El recuerdo de aquella noche todavía invade mis sueños. Se podría decir que allí fue donde comenzó todo. Era la noche de bodas de mi hermana Élise. Yo tendría apenas poco más de nueve inviernos, pero la edad no me impediría lograr mi objetivo. Enfrente mío una gran canasta repleta de las manzanas más rojas que haya visto reposaba sobre una mesa. El reflejo de las antorchas en su suave corteza les otorgaba un aspecto sobrenatural. La brisa levantaba y meneaba las hojas marchitas, algunas hasta enredándose en mis cabellos; pero también llevaba el dulce aroma de aquellas manzanas a mis cavidades. Fue respirar hondo y me hallé en el porche de la casa de mi abuela, sentado en una mecedora, y degustando unas deliciosas manzanas cubiertas de miel mientras ella me relataba las historias más delirantes y divertidas. Pero a pesar de aquel feliz y fugaz recuerdo, no pude evitar entristecerme, puesto que mi abuela ya no estaba entre nosotros. Mi hermana y yo solíamos pasar mucho tiempo con ella, así que decidí agarrar las dos mejores manzanas que pude encontrar para poder disfrutarlas con Élise en su memoria. Cruzar aquel lugar era todo un desafío, pues debía abrirme paso entre un mar de gente —la mayoría desconocida para mí— que no paraba de gritar, reír, bailar; las vibraciones de la tierra recorrían todo mi cuerpo debido al fervor que aquellas personas tenían al bailar. Aunque no era lo único que había. Mi pequeña nariz logró captar los aromas del pollo, cerdo, vino, cerveza, y varias cosas que no reconocí; era como un festival de olores que te inundaba los sentidos. Quién diría que aquella finca al oeste del reino de Francia provocaría tanto alboroto. No mentiría si dijera que, aun con todas aquellas sensaciones, mi mente estaba enfocada en una sola cosa: llegar hasta mi hermana. Tras recorrer un largo estrecho, finalmente di con ella. Estaba sentada en una banca, y enfrente había una larga mesa repleta de los más exquisitos de los manjares. Ella reía como si su vida le fuera en ello, y a su lado, su prometido —Thomas si mal no recuerdo— reía con ella. Me abrí paso por el gentío, no sin dificultad, y luego de lo que pareció una eternidad, por fin me encontraba a su lado.
Jamás olvidaría su mirada tan dulce y preciosa. Sus labios formaban una sonrisa que imitaba a la de las madres cuando les decía a sus retoños que todo iba a estar bien luego de haberse lastimado la rodilla. La felicidad que emanaba de ella era sumamente contagiosa. Me senté a su lado y sentí el suave aroma a fresca lavanda del perfume que le regaló madre para usar en las más especiales de las ocasiones. Aunque, debo decir, eso no le impedía usarlo cada que tuviese la oportunidad. Sus ojos, azules como el más puro de los zafiros, se encontraron con los míos, e instintivamente, una sonrisa se asomó por la comisura de sus labios. Le ofrecí una de las manzanas, y tras agarrarla con delicadeza, postró su mano derecha en mi cabeza. Acercó su bello rostro al mío y me susurró al oído: Mi querido François. Sabes que yo también la extraño. Gracias por compartir esta manzana conmigo. Jamás olvidaré este hermoso gesto. La piel se me erizó, pues sabía que esas palabras eran solo para mí. En mi rostro se formó una amplia sonrisa y, como perfectos hermanos, degustamos la manzana al unísono. La verdad es que simplemente un gesto que hice de corazón. No podía evitar llenarme de felicidad saber que mie hermana había encontrado a alguien que la amase y admirase tanto como yo. Le deseaba lo mejor en la vida.
Pasaron segundos, segundos devenidos en minutos, minutos devenidos en horas. Los arpistas tocaban y los trovadores cantaban. Juegos e historias llenaban la finca y las risas inundaban el aire. Y luego estaba Élise, bailando y cantando y riendo. Jamás la había visto tan llena de vida. Antes de darme cuenta, me encontraba bailando con ella. Como si la música nos hubiera poseído y obedeciéramos sus divertidas órdenes. Era increíble; mi hermana bailaba conmigo. ¡Ja! No podía creerlo. Ahora, siendo un hombre mayor, me doy cuenta que no fue la gran cosa. La novia bailando con su hermano pequeño. Pero, aun así, aquella sensación quedaría conmigo hasta el fin de mis días. Completamente indiferente de todo lo que me rodeaba salvo Élise, se me escapó el momento en que un hombre —envuelto por el abrazo de una capa más negra que la noche misma, y una capucha que deja su rostro sumido en perpetua sombra; montando un oscuro semental tan bello, que dejaba en ridículo a aquellos presentados en las grandes historias y gestas caballerescas—, llegaba a la celebración. Al principio, al igual que mi contraparte joven, nadie se percató en el jinete. Sentí como alguien tocaba mi hombro y, al darme vuelta, vi que era Thomas. Él me pidió permiso para concederle un baile con mi hermana. Mentiría al decir que no actué de forma divertida al dirigirme a Thomas como si yo fuese un caballero de alta cuna. Los tres reímos y, dejándolos disfrutar aquel momento a solas, me dirigí a la mesa más cercana. Mientras agarraba una pata de pollo bañada en una salsa cuyo olor generaba una sensación de picor y satisfacción, no pude evitar sonreír al saber que Élise había encontrado a alguien que la amaría, cuidaría y protegería tanto e incluso o más que yo.
Amigos y familiares regocijaban al son de la música. El aura desprendida invitaba hasta al más tímido de los presentes a disfrutar con ritmo de los juglares. Mis ojos, —y por ende mi boca— estaban completamente enfocados en aquella pata de pollo que degustaba como si fuera el catador más prodigioso de todos los reinos, apartándome de toda realidad adyacente. Ausente en los pensamientos de un niño feliz, y hambriento, tardé en comprender que alguien había gritado. Y fue ahí cuando, al levantar la cabeza, vi el cuerpo de una mujer de baja estatura y cabellos cenicientos inmóvil en el suelo. Un silencio abrumador se adueñó de la finca; se podían escuchar las respiraciones. Es aquí donde todo se vuelve difuso, puesto que la locura subsiguiente que explotó no me permite recordar con exactitud. Solo puedo decir como aquel extraño jinete avanzaba lentamente y que, de manera inexplicable, todos a su alrededor colapsaban para no volver a alzarse. El caos reinó en el lugar; hombres, mujeres, niños y animales, todos fueron presas del frio abrazo del terror de lo desconocido. Algunos valientes intentaron detener al hombre de oscuros ropajes, pero de nada sirvió. Todos se desplomaron antes de siquiera tocarlo. Paralizado del miedo, solo pude observar como aquel sujeto avanzaba lentamente; de repente, sentí como mi madre me agarraba y, dominada por el miedo, empezó a correr conmigo en brazos.
Por encima de su hombro, observé como aquel jinete envuelto por su capa que desde aquella distancia parecía estar hecha por la más oscura, repugnante y alienígena bruma que una persona —o en mi caso, un simple niño— podría llegar a concebir, se acercó a Élise y Thomas. Thomas se puso entre él y mi hermana, apuntando tembloroso con un palo —que vaya a saber de dónde lo sacó— al hombre misterioso. Lanzando una estocada, Thomas simplemente se derrumbó sin poder siquiera tocar al hombre. Mi hermana se quedó inmóvil, pero en su rostro me pareció reconocer un gesto semejante al que realizamos al encontrarnos con alguien que no veíamos hace tiempo. Como bien podrán entender, un niño en estado de shock es capaz de imaginar cualquier tipo de extrañeces. No se le puede culpar por eso. Al fin y al cabo, los adultos somos iguales, aunque no se nos perdona tan fácilmente como a los infantes. Alcancé a ver como el jinete posaba su mano en la mejilla de mi hermana. Y en ella vi como sus ojos se volvían cristalinos y apretaba con fuerza la mano del jinete. No podía creerlo. ¿Mi hermana sentía lástima por aquel asesino? Un odio amargo empezó a gestarse en mi interior, obstruyendo mi vista y forzándome a sujetarme firmemente a mi madre, que seguía corriendo. Al final, con ayuda de los árboles, ramas y arbustos, la perdí de vista. Sabía que Élise había muerto. Podía sentirlo. Finalmente, mi madre se detuvo frente a una choza abandonada no muy alejada de la finca. Tras entrar por la abertura en la que otrora una puerta otorgaba y denegaba el paso, me puso en el suelo. Con respiración agitada me dijo:
—Tienes que correr. Sin mirar atrás ni detenerte por nada.
—Pero, madre… —respondí atemorizado— ¿qué hay de ti? ¿No vienes conmigo?
—Me encantaría, cariño. Pero la edad me impide mantener este ritmo.
Mentiría si dijera que no me largué a llorar.
—Júramelo. Que correrás sin detenerte hasta perder por completo al Jinete Oscuro.
Al escuchar ese nombre, en mi mente surgieron aquellas historias y rumores de como un hombre de apariencia similar inexplicablemente asesinaba a las personas a lo largo del reino. Los detalles de dichos eventos me eludían, pero una oleada de horror inmensurable se apoderó de mí al unir los puntos.
No bien hubo pronunciado mi madre esas palabras, con un último y pesaroso aliento, su cuerpo se desplomó aterrizando en los oscuros brazos del jinete. No existen palabras capaces de describir lo que es presenciar la muerte de tu madre. Puedes tratar de formarlas, pero estas se esfuman como polvo al viento antes de que salgan por la boca. Lo único que hay es dolor; un crudo y agudo dolor que se alimenta de la persona, un constante recuerdo de aquel trágico suceso. Como en este momento, en los que describir su muerte ronda la imposibilidad, me quedé petrificado al verla morir. Mi madre. Mi protectora. Mi guía. No sabía que sería de mi sin ella. El hombre depositó con sumo cuidado el cuerpo de mi madre en el suelo. Podría jurar que había algo en su semblante que me parecía familiar; tal vez su forma de caminar o sus ojos, que juraría conocerlos. Plasmado frente al jinete, que se abstenía de moverse y de hacer el más leve sonido, vi —o al menos eso me pareció— que en sus ojos se veían envueltos por la capa cristalina de lágrimas contenidas. Se agachó junto a mí y, al igual que solía hacer Élise, puso su mano en mi cabeza. Y luego, oscuridad.
Cuando desperté, conmocionado y confundido, me encontraba en lo que parecía una especie de vivienda. Desde la cama atisbé varias mesas repletas de recipientes cristalinos y de variadas formas, completamente desconocidos para mí, que suavemente reflejaban los destellos del hogar. El aroma a incienso impregnaba el aire. No era lo suficientemente fuerte para aturdir los sentidos, pero provocaba una sensación somnolienta. Por suerte, no estaba herido de gravedad, solo unos rasguños y moretones. Lentamente, me puse de pie y decidí explorar el lugar. Era como una habitación gigante donde todo parecía estar conectado. Las paredes estaban plagadas con los retratos más bellos que jamás haya visto. En ellos las figuras de hombres y mujeres con la más fina de las vestimentas y miradas absortas de toda emoción, pero firmes en su determinación, parecían vigilar aquel lugar en el que me encontraba y, por supuesto, a mí también. En la parte inferior de los cuadros, en una placa y —me di cuenta al recorrer el lugar— en rincones concretos de las paredes y los muebles, tallados con una fluidez que asemejaba a las pinceladas de los artistas de ensueño más célebres, unos símbolos ajenos a todo lo que mi pequeña mente pudiese concebir parecían fusionarse en perfecta armonía con su exánime anfitrión.
Por unos segundos —que me parecieron horas—, me sentí atraído a esos símbolos. Abrumado por una sensación de libertad, como si por fin me hubiesen quitado grilletes que obstruían mis movimientos o si me quitaran un gran peso de encima, estaba a punto de perderme en aquella sensación adictiva cuando, de repente, la puerta del lugar se abrió dando paso a una mujer de simple vestimenta, resguardada por una capa embozada de la tormenta que, hasta ese momento, no había notado. Vi Vi que la mujer, tras bajar su capucha y depositar varios artefactos desconocidos en una de las mesas, tenía un rostro que ocultaba su edad. De apariencia joven, pero con una experiencia que indica lo contrario. Se quitó la capa y se agachó enfrente mío y levantó con su mano mi cabeza para analizarla. Supongo que por las heridas. Tras un bufido de satisfacción dijo:
—Has dormido por tres días y cuatro noches. Tienes suerte que te haya encontrado.
Me costó entender lo que dijo, pues tenía un acento marcado que jamás había escuchado. Seguro provenía de otro reino.
—¿Dormido? —le respondí.
—Sí. No te preocupes, muchacho. Estabas malherido y exhausto. Es normal que tu cuerpo necesitase descanso. Ja, sigo sin entender como un niño como tú acabó sólo y en ese estado en esa choza.
—¿Sólo? —se me heló la sangre—. ¿Qué hay de mi madre? ¿Dónde está? Estaba conmigo y…
—¿Madre? Mi niño, no había nadie salvo tú.
Al escuchar aquellas palabras mis ojos se vieron invadidos por lágrimas. No solo mis seres queridos habían sido asesinados, sino que lo único que me queda de ellos son meros recuerdos. Abrumado por la tristeza e impotencia, me derrumbé cual becerro recién nacido y lloré hasta conciliar un turbio e inquieto sueño. De esa noche no recuerdo más, salvo el fugaz recuerdo de aquella mujer consolándome.
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Cuando desperté dos días después, la mujer llamada Eres me ofreció un rico desayuno a base de cereales y frutos secos y leche. Extrañamente, gracias al desayuno recuperé mis fuerzas. Le conté todo lo que había pasado en aquella, y en apariencia lejana, noche. Desde el baile con mi hermana hasta la llegada del Jinete Oscuro. Sobre la huida a hombros de mi madre y su muerte a manos del jinete. Juré vengarme de aquel bastardo hijo de puta que asesinó a mi familia. Y Eres, al ver mi determinación, se ofreció para ayudarme.
Los años pasaron rápidos y fluidos como la corriente de un rio. En el tiempo que pasé bajo la tutela de Eres, averigüé —o más bien ella terminó contándome debido a mi insaciable, pero a la vez insufrible curiosidad— que ella era una prodiga en el estudio de lo arcano. Los símbolos tallados en sus muebles y paredes eran runas; runas de poder inmensurable capaces de sumir en la locura a aquellos incautos que tuvieran el “valor” de descifrarlas sin el entrenamiento adecuado. Adiestrado física e intelectualmente, pasé mis años de adolescencia recorriendo poblados y ciudades varias. Desde pueblos donde sus habitantes eran amables y bienaventurados para con los desconocidos, hasta ciudades donde la traición, codicia y lujuria hacía mella en el alma de sus gentes. Una tarde, mientras descansaba frente al rio sobre una roca que a esas alturas consideraba mi propiedad, Eres me dijo que mi entrenamiento había concluido, al menos en lo referente a lo teórico. Tras una larga y exhaustiva lección, Eres me dio un collar, una espada y un anillo imbuidos en poder arcano; en ellos había grabadas unas runas que me eran completamente desconocidas aun con mis estudios. En todos esos años, había averiguado varias cosas acerca del jinete, pero, por extraño que pareciese, no se había escuchado de él desde hace años. Listo para continuar con mi búsqueda, Eres me impartió una última lección:
—Con estos artefactos, podrás transportarte instantáneamente al lugar de tu elección.
—¿Como si fuera una especie de… portal? —respondí.
—Sí. Podría decirse. Aun así, he de advertirte que al pasar por ese portal —dijo haciendo énfasis en la última palabra—, lo que veas puede resultarte… extraño. Ten cuidado, pues las mentes humanas sin el entrenamiento adecuado sufrirán las consecuencias de hallarse cerca de esas runas.
Eres se puso a mi lado y me susurró las palabras que habría de decir para activar las runas. Palabras que jamás pronunciaré ni escribiré por el bienestar de aquellos que desafortunadamente sean testigos de las mismas. Tenía que decirlas para moverme de un lado a otro. Ahora sí, preparado al fin, tomé la vieja capa de Eres que solía usar y que me regaló en un cumpleaños, monté a mi semental, cerré los ojos y murmuré las palabras. Al cabo de unos segundos y un par de respiros entrecortados de mi caballo, abrí los ojos al verme embriagado por el olor a rocío y del pan recién horneado. Me hallaba en un pequeño pueblo que, a pesar de apenas estar despertando, empezaba a cobrar vida con sus habitantes iniciando sus quehaceres y trabajos rutinarios. El viento rugía frío y húmedo, obligándome a resguardarme en la conformidad de mi capucha. Espoleando suavemente a mi caballo, me adentré en el camino principal que, ya bien adentro del pueblo, el mismo se convirtió en víctima indisputada del enorme rebullicio de las gentes. Desmonté, y decidí preguntarle a un señor acerca del jinete. Pero no bien me acerqué al anciano, este colapsó al instante. Sin palabras, y, tras reaccionar, pedí ayuda a gritos. Varios pueblerinos se acercaron para socorrer al anciano, pero al acercarse, ellos sufrieron el mismo destino que el viejo. No entendía lo que estaba pasando, pues todo aquel que se me acercara terminaba sin vida en el suelo. El miedo hizo mella en mi interior. ¿Acaso dijo algo que no debía? ¿Hice algo que no se supone que hiciese? Presa del pánico, me vi forzado a huir del lugar, antes de que me arrestaran, o que me mataran.
El resto de mi vida se basó en lo mismo. Pueblo tras pueblo, ciudad tras ciudad. Fuera donde fuera, todo acababa igual. Con todos muertos. Muriendo por estar cerca de mí. Por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Décadas pasaron en las que, a pesar de esos desafortunados eventos, no aminoré en mi búsqueda del jinete. Con el tiempo, mi corazón se tornó vacío y hueco; pues lo que más añoraba se me había arrebatado hace mucho.
Ahora, viejo y sin casi fuerzas para seguir, pasaba mis días delirando bajo el perpetuo acoso de voces del pasado; unas desconocidas tildándome de vil asesino, y otras vagamente familiares acusándome de cobarde y traidor. Mi noción del tiempo se vio reducida a escombros, pues no lograba diferenciar ni el antes ni el ahora. Sentía que el pasado se fusionaba con el presente. El sufrimiento era tal que la única escapatoria sería la tentadora muerte. Con mis sesenta y ocho años, cansado, adolorido, y posiblemente demente decidí continuar con mi búsqueda, pues había adquirido información sobre un futuro paradero del jinete. No era necesario usar el portal, ya que me encontraba a unos días de distancia, y la verdad es que me vendría bien el aire fresco.
Los árboles yacían bellos y desnudos, con su hojas anaranjadas y amarillentas reposando en la tierra. La suave caricia del viento y la luz de la luna, tan placida e inalcanzable, bendecían a los afortunados que se hallasen fuera de sus hogares en esos momentos. A medida que avanzaba, el leve sonido del gentío se volvía más claro; seguido por el aroma a comida. Era una fiesta, pues la música se filtraba por el denso bosque. Estuve un rato contemplando en silencio aquel lugar. Observando el gozo de esas gentes que no paraban de sonreír. Plasmado sobre mi caballo, las escenas que avistaban mis ojos me traían gratos pero lejanos recuerdos. Me vi abrumado por una sensación de familiaridad, pues sentía que ya había estado en aquel lugar. Finalmente, decidí desmontar y adentrarme en la fiesta. No quería que nadie viera la vejez y la locura en mis ojos, así que me resguardé en la conformidad de mi capucha. Una vez asegurado el caballo, no di ni tres pasos cuando, de repente, la vi. Creí que mis ojos volvían a engañarme. Los froté con fuerza, creyendo que así ahuyentaría esa dolorosa ilusión. Pero no sirvió de nada; ella estaba ahí, en medio del gentío, bailando y riendo. Su pareja era un pequeño de cabellos enmarañados. Soy yo, pensé. Casi cedo ante el temblor de mis piernas. ¿Cómo era posible? Mi cerebro no procesaba lo que veían mis ojos. Estaba ahí, a su lado; pero también aquí, junto a mi caballo. Vi como un hombre se me acercó —a mi yo joven—. Era Thomas, el prometido de Élise. Observé como los tres reíamos; como me alejé de ellos para sentarme en un banco donde me ofrecieron una pata de pollo, para luego unírseme una mujer. La reconocí al instante. Mi madre. Viva. El entendimiento de aquellos eventos me eludía, como si se burlara ante mi incredulidad. ¿Acaso, de alguna manera, había viajado al pasado? ¿Era posible algo semejante? Y, de ser así ¿cómo? Eres jamás había mencionado algo parecido. Asustado y con pensamientos brumosos, comencé a retroceder, reacio de acercarme a mi hermana. El grito de una mujer me devolvió a la realidad.
La finca se enmudeció por completo. Una mujer postrada en el suelo, apuntaba con sus ojos vacíos de vida en mi dirección, como todo aquel que tuviera el infortunio de acercárseme. Todos los allí presentes se quedaron plasmados, boquiabiertos; temblando, y de a poco, retrocediendo. Recuerdos fugaces acribillaron mi memoria. Entre ellos, el recuerdo de cuando perdí de vista a mi hermana mientras huía a hombros de mi madre. El jinete estaba a su lado. Así que decidí, lentamente, avanzar hacia ella con el sonido seco de fondo de los cuerpos de a los que solía llamar familia cayendo al suelo como sacos de harina. Por el rabillo del ojo atisbé como mi madre tomaba a mi yo del pasado en brazos y se dirigía a zancadas hacia el bosque. Familiares y amigos intentaron detenerme, mas su intento fue en vano. Sin darme cuenta, me encontraba al frente de mi hermana y Thomas. Él intento detenerme con un palo. Aún me pregunto de dónde lo sacó. Y al igual que tantos años ha, se desplomó sin vida antes de siquiera tocarme. En ese momento, Élise habló:
—Sabía que vendrías —me dijo.
—Yo… yo no quería…
—François. Mi querido François.
Lágrimas inundaron mis ojos.
—¿Qué? ¿Cómo…? ¿Cómo lo sabes?
—Supongo que siempre lo he sabido. ¿Acaso no lo recuerdas? Bueno, ahora que lo pienso eras demasiado pequeño.
—¿R-recordar qué?
—Cuando tenías dos años desapareciste misteriosamente. Buscamos por todos lados, pero no logramos encontrarte. Así que decidí buscar ayuda. Recibí información de una mujer. Una mujer que se hacía llamar Eres.
«Había escuchado rumores de que poseía… ciertos poderes. Una especie de bruja. Estaba aterrada, pero si era la única oportunidad de encontrarte iba a utilizarla. Me dijo que si quería encontrarte tenía que firmar una especie de contrato. Firmarlo con sangre. En él estaban dibujados unos extraños símbolos que jamás había visto. El solo posar los ojos en ellos generaba terror. Pero, a pesar de todo, lo firmé sin vacilar. Lo único que me dijo era que, en mi fiesta de boda, llegaría un invitado. Alguien al que conocía tan bien como a mí misma. Ahora me doy cuenta de que ese invitado eras tú. Tardé un momento en comprenderlo, pero cuando te vi ahora lo entendí. Tu manera de caminar cuando estás asustado no ha cambiado nada. No sé cómo, pero estás aquí.
No daba crédito a sus palabras. Eres había enviado al Jinete Oscuro, a mí, a matar a mi propia hermana. ¿Por qué? ¿Qué le había hecho yo? No sabía cómo reaccionar ante aquella revelación. Instintivamente, empecé a retroceder. Quería huir del lugar. Pero Élise me detuvo.
—Quítate la capucha. Quiero ver a mi hermano.
—No soy lo que recuerdas. No soy el hermano que conociste. Soy un miserable asesino. Un desperdicio.
—Eres mi hermano. Viejo, pero aún mi hermano. ¡Ja! Quién diría que te ves bien con barba. Y una gris nada menos.
—Élise…
—Lo sé.
Se acercó de golpe y tomó mi mano para ponérsela en la mejilla. Sus ojos me miraban con melancolía, al igual que cuando era niño. Lo último que me dijo antes de morir fue: Te quiero, hermanito. Nunca lo olvides. Con Élise en brazos, lloré como nunca antes.
La claridad se adueñó de mi mente. Mostrándome exactamente lo que debía hacer. Mis recuerdos parecían vivos. Así que llamé a mi caballo y, con mi capa ondeando al viento partí en busca de mi yo joven. Sabía dónde estaba. Cabalgué a toda velocidad, consumido por el dolor de haber matado a Élise, y por saber que en meros momentos haría lo mismo con mi madre. Al llegar a la choza, la escuché decir que me alejara del Jinete Oscuro. Lentamente, me acerqué a ella por la espalda y, antes de que pudiese terminar su frase, toda señal de vida abandonó su cuerpo. La miré y me despedí para mis adentros. Luego, suavemente, la deposité en el suelo. Tras eso, quedé encarado con mi yo joven, asustado como nunca en su vida. Tuve que hacer acopio de todas mis fuerzas para que las lágrimas no inundasen mis ojos. Respiré hondo, me agaché para quedar al mismo nivel que mi yo pequeño y, al igual que mi hermana, puse mi mano en su cabeza. Abandoné la choza y me alejé a toda velocidad de aquel lugar.
Cabalgué furioso en dirección al hogar de Eres. Tardé casi un día entero en llegar, pero cuando finalmente llegué al lugar, me sorprendió no encontrar aquella casa llena de extraños aparatejos y donde crecí, sino unas ruinas tan antiguas que eran casi irreconocibles. Estaba seguro que ese era el lugar. Podía ver la roca junto al rio en la que solía meditar. Una vez más, no sabía qué hacer. Grité, lloré, y pataleé hasta que el cansancio me impidía estar de pie. Tras aquella decepción, vagué sin rumbo por lo que me parecieron semanas hasta que encontré un árbol con ramas lo suficientemente fuertes. Le quité la alforja a mi caballo y lo mandé a correr lo más lejos que pudiera. Ahora, rodeado por mis pertenencias, me encuentro sentado bajo la sombra del árbol escribiendo esta carta que, para información del lector, es una confesión. Una confesión de cómo acabé con la vida de miles de personas. De cómo asesiné a mi familia, a la gente que amaba. Se me hace imposible seguir escribiendo debido a que las lágrimas empiezan a manchar el papel. Así que he de terminar aquí mi confesión. Que la fortuna favorezca a quien se haga con esta carta. Si es que alguien lo hace.
Varios días pasaron hasta que, de pura casualidad, un simple granjero que volvía del pueblo más cercano después de un satisfactorio día de comercio, vio desde la lejanía un cuerpo colgado de un árbol. Atemorizado, se apresuró hasta llegar al desafortunado. Notó que llevaba oscuros ropajes, y una capa embozada que parecía fusionarse con el viento al ondear. Con tristes ánimos, sacó un pequeño banco de su carromato y bajó al pobre hombre para darle un entierro digno. Horas después, tras haber terminado y orado en su memoria, descubrió entre las hojas marchitas lo que debían ser las pertenencias del sujeto. Aunque no le parecía correcto, por alguna razón decidió echarles un vistazo. No había mucha cosa. Pero sí encontró un par de hojas escritas. Una carta de despedida, asumió el granjero. Sentándose en su banco para poder leerlas, le pareció escuchar a lo lejos el sonido de una risa. Una mujer riendo tan maliciosamente que helaba los huesos. Ahuyentando aquellos pensamientos turbios, leyó la primera línea:
Mi nombre es François Demaret. Y he matado a mi hermana.