La tormenta arreciaba. El auto se desplazaba a escasa velocidad por lo pantanoso del terreno. El hombre sudaba bajo su sobretodo gris a pesar de la baja temperatura. El miedo carcomía sus entrañas. El sólo pensar en quedar varado en aquellos parajes, hacía latir su corazón alocadamente.
Muchas habían sido las historias con respecto al viejo cementerio rural. Estas historias machacaban su mente, a pesar de que en su momento las tomó como simples fábulas de viejos que intentaban asustar a los niños. Pero hoy, el recuerdo de aquellos relatos de ánimas en pena vagando en la inmensidad de la noche, le erizaban la piel, obligándose a repetir en voz alta una y otra vez en que todo era una fantasía.
Unos potentes faros de otro vehículo detenido en medio del camino lo cegaron por un momento. Detuvo la marcha de su viejo Chevrolet. Al minuto se recortó frente a su auto la figura de una persona que le hacía señas cruzando los brazos por sobre su cabeza. Se inquietó aún más, no entendía que podría estar pasando. La persona se acercó hacia él, llevaba un impermeable negro y gruesas botas de goma que se perdían bajo este. El hombre, de unos setenta años y de gran contextura física, le hizo un ademán al asustadizo conductor para que bajara la ventanilla. Este, al cabo de unos segundos de indecisión, accedió al pedido del extraño.
—¡Buenas noches! —gritó el viejo desde afuera, intentando superponer su voz a los incesantes truenos.
—¡Buenas noches! ¿Qué es lo que pasa?
—¡No se puede seguir, amigo. La tormenta destruyó el puente que va a Monte Comán! —contestó el viejo
—¿¡No hay forma de pasar!?
—¡Imposible, amigo! Tendrá que esperar hasta mañana para poder cruzar con la balsa. De todos modos, yo le aconsejo que nos siga en su auto. Puede hacer noche en mi casa.
El hombre del Chevrolet maldijo una y mil veces su suerte. Analizó las opciones que tenía: Intentar volver a San Rafael le resultaría imposible por la falta de combustible, y aunque lo tuviera resultaría riesgoso por lo anegadizo del terreno. Quedarse en el auto toda la noche, en medio de la nada, expondría sus más oscuros temores en contra de sus convicciones. El viejo no le inspiraba confianza, aunque nada esa noche se la infundía, pero pensó que el ofrecimiento que le hacía aquel hombre era la opción más acertada.
Asintió afirmativamente con su cabeza. El viejo volvió a su camioneta, la puso en marcha, y el hombre del Chevrolet viró ciento ochenta grados para poder seguirla. Anduvieron más o menos media hora, hasta que el vehículo que marcaba la huella tomó uno de los tantos caminos que salían del camino principal que unía la ciudad de San Rafael (Mendoza) con el pueblo de Monte Comán. Allí recorrieron otros cuatro kilómetros, hasta llegar a un paraje en el cual se divisaba una vieja casona de madera de aspecto sombrío.
La casona crujía desde sus cimientos, azotada por el viento. Su construcción de madera databa de principio de siglo 20, y su sombrío aspecto conjugaba perfectamente con el lugar en el cual se erigía. Añosos y secos árboles circundaban el lugar, envolviendo con sus retorcidas y quebradizas ramas a la vieja construcción.
El viejo descendió de la camioneta y ayudó a una anciana a descender de ésta. La acompañó hasta la entrada de la casa, e inmediatamente volvió sobre sus pasos haciendo señas al hombre del Chevrolet para que descendiera del vehículo. El hombre se tomó un par de minutos antes de bajar, algo en su interior le decía que no todo era lo que parecía.
Una vez adentro de la casa e instalados en el amplio comedor con leña ardiendo en el hogar, se presentaron formalmente:
—Me llamo Enrique González y mi señora María Juana de González —dijo el viejo
—Gusto en conocerlos, señor y señora González. Mi nombre es Rogelio Estrada, y realmente no sé cómo agradecerles esto —dijo Rogelio más por compromiso que por convicción.
—¡Oh, no es nada, amigo! Por el contrario, estamos muy poco acostumbrados a tener huéspedes, y cuando se nos brinda la oportunidad de ser serviciales, ofrecemos lo poco que tenemos. Pero cuénteme, señor Estrada: ¿a qué se dedica?
—Soy simplemente un empleado de un estudio jurídico. Vivo en la ciudad, y casualmente me dirigía a Monte Comán para asesorar a un cliente.
—Ya veo. Linda noche eligió para viajar
—Si. Lo que pasa es que quería culminar este trámite entes del fin semana, pues festejo un nuevo aniversario de casado y quería pasarlo junto con mi familia.
—La cena ya está lista -interrumpió la mujer.
—Por favor, amigo, pase por aquí -exclamó el viejo
Al rato...
—...y como le decía, amigo. Íbamos a una reunión cuando nos sorprendió la tormenta. Somos muy creyentes, ¿sabe?, y una vez al mes nos juntarnos todos los habitantes de esta zona en una casa diferente para alabar al señor que nos provee lo indispensable para sobrevivir.
La velada transcurrió en comentarios diversos alumbrados por la luz mortecina surgida de un candelabro. Una vez finalizada la misma, el viejo González guio al huésped a través de un húmedo pasillo hacia una de las habitaciones desocupadas.
—Bueno, ésta es amigo. No será lo que usted soñó, pero es preferible a tener que pasar la noche afuera —dijo el viejo con una sonrisa deformada por el efecto de las sombras que arrojaba la luz las velas.
—Está bien Sr. González, en realidad esto parece ser muy confortable
—Bueno, cualquier cosa que se le ofrezca, no dude en llamarme.
—No se preocupe. Gracias nuevamente y buenas noches.
—Buenas noches, amigo.
La habitación era amplia con piso y paredes de madera como toda la casa. Una alcoba de plaza y media ocupaba el centro con una mesita de luz a su derecha prolongando su cabecera. Dos viejas sillas de mimbre se hallaban en extremos opuestos, y un arruinado ropero se situaba justo al frente de la alcoba. La débil luz emitida por el candelabro de la habitación dibujaba extrañas sombras en las paredes, sombras siniestras, sombras amenazantes.
Rogelio se acostó sin sacarse la ropa. Si bien la velada se había desarrollado normalmente, cierta desconfianza se reflejaba en su rostro. Apagó las velas y quedó sumergido en cientos de pensamientos macabros. Las luces de los relámpagos iluminaban de cuando en cuando la habitación. Los párpados pesaban una enormidad. Rogelio hacía denodados esfuerzos por mantenerlos abiertos, y cuando estos se cerraban, se despertaba sobresaltado por algún trueno, más el cansancio fue mayor que su miedo y quedó profundamente dormido. En ese sueño intranquilo, creyó ver en la intermitencia de luz que provocaban los relámpagos, las figuras recortadas de la pareja de anciano a los pies de la cama. ¿Sería un sueño, o sería real?
Despertó a consecuencia de un fuerte golpe, como si se hubiera caído de la cama. Todo estaba oscuro. Extrañamente escuchaba los truenos muy cercanos, pero no divisaba luz alguna de los relámpagos. Intentó incorporarse, más su sorpresa fue mayúscula cuando no pudo. Estaba como oprimido, apretujado, como si estuviera encerrado en algo muy estrecho.
—¡Oh, discúlpeme, amigo! —dijo el viejo González —Es que, a consecuencia de esta lluvia y el barro, se nos ha resbalado el... cajón
—¿¡El qué!? —gritó presa del pánico Rogelio
—¡Te dije que no hablaras! —escuchó Rogelio la voz apagada de la vieja recriminando a su esposo.
Rogelio cerró sus ojos, intentando despertar de lo que él consideraba una pesadilla. Intentó incorporarse de nuevo, de moverse, pero no pudo. Ahora el terror era extremo. Comenzó a gritar.
—Por favor, amigo. Mire, yo no quería asustarlo, es más, yo no quería que se enterase de nada, pero usted se ha despertado y no tengo otro remedio que repetirle que en lo que usted va encerrado es un ataúd, y...
—¡Pero ustedes están locos, locos! ¡Por favor, sáquenme de aquí! ¡Sáquenme de aquí!
—¡Cálmese amigo! No lo haga más difícil.
Inútiles palabras la del viejo. ¿Cómo brindar tranquilidad a alguien que se sabe encerrado en un ataúd?
La imagen dantesca que se recortaba en el paisaje nocturno hubiera helado la sangre a cualquiera que la presencie: Una pareja de ancianos haciendo denodados esfuerzos en llevar un féretro, que por momentos arrastraban sobre el fango cuando las fuerzas les eran exiguas.
Llegaron a un pequeño claro en medio del bosque de árboles muertos. Allí, cruces de todos los tamaños, añadían un matiz aún más funesto. Cruces de maderas y de mármol se encontraban, algunas apuntando hacia el cielo, otras medias inclinadas y otras, las más viejas, definitivamente caídas. Hacía varios años que aquel viejo cementerio había dejado de ser tal, para pasar a integrar poco a poco ese paisaje, siendo fagocitado lentamente por el tiempo.
Arrastraron el pesado ataúd hasta la orilla de un profundo agujero excavado recientemente, con una vieja cruz de madera recostada sobre el montículo de tierra, haciendo caso omiso a los gritos, insultos, llantos y golpes que profería Rogelio desde el interior del cajón.
—Hemos llegado señor Estrada, lo hemos traído a su última morada. Aquí podrá al fin descansar en paz —dijo el viejo.
—¡Ustedes están locos! ¡Están a punto de cometer un asesinato! ¿¡Por qué me hacen esto!? ¿¡Por qué!?
—Sr. Rogelio, realmente no sabe nada. No se puede cometer un asesinato con alguien que ya está muerto. ¿Entiende Rogelio? —decía el viejo —Para que lo comprenda mejor, abriré el ataúd. No intente escapar pues no podrá hacerlo.
Uno a uno los clavos a medio enterrar en la madera, iban siendo sacados.
Rogelio pensó qué esa sería su oportunidad. No importaba que lo apuntasen con un arma. Prefería morir mil veces a balazos u de otra forma que el ser enterrado.
El viejo González abrió lentamente la tapa, mientras que la mujer sujetaba firmemente la cruz de madera frente al féretro. Inmediatamente Rogelio intentó escarpar, pero sólo logró sentarse, pues cuando vio la cruz, todo su cuerpo adquirió una rigidez cadavérica.
Aun no se inventaron las palabras para describir el horror que Rogelio sintió en ese momento, como tampoco ha nacido el artista que sepa estampar en el lienzo el rostro del espanto elevado a su máxima expresión. Su mente luchaba por mover algún músculo, por emitir el grito preso en su interior, pero le fue imposible. Sus ojos desorbitados leyeron la inscripción que figuraba en la cruz que sujetaba la anciana:
“ROGELIO ESTRADA, FALLECIO EL 15 DE ENERO DE 1956. SU SEÑORA Y SUS HIJOS LO RECORDARAN...”
En un último y escalofriante esfuerzo. La figura etérea de Rogelio Estrada, logró liberar su grito de angustia:
—¡NOOO ! ¡ESTO NO ES VERDAD!
—Sr. Rogelio, ¿es qué todavía no comprende? —expresó la vieja con un dejo de amargura en su voz —Mírese, mire como está cambiando. Usted ha muerto hace más de treinta años. Su tumba, junto con otras cuatro, fue violada y sus restos esparcidos por doquier por un grupo de locos. Los otros despojos fueron encontrados algún tiempo después, pero los suyos nos llevaron años hallarlos. Si no hacíamos esto, señor Rogelio, su espíritu seguiría vagando indefinidamente por estos caminos cada noche de tormenta, en un continuo viaje hacia Monte Comán, repitiéndose una y mil veces aquel horrible accidente en el puente que le costara la vida. Nosotros, adelantándonos a los hechos, lo detuvimos antes de que llegara al puente, así poder al fin dar paz a su martirizada alma y liberarnos a todos del espanto que provocaba el verlo.
El viejo González mientras tanto, sacaba de una bolsa que llevaba consigo, unos sucios huesos humanos que iba acomodando con cuidado dentro del féretro.
Tras el horror, la locura, la incomprensión, había sucedido la calma. El espíritu de Rogelio Estrada había comprendido todo, y muy calmo asistía a la ceremonia de la colocación de sus restos mortales.
Una vez finalizada la tarea del viejo González, el fantasma se acomodó en el ataúd. Después de enterrado y colocada la cruz de madera en su lugar, los González oraron y procedieron a volver a su casa. Cuando iban por la mitad del camino, un tremendo rayo partió en dos el cielo y una luz azulada pareció ascender desde el cementerio abandonado hacia el mismísimo firmamento, desapareciendo en breves segundos. Rogelio había hallado el camino.
FIN