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Rishia

El eco de sus apresurados pasos resonaba en los vastos pasillos del palacio. Ching corría sin detenerse, con el corazón latiéndole desbocado en el pecho, empujando sin miramientos a soldados y sirvientes que se interponían en su camino. Su pequeña figura reptiliana se deslizaba entre las sombras, ágil como un rayo, mientras su larga cola oscilaba con violencia a su paso. No tenía tiempo para disculpas ni para miradas de desaprobación. Algo urgente la llamaba, una inquietud que nublaba su mente y oprimía su pecho.

Cuando finalmente irrumpió en la sala del trono, jadeante, sus ojos recorrieron el lugar con premura. No encontré más que la imponente figura de la reina Melty, de pie en el centro de la sala, junto a una cuna de madera primorosamente tallada. La soberana la observaba con calma, su porte sereno contrastando con la tempestad que agitaba el corazón de Ching. Su apariencia era una fusión armoniosa entre lo humano y lo bestial: su cuerpo, cubierto por un pelaje blanco y suave como la nieve, irradiaba una majestuosa calidez, mientras su cabello rizado, semejante al de una oveja, enmarcaba su rostro de rasgos suaves e inteligentes.

Ching apenas se permitió recuperar el aliento antes de articular la pregunta que la había llevado hasta allí.

—Majestad… —su voz tembló levemente, pero se obligó a continuar—. ¿Es cierto que hay una niña humana en el reino de los monstruos?

Melty no respondió de inmediato. En cambio, con la misma serenidad con la que había recibido su llegada, alzó una mano y señaló la cuna.

Ching se acercó con cautela. Sus garras afiladas hicieron un leve sonido al rozar la piedra del suelo, pero su atención estaba fija en la pequeña figura acurrucada en el interior de la cuna.

Era, sin duda, humana.

Sus grandes ojos oscuros parpadearon con curiosidad al verla acercarse. No había miedo en su mirada, solo una inocente fascinación. Su piel pálida contrastaba con la penumbra del palacio, y su diminuto cuerpo se movía con la despreocupación propia de los infantes.

Ching sintió un escalofrío recorrer su espalda.

—Está… viva —susurró, inclinándose para examinarla con más detalle. Fue entonces cuando notó la cicatriz que marcaba el delicado contorno de su ojo derecho. No era reciente, pero tampoco parecía haber sanado por completo.

— ¿Está bien? —preguntó Melty, su tono firme pero tratamiento de preocupación.

Ching frunció el ceño, extendiendo una garra para rozar con suavidad la piel marcada.

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—No es grave… —murmuró—. Pero esta cicatriz... es antigua. Probablemente la haya recibido en el mundo humano.

El silencio que siguió pesó en la sala como una losa.

Los humanos.

Había pasado mucho tiempo desde que uno de ellos pisó el reino de los monstruos. Generaciones atrás, ambas razas habían estado sumidas en una guerra sin fin, una guerra alimentada por el odio y el miedo. Pero con el tiempo, los conflictos cesaron, y los dos mundos se separaron. No quedaban lazos entre ellos, solo historias olvidadas y resentimientos heredados.

Y sin embargo, allí estaba ella.

Antes de que Ching pudiera decir algo más, la puerta de la sala se abrió con un sonido seco. Una presencia imponente se hizo sentir al instante.

—Majestad.

La voz grave y firme pertenecía a Gara, la comandante real. Su silueta se recortó contra la luz del pasillo, su postura rígida y marcial como siempre. Su aspecto podía engañar a los desprevenidos: su figura era la de una mujer humana aunque su piel de un verde pálido, pero su cabello estaba formado por serpientes vivas que se deslizaban y siseaban en un murmullo inquietante.

—¿Qué haremos con la niña?

La pregunta flotó en el aire. Melty no respondió de inmediato, solo volvió a posar su mirada en la pequeña criatura que ahora gorgoteaba suavemente, ajena a la tensión que la rodeaba.

Ching cruzó los brazos con gesto ceñudo.

—Si la dejamos en la frontera, probablemente morirá.

Gara, con su pragmatismo habitual, frunció el ceño.

—Podríamos matarla nosotros y ahorrarle el sufrimiento.

El aire se volvió denso. Melty giró lentamente el rostro hacia su comandante, y cuando habló, su tono fue gélido como una ventisca invernal.

—Eso es inaceptable, Gara. Seremos monstruos por nombre, pero no actuamos como tales.

Gara mantuvo la mirada firme por un momento antes de inclinar la cabeza en una leve reverencia.

—Mis disculpas, Majestad.

Ching suspiró, tamborileando los dedos en su propio brazo.

—Aun así… no podemos simplemente criarla como si fuera una de los nuestros. Es humana. Y los humanos… —sus palabras se tornaron más sombrías—. Son crueles, destructivos…

Melty, sin embargo, no apartó la vista de la niña. Su expresión se suavizó, y tras un largo silencio, susurró con voz apenas audible:

—Tal vez no todos.

Ching y Gara intercambiaron una mirada fugaz.

La reina extendió una mano, y la niña, con una sonrisa que irradiaba inocencia, estiró sus diminutos brazos hacia ella. Melty sintió algo cálido expandiéndose en su pecho.

Siempre había amado a los niños. Pero nunca pudo ser madre.

Los monstruos no nacían como los humanos. Surgían de la esencia misma del mundo, emergiendo de las montañas, de las sombras, de las profundidades de la tierra. La idea de criar a una niña humana era… extraña. Contraria a todo lo establecido.

Pero si la abandonaba, ¿no estaría condenándola a un destino peor?

Inspiró hondo, acariciando con la yema de los dedos la suave mejilla de la niña.

—Si la criamos bien… —murmuró, más para sí misma que para los demás—. Podría ser diferente. Podría ser la prueba de que el mundo puede cambiar.

Ching y Gara la miraron con sorpresa. La idea era absurda. Peligrosa. Y, sin embargo, en la voz de su reina había una certeza inquebrantable.

—En ese caso… —dijo Ching, con cautela—, necesitará un nombre.

Gara se encogió de hombros.

—Podríamos simplemente llamarla “humana”.

—No —replicó Melty con una leve sonrisa—. Merece un nombre propio.

Se quedó en silencio por un instante, contemplando a la niña como si buscara en su esencia la respuesta.

Y entonces, lo supo.

—La llamaremos… Rishia.

El nombre flotó en el aire, impregnando el silencio con un peso solemne.

Con él, nacía la posibilidad de un nuevo destino.

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