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Prólogo

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—Toma, cógelo —le ofreció con tono ausente, a punto de caer dormida.

La mujer alargó los brazos y entregó el bebé envuelto en una sábana al padre, quien, con extremo cuidado, lo tomó por primera vez temiendo hacerle daño en un descuido.

Retiró la sábana y elevó al recién nacido para examinarlo. No había gritado, no había llorado, el médico aseguró que era un signo fatal, e incluso llegó a pensar que no respiraba. Pero el padre no veía nada fuera de lugar, el bebé estaba sano, era lo importante.

No se mostraba estaba nervioso, respirando con parsimonia, como si, al contrario que cualquier bebé al nacer, entendiera cómo había llegado hasta allí y más importante, dónde estaba y quién tenía a su alrededor.

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—Eres un cabroncete muy tranquilo —aun susurrando, la voz del padre seguía siendo grave, profunda y retumbaba contra el cuerpo del niño; él no se sintió amenazado, reconocía la voz, era Sancus.

—Entonces… ¿qué harás?

Los ojitos buscaban los de su padre con unos párpados bien abiertos y expresión impasible, casi desafiante. Todavía incapaz de distinguir formas y colores, se guiaba por los sonidos a su alrededor. El médico se lavaba las manos negando con la cabeza, pero Sancus no parecía preocupado. Es más, sonreía satisfecho.

—Es mi hijo y no tengo motivos para no criarlo como tal.

—Aunque sea algo hipócrita por mi parte, sé que estarás bien, se te dan bien los niños, señor instructor.

Sancus se acercó con una sonrisa amarga y le besó la frente.

—Ahora descansa.

Al salir de la habitación, Kendall se puso en pie de un salto y corrió hacia su hijo. Estiró el cuello para tratar de ver qué había entre las mantas que abrazaba.

—¿Y bien? —preguntó elevando la voz, a lo que Sancus le chistó con una mueca señalando a sus espaldas—. Perdón, perdón. ¿Está bien?

Sancus no dudó en ofrecerle sostener el bebé, su padre tenía mucha más experiencia al fin y al cabo

—Está bien. Eres abuelo.

Kendall se derritió allí mismo, se mordió el labio superior y sintió que sus piernas le iban a fallar cuando la manita del bebé agarró la trenza de su barba.

—¿Tiene nombre?

—No.

—No importa, seguro que se nos ocurre algo.

Kendall extendió los brazos, padre e hijo observaron el nuevo miembro de su familia con orgullo.

—Bienvenido a nuestro clan, pequeño —declaró Kendall.

—No ha llorado. ¿Has visto qué mirada tiene?

El bebé giraba la cabeza serenamente de un lado a otro, mirándoles alternativamente transmitiendo una intensidad inusual.

—No llora porque no tiene miedo —explicó el veterano guerrero—, y sí, tienes razón. Definitivamente es un Púrpura, mira qué ojos de cabronazo tiene.

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