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Donde muere el silencio.

Parecía una suerte de sepulcro, no tan angosto, pero si tan sofocante, con paredes que parecían sudar las penurias de una vida a medio vivir. Estaba allí, su corazón había perdido sus latidos, más sus ojos, abiertos y vidriosos, aún cobijaban un tenue destello, aunque no tanto un resplandor, pero sí una sombra. Un golpe atrapado en la quietud; no tan erguido, pero si tan rígido, como una marioneta qué le cortaron los hilos.

El agua goteaba del techo, un lento ritmo de ecos huecos al compás del silencio y las gotas  —plin, plin—. Cada gota le dejaba un rastro frío y serpenteante en el rostro. El vestigio de su mirada clavada al techo, en la grieta por donde se filtraba la lluvia; pero la grieta sólo devolvía el reflejo de su vacío, una sombra más en su mirada perdida. No podía moverse, ni pestañear, ni gritar. Era un prisionero en su cuerpo, un espectador de su propia decadencia.

La música agonizó por un tiempo, un murmullo distante atrapado en la asfixia del cuarto. El teléfono, al filo del tambaleante escritorio, desgranaba melodías elegidas en otra vida, cuando el mundo aún parecía algo que podía tocarse. Ahora eran solo sombras de notas, débiles y espectrales, flotando como cenizas en un aire espeso y muerto. Se aferró a ellas, o creyó hacerlo, con la desesperación de quien intenta retener un sueño al despertar. Pero todo se deshizo en silencio. La batería se extinguió, la música se quebró en la nada, y solo quedó el —plin, plin, plin— del agua, como un reloj sin tiempo, marcando su condena.

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Pasaron los días. Quizás las horas. Tal vez los siglos. El tiempo se le desmoronaba en aquel cuarto donde solo se le quedaban rastros de su fuga: la lluvia cesante, la música ahogada, el zumbido moribundo del refrigerador, cuyo último aliento se había perdido en el aire rancio. Todo se espesó. Las sombras arrastrándose en las esquinas, las paredes cerrándose como un ataúd que se sella con lentitud. El agua dejó de gotear. El techo, seco y quebrado, se volvió un páramo muerto bajo un sol que nunca lo tocó. Y entonces quedó el silencio, absoluto, voraz, hundiéndole en su propio vacío.

Quiso gritar, quiso romper el aire con su voz, desgarrarse la garganta solo para probar su propia existencia, aunque fuese a si mismo. Pero no quedaba nada dentro, y casi nada fuera. Su cuerpo era una cáscara inerte, rígida, insensible, un exilio de sí mismo. Y afuera, el mundo siguió avanzando, ajeno, implacable. Nadie vino. Nadie llamó a la puerta. Nadie pronunció su nombre ni lo dejó morir en un susurro. Su ausencia no pesó en ningún pecho, no quebró ninguna rutina. Se había ido antes de irse, y a nadie le importó lo suficiente como para notarlo.

Y así permaneció, anclado a la penumbra de su propia ruina, un centinela inútil de la existencia que ya no le pertenecía. Las paredes, no tan gruesas para contener el frío, pero si tan delgadas qué susurraban con el viento; el techo, no tan fuerte para retener la lluvia, pero si tan frágil qué exhalaba sus últimos suspiros en grietas y sombras. Todo lo que pudo haber sido y no fue, se había deshecho en la quietud, en el aplastante volumen del silencio. Y en algún rincón de la memoria, agonizaban los ecos de una canción muda, pues ya nadie podría escucharla.

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