de Leónidas Buenavista, caballero consagrado del ejercito real de Serranía, y Mariscal de Villambria, títulos que no cargaba con orgullo, aunque si con respeto. No atinó a lamentarse, y rechazó el ataque con agilidad, retrocediendo unos pasos para dejar que su superior le viera el rostro. El Duque rápidamente volvió en sí, a lo que se espabiló mientras Leónidas le tomaba de los hombros para sostenerlo.
--Leónidas, por favor, disculpa mi reacción, solo es que..., --el Duque guardó silencio, mostrándose claramente avergonzado por la situación.
--No se preocupe, mi Duque, fue mi culpa por llegar así por la espalda. —se disculpó mientras se erguía frente a él.
--¿Qué ha pasado?, ¿alguna noticia de los ejércitos?
--De hecho, si, mi Duque, pero preferiría hablarlo en plenaria con la junta. Sin embargo, he venido por el condenado que ha devuelto a la cámara de interrogatorios, Said. El orador Matarius le ha provocado la muerte.
El Duque se quedó pensando. No se arrepentía de su decisión, le enfermaba que las personas fueran mentirosas y cobardes para admitir su culpa, y más en una situación así. Entendía que era un momento difícil para todos, pero la avaricia..., eso no lo perdonaba, ni el miedo embrutecedor.
--¿Cómo ha sucedido? –preguntó el Duque, quitándose sus abrigos para quedar únicamente cubierto por la cota de malla, y sus ropajes reales.
--Lo hirvió en agua hasta morir, según él, usted dijo que aún se le debía enseñar lealtad.
--Si, así es. Espero que haya sufrido sus pecados. –respondió severamente el Duque.
Leónidas se quedó viéndolo fijamente, tal como si esperara que le dijera que todo era una broma; sin embargo, el Duque parecía muy seguro de su decisión. Así se lo había advertido su hermano: el Duque era muy buena persona, pero con los traidores no se limitaba a mostrar piedad, debía mandar un mensaje, y por lo general, no era necesario que se hicieran públicas las ejecuciones. Bastaba con que se corriera la voz entre las personas, aunque había excepciones.
--Únicamente deseaba saber si tirábamos el cuerpo con los otros, o alimentábamos a los cerdos con él.
El Duque se quedó observando a Leónidas. Rubio, de ojos y piel pálida. No era tan alto como Marco, pero era mucho más musculoso. Lo más penetrante de su aspecto era su desgaste facial; parecía haber acabado un enfrentamiento hacía poco, aunque hubiera estando registrando las actividades del día. Era bastante joven para eso, pero sus habilidades en combate lo volvían uno de los mejores elementos en el reino.
--Hirió a muchas personas para lograr su cometido. –contestó mientras miraba fijamente al caballero--. El pueblo deseará verlo. Llévenlo al cruce de caminos más cercanos, y cuélguenlo de cabeza. Sugiero que esperen a que termine la lluvia.
Por encima de sus cabezas, las gotas de lluvia golpeaban el techo del recinto con brusquedad, y dentro, la temperatura había comenzado a subir gradualmente. Afuera, la temperatura del agua habría incomodado al más valiente, pero no habría causado un dolor prolongado.
--Así será, mi Duque, --Leónidas tembló un poco, dudando si debía preguntar aquello que muchos habrían querido decir. Era ahora, o nunca--. Mi Duque, si me permite preguntar, ¿no cree que las personas lo vean con malos ojos?
El Duque lo miró, poniendo atención en la precaución con la que había preguntado. No podía imaginarse el tipo de persona que Marco le había descrito a Leónidas como para que este le tuviera miedo. Lo hablaría con él después.
--Leónidas, diez de los reinos de V´tislavia están obligados a declararnos la guerra, nos hacen falta hombres, comida y suministros para resistir el cierre comercial, ¿crees que la gente va a estar contenta con un traidor? Ninguna persona en Serranía está de acuerdo en traicionar a su reino. Ellos mismos han destripado a espías de la Dieta Real en las calles de los pueblos. –contestó el Duque tomando a Leónidas del hombro--. Nadie está en posición de subyugarse ante esos otros nobles.
Leónidas sabía que el Duque tenía razón. Los métodos podían ser crueles, pero si no ocurría así, los detractores pensarían que se suavizaban las políticas.
Se notaba la reflexión en su rostro, era honesto, lo suficiente para dirigir las fuerzas de Villambria, aunque eso daba paso a que pudiera ser leído fácilmente.
--¿Crees que soy un desalmado, cierto? –preguntó el Duque.
--No en realidad, pero no conozco las temáticas del poder de la nobleza. Los Buenavista siempre nos hemos limitado a servir a la casa real en tiempos de prosperidad y de dificultad, pero siempre desde Villambria. Y no planeo ser el primero de mi linaje en dudar de las capacidades de mis superiores, pero lamentablemente sigo siendo un humano sensible a la devastación de un mundo así.
El Duque empezaba a cansarse de estar parado en los pasillos, así que empezó a caminar directo a la sala de juntas, mientras Leónidas le seguía el paso.
--Entiendo tu punto, Leónidas, y no será el primer Duque de Serranía en dudar de un Buenavista. Pero este tipo de cosas va más allá del juego de poder en cualquier reino: se trata, puramente, de que las personas tienen miedo a perderlo todo, y más por culpa de uno como ellos. El miedo te obliga a permanecer con vida, pero te quita todo rastro de lógica y de civilidad, y puedes poner en riesgo a millas de personas en momentos así. Solo se debe aprender a ser justo con tu pueblo, pero no con las personas que lo ponen en riesgo.
Ambos caminaban sin rumbo aparente, aunque inconscientemente se dirigieron a su destino. Pasaban por casernas cerradas y en penumbras, mientras guardias encargados de la vigilancia se paseaban se un lado para otro. Finalmente llegaron a las escaleras que los conducirían a la sala de juntas, en el segundo piso del edificio, pero justo antes de llegar al peldaño, Leónidas se detuvo en seco, y vio al Duque con seriedad.
--Mi duque Antonio, no crea que desconfío de usted, o que le temo; Sin embargo, ya a pesar de haber estado en situaciones horrendas, nunca creo poder curarme del todo de mi humanidad.
--Leónidas, nunca lo hacemos. –contestó el Duque con suavidad, mientras subía las escaleras acompañado del caballero.