¿Quién le iba a decir a Jules que el infierno tendría ese aspecto?
Estaba sentado en uno de los taburetes de la barra mientras le daba la última calada al cigarro. Aspiró el humo acre con avidez, se bebió los dos dedos de whisky de un trago y exhaló mientras observaba su reflejo en el espejo que había detrás del mostrador.
El local tenía buen aspecto. Los muebles eran de madera oscura con preciosas vetas claras. Y las suaves luces del techo se reflejaban de forma tenue en el barnizado, haciéndolo brillar.
La barra podía parecer corta, pero para el uso que se le daba era suficiente. Además, estaba bien aprovisionada. "Seguro que he dado con la botella más cara del lugar", pensó Jules, cambiando el hielo por otro y sirviéndose otros dos dedos de licor.
Aparte del mostrador había una sección coqueta con mullidos asientos recubiertos de cuero verde alrededor de una pequeña mesa, una pista de baile sobre la cual caían luces de colores y, subiendo un par de escalones, una tarima sobre la cual había un billar con las bolas preparadas en forma de diamante.
Jules se levantó con un suspiro y se acercó al jukebox que había justo al lado de la entrada. Paseó rápidamente la mirada por el suelo para esquivar los cristales que estaban esparcidos por allí y encogió levemente los hombros con desdén. Esas cosas solían pasar cuando forzabas una puerta.
Una de las muchas razones por las que le encantaba aquel local era la música: variada y de calidad. Rebuscó en los bolsillos de su pantalón de pana y encontró una moneda. Jugueteó con ella mientras se planteaba qué canción elegir.
Count Basie, "Jumping At The Woodside" parecía ser una muy buena opción. Se rió con la ironía que suponía su presencia en aquel lugar. Podría haber puesto cualquier otra canción o cualquier otro estilo de música, pero le parecía pecaminoso faltar a la decoración que lo rodeaba.
¿Un pub oscuro todo de madera, cuyo ambiente estaba saturado con el humo del tabaco y con un vaso de whisky sobre la barra? Jazz. Aquí sólo podía ponerse Jazz.
Los primeros acordes sonaron y se giró, contoneándose suavemente al ritmo de la música. Recogió su vaso y empezó a andar hacia el billar mientras se palpaba el bolsillo superior de la camisa, haciendo que el olor a tabaco negro le golpeara la nariz.
Descartó el primer cigarro, manchado con restos de sangre de sus dedos. Restregó la mano contra la pernera del pantalón y tomó otro encendiéndolo sin verificar si lo había manchado también. Solo le quedaban tres o cuatro, no podía ser quisquilloso.
Subió los escalones lentamente mientras tomaba una calada y se arremangó la camisa con aire profesional.
Se dirigió al soporte de los tacos y obvió los de diseño clásico para fijarse en dos en concreto: uno era enteramente de zarzas blancas sobre fondo negro, mientras que el otro comenzaba con unas llamas naranjas muy similares al logo de los "Hot wheels" o de los AC/DC, en tanto que la flecha (la parte superior del taco) estaba recubierta de pequeños smileys amarillos y sonrientes.
Dejó la copa sobre el billar. Tomó el de smileys junto con la tiza y empezó a extender el yeso azul por la punto del taco mientras sus labios formaban una pequeña "O" y con la punta de la lengua asomando.
Aquel local le gustaba también porque estaba al lado de su casa (piso, realmente) y por el billar. Llevaba desde muy joven jugando al billar y compitiendo en pequeñas ligas locales. Si algo tenía Jules, era puntería. Se definía a sí mismo como mejor que la mayoría, pero no lo suficiente como para ser profesional. Le encantaba el billar. Sobretodo el billar americano.
A su manera, el nueve bolas era una metáfora de lo que muchos querían conseguir en la vida. De una vida correcta, en todo caso. Había que ir paso a paso, procurando seguir un orden, y contando con que alguna bola debía rebotar en una banda para darle un punto de dificultad, un punto de aleatoriedad más allá de tu capacidad de cálculo y que debías ser capaz de manejar para llegar a la siguiente bola. Hasta llegar al final.
Se inclinó sobre la mesa y rompió con un golpe seco pero fuerte. El ruido a plato roto y el ronroneo de las bolas rodando por el suave tapiz le trajo recuerdos de una época en la que le temía al sonido que hacía su padre al arrastrar la silla de la cocina para levantarse. Nunca se le quitó esa puta costumbre, y nunca se levantaba de golpe para hacer nada bueno. Gracias a Dios su corazón no aguantó demasiado el castigo del tabaco y el alcohol, ni su madre tuvo que aguantarlo más tiempo de la cuenta.
Jules se enderezó y miró la mesa con ojo crítico mientras tomaba un pequeño sorbo. Se acercó por la banda derecha, dejó el vaso y volvió a inclinarse, apuntando a la bola número uno.
Lo primero había sido terminar la carrera de enfermería. Su madre no tenía medios, pero gracias a sus buenas notas consiguió beca cada año e incluso le dio para ahorrar una parte. Con otro golpe seco la bola uno se dirigió directa hacia una esquina y cayó por la tronera. La bola blanca tocó una banda y se quedó casi pegada a la bola ocho.
Mala pata.
Pero Jules no se rindió, se inclinó sobre la mesa calculando un rebote que con suerte le haría superar la siguiente bola.
¡Plac! Rebote a la banda y bola dos dentro.
Pensaba utilizar ese dinero ahorrado para comprarse un coche nuevo, uno bueno que le durara veinte años, pero en su último año de carrera su madre descubrió de forma brusca que la diabetes era la séptima causa de mortalidad en el mundo y Jules tuvo que emplear ese dinero en arreglar papeles, adjudicarse la herencia, pagar deudas... una pequeña pesadilla. Un torbellino de burocracia asquerosa que te da una paliza cuando ya estás en el suelo por lo que supone la pérdida de una madre.
Si Jules hubiera empujado la mesa con la cadera la bola tres habría caído sola en otra esquina, pero eso estaba feo. Así que volvió a rodear la mesa y se inclinó mirando con escepticismo tres bolas que rodearían la blanca cuando dejara de rodar. Consiguió trabajo en un centro asistencial donde estuvo un par de años cogiendo experiencia y conociendo gente. Buena gente, por cierto. Y como todo gremio, con sus trucos y trampas laborales. Pero Jules consiguió sobrevivir hasta conseguir los puntos necesarios para irse a un hospital.
¡Plac! Bola tres dentro, toque en la banda y blanca rodeada.
Jules bufó entre dientes, y procedió a dar una calada, un trago y a afilar la punta del taco con el yeso. La bola cuatro requería de un toque oblicuo y debía calcular bien la trayectoria que quería que siguiera.
Mientras hacía pequeños movimientos mecánicos y eficaces, su mirada se quedó prendida en su mano un momento, dándose cuenta de la cantidad de arrugas que tenía, para luego perderse en el vacío y rememorar el día que la conoció.
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En aquella época no tenía tantas arrugas, de eso estaba seguro. E incluso estaba dispuesto a jurar que unas horas antes tampoco. O al menos no tantas, pero ese no era el caso.
Cuando llegó al hospital tuvo la suerte de que lo ubicaran desde el principio en un ala muy cómoda y con muy buen horario, por lo que la demanda física y el estrés disminuyeron significativamente. Y fue durante estos primeros meses en los que Moira entró en su vida.
Estaba participando en uno de los torneos a los que solía acudir anualmente cuando todo simplemente sucedió. Su risa alegre y estruendosa captó su atención durante una partida y empezaron a intercambiar miradas discreta así como sonrisas tímidas. Ella estaba allí con sus amigas, él estaba con los suyos y dio la casualidad de que tenían conocidos en común, por lo que entre partida y partida empezaron a charlar y en menos de lo que esperaría nadie ya estaban saliendo.
Jules creyó ver una posibilidad en un par de rebotes pero la idea se le escapó. Era una de aquellas raras ocasiones en las que el cerebro de uno va tan rápido que la conciencia no consigue quedarse con los detalles, pero sí que te deja con la sensación de que aquello es factible, por lo que se inclinó sobre la mesa, mantuvo desplegados los dedos para poder apoyar el taco en un golpe superior y calculó.
Apuntó un poco a un lado para darle un mínimo de efecto y golpeó.
La bola rebotó en una banda y luego en otra, cambiando ligeramente de ángulo debido al efecto que le había metido y golpeó con suficiente fuerza como para enviar la bola cuatro a la tronera.
Cuando conoció a Moira también tuvo sensaciones, malas sensaciones, pero en aquel entonces Jules contaba con un gran problema: él no quería saber.
Los momentos felices se veían fugazmente empañados por pequeños gestos aquí y allá. Una noche de borrachera que se sale de control. Unos gastos puntuales que no se justificaban pero que afectaban su economía. Unos enfados, unas respuestas, una impulsividad que era difícil de argumentar por su falta de coherencia en su día a día.
Hasta que, como se suele decir, se descubrió el pastel. Se levantó la liebre. La pilló con las manos en la masa.
Drogas. Y no de las blandas.
El recuerdo de aquel día hizo que se le encogiera el estómago y que el sabor del whisky se volviera ácido en su garganta.
Sacudió la cabeza en intento de alejar esa sensación y volvió a centrarse en la mesa de billar. La bola cinco estaba bastante clara, así que empezó a arremangarse de nuevo y al hacerlo se fijó en sus brazos.
Jules no era especialmente corpulento ni era carne de gimnasio. Pero no recordaba que se le marcaran tanto las venas ni los músculos de los antebrazos. Movió de manera juguetona los dedos para ver los tendones revolverse bajo la piel y rió para si.
Se colocó en posición, apuntó con comodidad y ¡plac!, otra en el hoyo.
Le invadió la satisfacción que nace de la confianza. Una confianza similar a la que sintió en su relación durante los meses en los que Moira se comprometió a dejar las drogas. Fueron tiempos duros de esfuerzo, paciencia y tolerancia, pero al final valieron la pena cuando todo se normalizó. Incluso empezaron a hablar de dar otros pasos en su relación, como casarse o tener hijos.
Había una falsa cita célebre de Groucho Marx que decía "Estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros", y Jules era conservador, pero como en aquel momento el dinero no sobraba, se saltó el paso de casarse y se plantearon directamente tener hijos.
Se fijó en la bola número seis, perfectamente alineada con una tronera, mientras sacaba otro cigarro. Sólo debía apuntar, golpear y meterla.
Jules se río de su propio chiste mientras una lágrima le resbalaba por la mejilla.
No quería recordar de nuevo el dolor de los últimos años. No quería recordar las noches llorando junto a Moira por haber tenido otro aborto ni quería recordar el cúmulo de sentimientos que se agolparon en su pecho día tras día, mes tras mes. Debatiéndose entre la esperanza, el respeto a su dolor, la paciencia de esperar el momento, a que ella estuviera lista y el desgarrador tormento de la sospecha.
Una sospecha que se había confirmado aquella misma noche cuando había vuelto a casa.
Intentó ahogar la congoja que le subía por el cuello con el último sorbo de whisky. Y creyó atisbar algo raro en el fondo de su vaso. Algún efecto de la luz o de la refracción en el hielo que hacía que su pelo pareciera más blanco de lo que era en realidad. Pero aquello era una tontería, ¿verdad?
Dejó el vaso sobre el billar, volvió a tomar una postura cómoda y golpeó la bola blanca. Pero la golpeó demasiado fuerte. Tan fuerte que salió disparada de la mesa y empezó a rodar recorriendo todo el pub hasta llegar a la entrada.
Jules se apoyó pesadamente sobre el borde de la mesa, sintiendo un cansancio como jamás lo había sentido. ¿Qué le estaba ocurriendo? Las rodillas se le doblaban y tuvo que apoyarse contra la pared para no caerse. Tenía que ir a por la bola, ¿no? La bola seis había entrado y las partidas había que terminarlas. Así que se dirigió hacia los escalones con el taco aún en la mano, usándolo de bastón.
Primero pensó que Moira no lo había escuchado debido al volumen de la música, pero la botella de alcohol que había a su lado, sobre la mesita del comedor mientras ella estaba con el móvil en el sofá ya le dio a entender que estaba teniendo otra noche mala. Por lo que dejó las llaves en la entrada y se dirigió al baño para lavarse un poco y armarse de la paciencia que le harían falta aquella noche.
Recordaba el momento en el que abrió la puerta del servicio con tremenda claridad, ya que iba rumiando sobre cómo aquello de "armarse de paciencia" no era algo figurado, sino algo literal.
Vuelves a casa con intención de soltar la mochila y cambiar el chip. Respirar hondo para relajarte y regodearte en esa sensación de "ya estoy en casa". En cambio, cuando vuelves a casa y ves que te toca "armarte de paciencia", sueltas la mochila, te pones la chaqueta de "persona paciente" y respiras hondo para hacer sitio al estrés que sabes que está de camino.
Fue encendiendo la luz y durante esta respiración que Jules vio el espejo sobre el lavamanos con restos de polvo blanco.
"No conseguí hacer hueco para todo ese estrés", murmuró Jules apoyándose en uno de los taburetes de la barra. No recordaba bien qué había ocurrido a continuación. Sabía que había cogido el espejo y que había habido gritos, muchos gritos. Y lágrimas. Intensas y dolorosas lágrimas. Tampoco recordaba quién había empujado a quién primero, pero dado el resultado, daba igual. Se habían enzarzado en una pelea y, sin que supiera cómo ni cuando, Moira había acabado en el suelo con un corte en la carótida del cual manaron mares de sangre.
Jules se enderezó sobre el taburete y miró su reflejo en el espejo de detrás del mostrador. Y la pena y el dolor se mezclaron con el horror.
El reflejo que le devolvió la mirada tenía cosas que él se esperaba: los ojos rojos, lágrimas corriendo por sus mejillas y mezclándose con mocos en las comisuras de los labios, crispados en un rictus de aflicción.
Pero había demasiadas cosas que no se esperaba, cosas que no debían estar ahí, como el pelo blanco y quebradizo, la piel apergaminada y pegada sobre unos músculos consumidos, haciéndole parecer un esqueleto con camisa. Una parodia demacrada y extenuada de si misma.
Y con el horror llegó algo parecido al entendimiento, un estado de conciencia similar al que se tiene al soñar medio despierto, en el que las mayores locuras nos parecen normales y lógicas. Y en las cuales nos acomodamos, porque sabemos lo que va a ocurrir.
Sabía, como si pudiera verlo ahora mismo, que Dante, el dueño del bar, estaba a punto de entrar. Estaría tan atacado por los nervios y el miedo que no se fijaría en quién había entrado en el local ni tendría los ojos abiertos cuando disparara su escopeta de doble cañón.
Jules se volvió hacia la puerta esperando verlo entrar. De hecho, debía estar a punto de pasar, ya que no quedaba huella de su intrusión en el pub; ni cristales rotos ni puerta abierta, aunque sí que escuchaba ruido en la puerta exterior, por lo que alguien estaba de camino. "Alguien a quien podría darle un pequeño susto", pensó Jules en su estado de locura y desesperación, mientras invertía sus últimas fuerzas en unos pocos pasos hacia la puerta.
Se despidió de su cada vez más calavérico reflejo mientras caía al suelo, falto de aliento y con la mente revolviéndose en el caos.
Escuchó su propia voz llena de sarcasmo que venía del otro lado de la puerta de cristal mientras decía "malo será que me corte el codo al intentar entrar aquí, ¿por donde rompo esto para no desangrarme?"
— Cerca de las esquinas —le contestó con un susurro un Jules que se desvanecía para volver a ocupar su lugar en su pequeña pesadilla particular.
El cristal de la puerta se rompió y una figura patosa pero decidida entró y se dirigió hacia la barra con la cadencia automática que da la costumbre de conocer un lugar al que uno va mucho. Puso un vaso con hielo sobre la barra y poco después lo acompañó con una botella de whisky. Se encendió un cigarro y se sirvió dos dedos de licor mientras su mirada se perdía en su propio reflejo.
¿Qué había hecho?
¿Quién le iba a decir a Jules que el infierno tendría ese aspecto?